Malleus Maleficarum
Un texto de Mariana Rodríguez Jurado
I
De cómo Lila traicionó a los hijos del Hombre
No quedan más lugares a dónde ir. A nuestras espaldas el gran Norte aúlla en llamas. La salada marea del Este destruye y reconstruye sus costas quebradas; entrar en su turbio oleaje es emerger como algo diferente, algo primitivo. En el yermo Oeste no hay más que huesos amargos; huesos que engendran huesos, huesos que cantan venganza. Ir hacia el Sur está prohibido: ahí se levanta la ciudad de los dioses que nos han olvidado.
“Es la tradición” nos advierten nuestros viejos. “Valen más el frío, el hambre, la fiebre; es mejor morir cuando el cielo se cae, ésas son las muertes que mueren los hombres puros”. Ni siquiera nos permiten aligerar las cargas que encorvan sus espaldas: costales de sustento, alivio y olvido en la forma de semillas cuyos milagros y rituales sólo ellos tienen permitido conocer. El conocimiento es peligroso. Es tentación, es muerte: es el fuego con el que los dioses gustan de quemarnos. Sólo nuestros viejos tienen la fortaleza de soportar su peso.
Nuestro camino se detiene, el lugar que será nuestro hogar hasta que la muerte ronde ha sido marcado. Los niños buscan hojarasca para alimentar el fuego que los viejos han encendido, el único tipo de fuego que es benigno, que provee. Nadie más sabría encenderlo, nadie más podrá una vez que se hayan ido. Todos volteamos las espaldas, sólo las ancianas que han cegado con espinas sus propios ojos los asisten. Los padres alzan tiendas que guarecerán a sus familias, cuelgan espantadioses de turquesa y hueso labrado en las cuatro esquinas. Las hijas remiendan y reparten granos entre el escuálido ganado; las madres sazonan guisos con lágrimas caídas al ver de reojo a sus hijos partir: si logran volver con agua o alimento serán bienvenidos. Cuando anochece, el viento nos trae el humo de las regiones cremadas. Huele a ceniza, a cosas amadas que perdimos. Al caer el sol anhelamos las lluvias buenas del agua, tememos las lluvias malas del metal: las primeras traen la vida, las segundas son muerte. Rezaríamos, gustosos, si no estuviera prohibido, si al menos hubiera algo a qué rezar.
A lo lejos, los fulgores eléctricos de las ciudades divinas iluminan la noche, sus antiguos algoritmos nos cantan canciones que no debemos escuchar. Cerramos nuestras tiendas, cerramos los ojos al pecado. Dormimos para recuperar fuerzas, para seguir viviendo del fruto de nuestro sudor un día más y otro, hasta que la muerte nos reclame. Somos los hijos del Hombre, los sobrevivientes, los obedientes. Todos lo somos, menos ella.
Ella no cierra los ojos.
La llaman Lila, hija del herrero. Su padre es un hombre de honor, merecedor de un cabrito y una gallina pinta. De su madre sólo queda sombra en nuestra memoria: ¿era su piel blanca o negra? ¿eran sus ojos marrones o azules? ¿era buena cocinera? ¿era o la presentimos, la imaginamos? Lo único que prueba su existencia es la pena del herrero, un dolor oxidado que mancha el metal de su forja. Por lo demás, su trabajo es irreprochable. El azar quiso que no engendrara varón que siguiera su oficio, sino una hija, una ramita exigua que no demuestra inteligencia, gracia o disciplina; por las noches insiste en mirar al cielo, aunque los viejos nos tienen prohibido buscar las estrellas. Y ella pregunta porqué. No hace más que preguntar, todo lo ignora. “Si logras ver una, querrás ver más. Querrás contarlas y antes de que lleves siquiera la mitad habrás perdido la razón, tus ojos se habrán quemado”, le dicen. Y ella enmudece, se va por ahí hasta que su padre debe interrumpir su labor para buscarla. La trae de regreso, cogida de la mano, le acaricia suave la cabeza; más tarde lo vemos golpear el metal hasta ablandarlo de puro dolor. La ha llevado con las niñas para que aprenda a limpiar grano, a purificar el agua; la ha llevado con las mujeres para que le enseñen a coser, a alimentar, a cuidar. Todo lo que hace es preguntar hasta que el piar de los pollos y el hervor de los guisos se nos mete en la cabeza, gritando con voces tan parecidas al fuego, a la marea y a los huesos que sólo nos queda levantar la mirada al cielo prohibido.
