Zona de tránsito
Un cuento de Manuela Della Fontana
LLEVABA RAZÓN QUIEN dijo que las preocupaciones como las desgracias nunca vienen solas, y que cuando lo hacen, asolan nuestra vida como esos ciclones de las noticias que se llevan todo a su paso. Hasta ahora, la vida no había sido para mí, sino un cúmulo de preocupaciones que conforme se sucedían iban restándose importancia las unas a las otras. Mi recién conseguido trabajo, mi incipiente calvicie, esas canas que ya asoman y que ni el mejor de los tintes logra disimular; todo pasó a un segundo plano cuando Silvia, una mujer sencilla pero con carácter, cuerpo de niña y melena negra, sin curvas apenas, me planteó que nuestra relación atravesaba un mal momento. Me lo dijo por teléfono desde el aeropuerto de Roma, en una conversación interminable, cargada de monosílabos, de esas que desde el principio intuyes que terminará en desastre y que pese a todo, intentas disfrazar de una animosidad desconocida, casi nueva, acostumbrado a ese pesimismo del que no logro escabullirme ni en los mejores momentos.
Insistí en recogerla pese a su negativa. Necesitaba verla, sentir su presencia, respirarla. Ver su vestido largo, sin forma, siempre oscuro. Necesitaba explicaciones. Quería descubrir por mi mismo que todo cuanto me había dicho no era sino una provocación de las suyas, un mal sueño de los que tantas noches me tenían despierto en silencio. Me recibió con un beso distraído, el clásico recibimiento frío, que no por esperado me hizo sentir mejor. Su vestido le sentaba de maravilla. No parecía un cuerpo de niña, insinuaba, más bien marcaba un volumen para mí desconocido. Tenía el pelo recogido en un moño y sus ojos negros hacían juego con su pelo negro azabache. Le ayudé como pude con la maleta y, abriéndonos paso entre la multitud, nos dirigimos al bar. Allí sentados, nuestras voces mezcladas con los avisos de embarque, parecían finos hilos hilvanando una conversación que se resistía. Y vaya si se resistía. Mientras ella trataba de decirme que lo nuestro no podía seguir así, que necesitaba aire, yo daba vueltas y vueltas a la cucharilla del café enmudecido, pensando que todo aquello no podía ser más que una broma pesada.
Acordamos –ella lo propuso y lo decidió- permanecer separados un tiempo, sin vernos y sin llamarnos. Durante todo este periodo de reflexión forzoso, el teléfono se convirtió en mi principal enemigo. Más de una vez estuve tentado de levantar el auricular y llamarla. Tecleaba su número en mi cabeza a todas horas, algunas veces en mitad de la noche, con pensamientos pecaminosos casi siempre, pero mi tono lastimero me disuadía, no quería parecer esos tipos desesperados de las películas que pierden la cabeza y remojan sus penas en alcohol. No quería, y sin embargo es lo que hice, incapaz de asumir mi realidad. No salí de casa en los días sucesivos. Me descuidé. No me afeitaba, apenas comía. Ya ni tinte negro sobre las canas. Empecé a inventar excusas para no ir a trabajar. Pasaba las tardes leyendo libros de poesía que no entendía y que me importaban un carajo. Escuchaba música que me transportaba a momentos pasados. Me recreaba en mi desgracia, bebía whisky hasta emborracharme.
En aquellos momentos en que mi lucidez flaqueaba, la imaginaba en brazos de otros. Siempre era la misma escena, sin apenas ropa me sonreía y se contoneaba como una diva pop. Había volumen en sus curvas, ¿y el cuerpo de niña? El vestido, tirado en el suelo ya no era oscuro, era rojo. Deliraba. La escena era tan real que de haber extendido el brazo la hubiera podido atraer hacía mí. Su mirada me asustaba, pero yo estaba preso de los celos. Solo quería poseerla, que fuera mía mientras ella bailaba y bailaba en mi cabeza.
De nada sirve preguntarse si hubiera podido cambiar en algo los acontecimientos, de haberlo sospechado. Pero no, nunca presté atención a los pequeños detalles, a esas señales que vistas ahora debieron hacerme reaccionar. Pequeñas discordancias sobre las que uno decide callarse, con la seguridad que el amor terminará arreglando todos los problemas. Siempre fui demasiado torpe, solo tenía ojos para su belleza, esa belleza serena que me volvía loco; y ese cuerpo, ese cuerpo suyo que se contoneaba en mi cabeza, mientras la desnudaba y con deseo me imploraba un poco de acción, tal vez la que siempre me faltó. Sin saber por qué, vino a mis pensamientos aquel compañero suyo de la editorial, aquel fotógrafo del que tanto hablaba. Con él había viajado a Roma. ¿Cómo no darme cuenta? Aquellas llamadas intempestivas, aquellas excusas los fines de semana que yo me creí como un niño. Exposiciones de arquitectura. Presentaciones de libros. Tantas y tantas cervezas en la Plaza de Olavide para discutir la página web de la editorial. Y sus retratos, aquellos retratos que empezaron a adornar su salón y que a mi tanto me gustaban. Todo empezaba a cuadrar.
Todavía seguía tumbado en el sofá, cuando me decidí a hacerlo. La lluvia golpeaba los cristales, pero que más daba. Agarré una chaqueta y salí de casa. Anduve un buen rato, hasta que empapado llegué a su portal. Alcé la vista, su ventana a pesar de la hora, seguía iluminada. Aquello me enfureció todavía más, ¿estaría con él? Permanecí inmóvil bajo la lluvia, la mirada perdida en su ventana, tratando de distinguir algún atisbo de su presencia. Perdí la cuenta del tiempo que llevaba allí, el azote del agua, me sentaba bien, nunca había estado más sereno. Y entonces lo hice, aproveché que alguien salía del portal, para entrar. Aporreé su puerta, si no lo hubiera hecho así, no me habría atrevido. Todavía creo estar viendo la expresión de su cara, ¿estás loco? ¿Qué haces aquí a estas horas? Estás chorreando…No me invitó a entrar, pero de un empujón me adentré al salón, esperaba encontrar algún indicio que confirmara mis sospechas, los restos de comida en una bandeja, no parecían indicar otra cosa que una cena solitaria ante la televisión. ¡Vete! Repitió, ¿cómo te atreves a venir a estas horas? Estaba a punto de irme, cuando una foto nueva, o quizás ya conocida, me hizo aproximarme al mueble. Aparecían los dos sonrientes en el aeropuerto, desafiando a la cámara. Me quedé paralizado, nada nuevo que no sospechara, solo el destello de sus ojos que parecían hablarme. Fue entonces cuando la oí gritarme, ¿no querías saberlo? Pues sí, estamos juntos, y ahora ¡vete!
Preso de la cólera, la zarandeé. Dime que es mentira, la supliqué. Forcejeamos, no era mi intención hacerle daño, pero terminé por empujarla contra la pared. Era tanta mi humillación que todavía no sé cómo conseguí salir de allí. Solo recuerdo el golpe fuerte de la puerta y mis bandazos por la escalera. Ya no llovía, pero la ropa pegada al cuerpo me hacía tiritar. Volví a casa, me serví una copa y desnudo me metí en la cama. Alguien dijo una vez que en la desesperación hay, a veces, momentos en que la tristeza se diluye y sientes como un destello. No sé si será verdad. Solo me apetece seguir aquí, pudoroso de mí mismo, escondido de esta realidad que tanto me pesa. Escondido de ella y del mundo, escondido de tanta vergüenza y de mí. ~
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