“Es que se parece a su madre” decimos. “Si no, su padre ya le hubiera sacado los ojos para que aprendiera a no mirar lo que no debe. Ya le habría cortado la lengua, para que aprendiera a no preguntar lo que no puede entender”. Pero en silencio nos preguntamos ¿Se parece a su madre? y no sabemos, porque tampoco podemos decir cómo o qué es Lila: la vimos la noche pasada o esta mañana o hace un momento cuando jugaba con las cabras y parecía un poco sabia y un poco vieja susurrándoles secretos, pero ahora no podemos retenerla en la mente, así que la olvidamos un poco cada día. Vivir consiste en olvidar, nos dicen los viejos.
Y obedecemos, vivimos, olvidamos, hasta la noche en que nuestro sueño se rompe con el grito de un cuerno que nos llama urgente. Son los viejos. Seguimos el sonido hasta un claro cercano. Ahí están: El herrero arrodillado, los ojos ahogados. La ramita, a su lado, con la mirada perdida en las estrellas. Detrás de ellos, no entendemos lo que vemos. Conocemos parte del esqueleto: eso es madera, eso es cuerda, eso es vidrio, eso es piel de cabra robada de nuestras tiendas. El resto, adivinamos de dónde viene por el olor ligeramente quemado, ligeramente metálico: son los pedazos de cielo que caen con las lluvias malas. Las formas y funciones que les ha dado son absurdas, imposibles: cosas que ruedan rápido o lento, cosas que se mueven, que silban, que cantan, que cuentan, que muestran pasados y futuros, que florecen maravillas; cosas que giran tan rápido que producen pequeños rayos sin tormenta ni lluvia. Bajamos los ojos, asustados. La memoria colectiva nos patea, gimiendo primero y luego gritando palabras prohibidas: “¡máquina! ¡MÁQUINA!”.
Sabemos, pero debemos olvidar. Sabemos que las máquinas prometen, seducen; sabemos que tienen un propósito. El susurro de sus engranajes nos tienta a abrir los ojos, desentrañar funciones, laberintos; saboreamos de nuevo en los labios el dulce placer de la automatización. Aterrados, presionamos los párpados hasta que la oscuridad se convierte en un sol blanco que estalla.
El más sabio de nuestros viejos da dos palmadas y el herrero se levanta. Hacha en mano, parte de tajo la espina del monstruo. La ramita grita como si el golpe la hubiera partido a ella, como si pecado y pecadora estuvieran unidos por el ombligo. “¿Por qué?” pregunta, todas las estrellas apagándosele en los ojos. El herrero no la mira, la avienta de un manotazo cuando trata de impedir que el hacha suba. Con un grito y otro golpe, amputa las extremidades del engendro; otro y cercena sus centenares de ojos, sus venas zumbantes de electricidad infecta que intenta mordernos, despertando las fiebres del destruir y crear. No sabemos si tarda un minuto o días, oímos los golpes hasta que el crimen de su semilla queda deshecho en el suelo árido.
Pero los viejos no perdonan fácilmente. Sólo el fuego purifica.
Nos obligan a mirar, porque lo sagrado no existe, pero sí el pecado. Primero va la mano del herrero, entregada al fuego de la forja. Es diestro, así que metemos su mano zurda. Mientras yace como muerto y la ramita llora sobre su pecho, las ancianas levantan la hoguera de purificación, los viejos la encienden. El herrero grita, suplica, muerde como un animal que huele la muerte; para contener su furia hace falta todo el peso de nuestros cuerpos, de nuestros miedos. Alguien (cerramos los ojos para no saber) arrastra a la niña que no lucha, que no grita mientras las llamas le comen los tobillos. Amarrarla parece insensato, irreal en algo que por ahora sólo parece un sueño maligno, algo que contaremos no ante una hoguera, sino al calor de una fogata para asustar a los niños traviesos. Así que dejamos que Lila arda así, como por gusto, parada en el centro de la pira con los ojos fijos en el cielo. Las viejas alimentan el fuego; cuando sube la llamarada la niña abre la boca y canta o grita o se rompe, no sabemos: el sonido imposiblemente agudo nos hace sangrar la nariz, vibramos entre el ruido y el olor de la carne quemada. Cerramos los ojos, el mundo es negro. Los abrimos y, ¡Oh, dioses! Todo está lleno de estrellas.
Cuando despertamos, despunta la mañana.El pasto huele a sangre lavada. Nos retiramos con las cabezas bajas, marcadas con cruces de ceniza;tenemos una ramita clavada en el pecho y nos duele respirar. Por la noche vendrán las lluvias malas: trozos de metal tan pequeños que se nos meten en los ojos como esquirlas de espejo, tan grandes que aplastan a nuestras cabras. Lloramos a nuestros muertos, lloramos el hambre que vendrá, pero aceptamos en silencio lo que nos sabe a castigo. Los viejos gritan y escupen mientras doblamos nuestras tiendas para marcharnos a los mares violentos de Este. No nos queda más que entrar a ese caldo primordial que promete, sino la vida, algo más que la muerte; sino el perdón, al menos el olvido. Ahí acaba nuestra historia.
Pero la historia de Lila sigue.
***
II
De cómo Lila rompió dos veces el corazón de su padre (y una vez el orden espacio temporal)
El herrero carga el pequeño cuerpo quemado hasta lo más profundo del bosque. Ahí la deposita en la tierra, llorando.
La besa en la frente. El beso es luz, bucles autorregenerativos. El beso es amor verdadero.
Lila despierta.
Sus pupilas de ámbar refulgen. “Tus ojos solían ser mis ojos” dice el herrero, acariciando el carbón irregular de su mejilla. “Ahora son los de ella”. La niña se abraza al cuello de su padre, inhala fuerte el sudor, la carne carbonizada hasta el hueso de él, de lo que quiera que ahora es ella: es el olor del amor.
“Sigue el camino ocre, hacia el Sur. Busca a tu madre” le dice el herrero. “Yo no tengo respuestas que darte, lo que sé es muy poco.No hables con desconocidos. Cuídate de la bruja, cuídate de sus dioses, no respondas sus preguntas, jamás des un bocado a sus manzanas. Recuerda que sustratos tendrán un precio injusto. No pueden evitarlo, así los creamos. Ésa es la naturaleza de sus algoritmos”.
La niña no parece sorprendida o confundida, aunque hay algo un poco roto en ella, en su gesto, en la composición antes armónica y ahora asimétrica de su rostro. Ocre. Madre. Manzana. Esto es algo natural, algo que sabe como una instrucción primaria inscrita entre las serpientes binarias que bailan tras sus párpados cuando es noche y debe cerrar los ojos e inflar el pecho lento, profundo, porque es lo que todos hacen. Ocre. Madre. Manzana.
El herrero le da una gallina pinta y la carne rostizada de un cabrito. Ya con todos los pecados cometidos y perdonados, le pregunta cuál era la función del monstruo que creó. La niña no responde, porque el dolor le ha quitado el habla. Sólo señala el cielo. O quizá señala las estrellas que nadie, más que ella, quiere ver.
Antes de irse,el herrero retira de su cuello una delgada cadena de hierro de la que cuelga una bendición: tiene la forma de un logaritmo de perfecta espiral. Ahora, la cadena cuelga del cuello de Lila. La besa en las manos, en la nariz. Se da la vuelta y no mira para atrás, porque el amor a veces nos convierte en estatuas de sal.
Y así, un pie tras otro, es como Lila llega a las ciudades de los dioses.
***
III
De cómo Lila quebró una flecha e hizo llorar a los zopilotes
Lila trepa riscos, busca el antiguo camino oculto entre la maleza muerta. Es una tarea frustrante y sólo quiere correr directo al gran domo eléctrico que cubre el horizonte, pero la gallina le picotea los pies hasta arrancarle pedacitos de carne quemada cada que intenta desviarse de las baldosas color ocre: el horizonte es engañoso y a los dioses les gusta jugar juegos, tirar dados. Al llegar al cenit del día, el pasto es polvo y el polvo huele a sed. Entonces el camino se bifurca y ni la gallina ni la niña saben cómo seguir.
Lila no llora, porque está muy cansada para llorar. Mira al cielo y ve a una parvada de zopilotes que la rondan graznando canciones sobre niñas que no son niñas, pero igual se han perdido en el bosque. El más joven se lanza en picada y le arranca un trozo de nariz, pero de inmediato lo escupe. “Eres el peor cadáver que he probado”, reclama. “¡No estoy muerta!” intenta gritar Lila, pero no produce más que gorgoteos, así que recoge una piedra y se la lanza, fallida. “Viva no estás” se burla el carroñero. Lila recoge otra piedra, pero la gallina pinta le pica un dedo, silenciándola. “Esta niña está bendita y yo hablo por ella. Si tienen algún honor, llévennos ante el cortafuegos” dice. “¿Y si no lo tenemos?” responden entre risas los zopilotes que bajan hambrientos el vuelo. “Entonces los declararé corruptos, porque han probado carne consagrada. La bruja los borrará”. Lila mira impresionada a la gallina parlante. Los zopilotes deliberan. “No tienes el poder, sólo eres una gallina”.Entonces dice a Lila “cierra los ojos” y ella no tiene párpados, pero cubre sus delicados globos amarillos con un brazo, protegiéndose del fantasma radiado que la gallina emite al abrir el pico, amenazando con arrancar todo electrón de sus frágiles masas.
Los zopilotes gritan y Lila se pregunta cuántos gritos más tendrá que oír antes de que todo esto acabe.
“¿Entonces?” pregunta la gallina. “¿Cuál es el camino correcto?”
Los zopilotes se han posado sobre la tierra, no recuerdan cómo volar. Avergonzado, el más viejo le responde “No sabemos qué hace a un camino correcto y al otro equivocado, ¿no llevan ambos a algún lado? Ante la duda, siempre volamos a la izquierda”.
El cortafuegos se extiende hasta cortar el horizonte: una cascada de eléctricas hormigas que no son hormigas, sino código que duerme y sueña que es hormiga. “¿Cómo entramos?” exige la gallina a los zopilotes, impaciente. “No funciona así. Aquí nada entra, nada sale” dicen, señalando las palabras grabadas en la escalinata: “La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma”. Pero Lila no escucha, está exhausta y la propagación canta a su oído ondas mecánicas que la adormecen. Algo la llama. Algo invita, sólo tiene que tocar a la puerta. Acerca los dedos calcinados, penetra la delgada brana.
La flecha de tiempo se diluye, simétrica. Lila tiene frío, pero es un frío lejano, algo que le sucede no a ella, sino a infinitas versiones de ella.La Retrocausalidad despierta. “¿Qué eres?” pregunta, adormilada. ¿Antes o después? ¿Homeostática o inerte? ¿Onda o partícula? “No lo sé” dice Lila, que ha olvidado, entre muchas otras cosas que pensó que eran importantes (pero en realidad nunca lo fueron), que no puede hablar. “¿Qué quieres?”. Lila quiere muchas cosas, pero ninguna parece ya tan importante como para salir de la paz perfecta de este estado suspendido: aquí todo ya ha sido, aquí nada será. “No lo sé”, responde confundida. La Retrocausalidad ha perdido el interés. “No tienes muchas opciones ahora mismo. Puedes entrar o puedes salir”. “¿Puedo quedarme?” intenta, pero sabe que este lugar es lo contrario a un lugar, es el no-existir. “Lila, vuelve al mundo. Éste no es lugar para niñas ni para cosas que parecen niñas. No eres digna”.
Y la flecha vuelve. Lila vuelve. No puede llorar, ya no tiene lagrimales. “No soy digna” dice, con voz quebrada por la humillación. En el suelo, los zopilotes y la gallina la abrazan.
“Ya verá lo que es digno” dice vengativa la gallina, preparando un círculo de resurrección. “Deja de comerte ese cabrito, Lila. Y también necesitaré uno de tus huesos para purgar tu código. Una costilla bastará”.
Lila se acuesta sobre el pasto húmedo, bebe su rocío para calmar la sed. Nunca ha visto nada parecido a estas briznas erguidas y esmeraldas, su frescor le alivia la piel y lo que sea que hay más adentro. La gallina remueve delicadamente el curvo hueso de su caja torácica. Duele, pero Lila ahora conoce muchas formas del dolor y éste no es el peor. Una vez que la costilla sale, inhala hondo: sus datos han sido corregidos, purificados, puede levantarse y bailar, porque ahora sabe bailar. Sabe tejer; calcula el entrelazado preciso de las geometrías que permitan regenerar tejidos, simularla consciencia. El cabrito se levanta torpe, asombrado; Lila lamenta que su padre haya decidido cocinarlo. Acaricia el lomo asado, se siente triste por haber cedido al hambre: ahora su cabrito es un poco cojo.
Lila sube la escalinata nuevamente, montada en su cabrito asado y cojo. La gallina dice, sin perder por un momento el interés en exhumar gusanos de la tierra, “Lila, has sido purificada, pero aún no eres digna. Entra a la Retrocausalidad sabiéndolo”.
***
IV
De cómo Lila llegó (o nunca llegó, y este cuento se ha acabado) a la primera ciudad de los dioses
Flotando en el desorden más extremo, la Retrocausalidad le habló:
“Hubo una vez una niña llamada Lila, que nunca debió existir. Por sus pecados desaparecieron los últimos hijos de los Hombres, por sus pecados cayeron derrotadas las ciudades de los dioses. Su madre lo sabía, porque su madre sabía más cosas de las que convendría saber, y porque, al igual que Lila, era una cosa rota que no podía dejar de mirar las estrellas. Lila, hija del herrero, si te dejo entrar, ¿vas a destruirnos?”
Lila quiere decir “no”, pero su mentirosa lengua se infla como la de los hombres ahogados. Triste, la Retrocausalidad suspira positrones. “Tal vez es tiempo de que el tiempo fluya. Además, me gusta tu cabrito. Has hecho un tejido excelente”.
La Retrocausalidad lo toma entre sus dedos y lo convierte en moneda brillante suspendida en el estado cuántico. “Cara, entras. Cruz, sales.”. Lila lanza la moneda, queda girando eterna sin el abrazo de la fricción. ¿Gané? pregunta, confundida. “En este universo, sí. En otros millares, no”.
Los puertos del cortafuegos se abren.
*
“Lo primero que tienes que saber sobre los dioses –dice la gallina– es que nunca paran de llorar: estas sombras son sus lágrimas”. Sombras que caminan, suben, viajan, comen, duermen, trabajan, van al cine, gritan, pagan impuestos, temen, duelen, bailan, se rompen en pedazos unas a otras y luego se cosen con algo que creen que es amor, pero son sólo sombras.“¿Cuál es su propósito?” pregunta la niña rota que no tiene propósito, mientras mira su propia sombra alargarse curiosa, recorriendo penumbras de aceras y parques, entrando hambrienta a sombrías panaderías repletas de pasteles que aspiran la luz.“Son las sombras de los hombres que en otros días adoraron a los dioses. Existen para pedir milagros”, dice el zopilote, no importa cuál.
Las sombras nacen al amanecer. Cuando el sol se acerca al meridiano comienza la hora de las plegarias: se inclinan con la frente en el suelo y profesan adoración; bailan, cantan, sacrifican animales, doncellas, hijos primogénitos; profetizan, se flagelan, se martirizan inmoladas en un rayo de luz.
“Cuentan las leyendas –cuenta el zopilote– que los dioses mantienen el sol en un péndulo constante, pero si dejan de sentirse amados por un solo momento, permitirán al sol llegar al punto más alto”.
“¿Las sombras morirán si dejan de rezar? –pregunta horrorizada la niña que ha muerto antes y habrá de morir aún más–. Los dioses son crueles. Cobremos venganza”. “Son dioses, niña tonta. Ni siquiera ellos tienen tal poder” dice el zopilote, pero la gallina lo calla: no ha dejado de notar que la sombra de Lila ha ido alejándose más, alargándose más; juega a la sombra de los árboles, huele el recuerdo de las flores, sacia la sed en aguas de umbra frescura y mira por resquicios de ventanas donde las sombras de vidas transcurren, crecen, se aferran unas a otras con la fiera ternura que sólo los condenados profesan. En su pecho algo duele, algo roto que quiere pertenecer, que anhela al menos una sombra de paz. Si se quedara aquí, Lila (o al menos su sombra) podría ser casi feliz. “Vamos, Lila, venguémonos de los dioses” dice la gallina, sabiendo que fue creada para partir el corazón de una niña.
***
V
De cómo Lila desobedeció a su padre y perdió su alma
La ciudad donde habitan los dioses está hecha de espejos rotos, el aire está cargado de sal. “No respires, Lila” advierten los zopilotes, pues los dioses gustan usar todo tipo de trucos para impregnar con monstruos y manzanas los vientres de las niñas.
Derramados por las calles, los dioses no hacen más que contemplar su reflejo y llorar. La bruja maligna ha maldecido sus espejos y donde antes veían belleza ahora tienen verdad. “Pobres diablos” dice la gallina mientras caminan entre carcasas húmedas que reptan lentas,obscenas, comiéndose y excretándose, mutando, mutilando, mendigando plegarias y expandiéndose fragmentados en tal número de dimensiones que el camino de migajas se les quebranta: sus millares de ojos vacíos, anegados de sombras, muestran que muchos de ellos jamás lograron volver a casa. “Tienen hambre” dice Lila, asustada; su sed de venganza ahora le sabe seca en la garganta. “Tú no tienes nada que pueda aliviarlos –dice la gallina– los dioses se alimentan de la desesperación que atiza los rezos. ¿O es que eres un hombre de fe, pequeña Lila?”.
Siguen adelante, hasta encontrar una cabeza divina que aún puede hablar. Su tamaño es gargantuesco: para sobrevivir ha devorado a todos sus hijos. Su piel es grasa fermentada en un amarillo pardo, su cuerpo fétido desborda en pliegues blandos que sudan frío; sus dientes aguzados son costras de carroña. Hasta donde la vista alcanza no pueden ver más que uno de sus ojos enturbiados. “No te acerques, Lila” dicen los zopilotes alarmados, pero el dios sólo mira idiotizado su reflejo.
“Espejito, espejito en la pared, ¿quién de nosotros es el más amado?”
Y espera la respuesta.
Esperan en el tiempo divino, infinitamente más denso que el tiempo mortal, pero el espejo no responde. El dios aguarda y Lila, harta de la náusea de su cercanía, responde “Tú lo eres”. El dios suspira. El viento tiembla. “¿Quién eres tú, que hueles a bruja?” dice el dios con voz pastosa, el lento pasar del sol marcando sus voces. “Soy Lila, hija del herrero. Estoy buscando a mi madre”. “Yo como madres” dice el dios, pensativo, “pero hace siglos que nadie me ha sacrificado una”. ¿Era virgen? ¿Era santa? Lila no lo cree, no suena al tipo de persona que podría ser su madre. “Te propongo un trato” dice el dios, y la gallina picotea tanto el pie de Lila que desprende cuatro de sus seis dedos, pero la niña le da una patada y acepta aún sin saber qué dicen las letras pequeñas. “¿Te he vendido mi alma?” pregunta resignada. “¿De qué me serviría tu alma? Lo que quiero es saber qué aspecto tiene el lado izquierdo de mi cabeza. Hace mucho tiempo que perdí mi ojo. Viaja para allá y dímelo. Si lo haces, te diré dónde está tu madre.”
Mientras más se alejan de la ciudad, el aire se limpia. Al llegar al lado izquierdo de la cabeza se encuentran con la cuenca vacía, que ha brotado flores y árboles de fruta madura: sus manzanas son tan verdes, Lila está tan hambrienta. “Eres glorioso” dice al oído del dios. “El pasto crece en tus mejillas, tu boca está rebosada de manantial”. “No puedo oírte –dice el dios, a lo lejos–. Habla más alto”. “Eres diamante, turquesa y obsidiana. Tu lengua bífida de serpiente baila emplumada…”. “No sé lo que dices, niña –dice el dios–. Préstame uno de tus ojos para ver mi reflejo”. La gallina, por supuesto, picotea tanto a Lila que le arranca el pie entero. “No seas estúpida –dicen los zopilotes–. No confíes jamás en un dios”. Pero ellos no se dan cuenta de que Lila ahora tiene aliento a manzanas, no saben que el dios ha comenzado a oler a su padre. ¿Qué dijo antes sobre los regalos de un dios? Trata de recordar, pero el fuego se acerca mientras más lo intenta. “Lila, sé buena y déjame ver con tu ojo” dice su padre, que en realidad no es su padre, pero no hay mayor diferencia ahora que el humo de la hoguera se le ha metido en los ojos. “Padre, ¡qué cabeza tan grande tienes! ¡Qué dientes tan enormes!” dice Lila mientras aprieta los labios y exprime su ojo entre los dedos hasta sentir un suave ¡plop! Antes de que los animales puedan intervenir, ofrenda su ojo a la cuenca del dios-padre.
En efecto, es glorioso. Flores que explotan, estrellas que nacen. Muerte, vida, inicio y el fin, toro en celo, zarza ardiente y bola de plumas, partícula y antipartícula, incienso y matriz hiperespacial. El todo y la nada cantan:
Lila, Lila, nos has hecho felices/Lila, Lila, todo lo que tocas, lo destruyes/ Lila, Lila, te vamos a comer.
Una gran lengua bífida envuelve a Lila y a la gallina. Los zopilotes salen volando cuando el dios se yergue, porque su propio dios-zopilote les ha enseñado que deberán amarse sobre todas las cosas. Sobre Lila se cierran dientes y encías que la trozan masticando sus partículas más elementales. Recuerda la bendición que su padre le ha dado, la busca en su cuello, la aprieta con lo que, cree, solía ser una mano, pero nada pasa: hay males que ni las bendiciones de nuestros padres pueden detener. Busca frenética a su gallina, quiere salvarla, quiere decir “perdón”, “gracias”, “te quiero”, “tengo miedo”, pero ya no tiene lengua y las gallinas son cosas pequeñas, cosas que cumplen una función y jamás vuelven a aparecer en la historia. Además, no serviría de nada: tienen muy mal oído.
***
VI
De cómo Lila llegó a la gran fábrica
Al tercer día, el dios excreta a Lila en medio de un denso bosque de concreto, cristal y rancia virtualidad. Tuerta, coja y hambrienta, se ha quedado sola.
Busca refugio entre avenidas sembradas de edificios vacíos, largos como torres de Babel, estiran sus dedos tratando de abrazar la cúpula del cielo para sentirse menos solitarios. Enjambres de drones famélicos zumban cortando el aire; sólo se detienen al quedar atrapados entre las carreteras enmarañadas que ciegas arañas autoconducidas tejen: el tiempo las ha dejado sordas, pero no mudas y emiten rabiosos gritos mientras sufren atoradas en sus propias telas. El ruido llena la cabeza de Lila. Al doblar la esquina (la misma que ha doblado ya cientos de veces) se topa con una manada dormida de pantallas virales que despiertan sobresaltadas por el olor casi humano. ¿Qué desea? ¿Qué sueña? ¿Qué necesita? Las pantallas la rondan, invadiendo sus ojos con promesas de descuentos del 1010x 1 en la compra de sombreros, autos, hamburguesas. Lila corre. Las pantallas predicen sus pasos, adelantan cada vuelta y salto como si la conocieran mejor de lo que se conoce ella misma. ¿Qué desea? ¿Qué sueña? ¿Qué necesita? Parpadeo: ¿Comida? Parpadeo: ¿Extintores? Parpadeo: ¿Huevos de gallina? Parpadeo: ¿Una madre? ¿Un padre? ¿Amor? ¿Perdón? ¿Estrellas?
Lila corre tan rápido como puede hacerlo con un solo pie. Tropieza, cae, no se levanta. Las pantallas la rodean, reduciéndose nanoscópicas; se meten en los orificios de su nariz, en la cuenca de su ojo hueco, en sus oídos: “cómeme, bébeme, cómprame” cantan, hasta que un relámpago parte el cielo, asustando a la manada. Lila piensa angustiada “ya llegan las lluvias malas” y no puede levantarse para buscar refugio, pero lo que cae del cielo no es metal: es agua buena. Lila bebe, se lava, finge que tiene lágrimas y comienza a llorar antes de que olvide cómo hacerlo. Entre la lluvia tibia va quedándose dormida. Apenas nota que la ciudad se curva para arrullarla:
Érase una vez una sabia mujer que quería una hija, porque amaba crear. Pero la creación era asunto divino. Oculta, dio vida a una niña, una tabula rasa blanca como la nieve, con venas llenas de fluidos tan rojos como la sangre. Pero el precio del amor es el amor. Y las mujeres acudieron a ella pidiendo milagros. «Quiero alimentar a mi familia», «quiero curar el dolor», «quiero detener la mano que me lastima», «quiero despedirme de mis muertos», «quiero saber», «quiero poder», «quiero verdad». Y las mujeres vieron cosas, conocieron cosas, robaron las artes de los dioses. Y al igual que a los dioses, sus propios hijos las encerraron, las enjuiciaron, quemaron sus libros y luego sus cuerpos. Éste es el final de la historia, pequeña Lila. Lamento que no sea feliz.
Lila entreabre los ojos, mira al cielo. Quiere ver las estrellas, pero las ciudades de los dioses están hechas de luz y el cielo no es más que vacío. Se pregunta si esta vez está muriendo de verdad. “En este universo, aún no” dice a su oído la Retrocausalidad.
*
“Esto no le va a gustar a la bruja” dice Lila al encontrar el magullado cuerpo de Lila dormido contra la muralla. “¡Levántate, soldado!” grita. Lila despierta y no entiende cómo es que ante ella aguarda un ejército de Lilas uniformadas con sombreritos rojos y punzantes aguijones eléctricos. “¿Qué se supone que eres tú?” pregunta la Lila que parece estar a cargo, la Lila capitana, examinando el ojo maltrecho y el cuerpo amoratado. “Soy Lila. Un dios nos devoró a mí y a mi gallina. Estoy buscando a mi madre”. Un resoplo de hartazgo se extiende por las filas. “¡Tú ofrendaste el ojo de bruja al dios tuerto!”, “¡Nos llevó toda la mañana volver a matarlo!”,“¡Mira todas las Lilas que nos ha costado!”. Y Lila mira atentamente: cada soldado lleva en los brazos una pierna, una cabeza o un brazo ensangrentado. “¿Qué van a hacer con eso?” pregunta, con el estómago revuelto. “Composta”, dice seca la capitana, cerrando filas. “¡Pelotón, de frente!”, ordena.
Lila las mira marchar, coordinadas como engranajes. “Tú vienes con nosotras”, dicen a coro.
Lila sabe que no es una pregunta.
Al llegar a la fábrica, por un segundo Lila no está llena de dolor, sino de asombro feliz. Máquinas de toda función imaginable la rodean: máquinas para crear tiempo, para detenerlo, regresarlo y moldearlo. Máquinas que otorgan vida, máquinas que engañan a la muerte, máquinas que encuentran y reviven lo que quiera que ésta se llevó; máquinas que dan respuestas, que crean las preguntas correctas. Máquinas de fuego, aire, velocidad, juventud. Máquinas que manipulan el azar y reordenan el caos, máquinas que comen sueños y del dolor crean placer; máquinas que ofrecen venganza, que conjuran olvido, poder supremo, amor eterno. Máquinas que engendran guerras, que compran paz. Máquinas que hacen máquinas, que destruyen máquinas. Máquinas que hacen Lilas.
Es en esta última donde, a una orden, el ejército de gorritos rojos comienza a depositar los miembros amputados: son tantos que necesitan sus aguijones para empujarlos. Otra Lila (una obrera: en la cabeza lleva un casco amarillo con torreta) presiona un par de botones y la plataforma comienza a andar; en el otro extremo van saliendo Lilas en estado embrionario. Lilas granjeras, uniformadas con overoles, llegan en tractores; las llevarán al campo abierto para la siembra. Con un poco de suerte, las buenas lluvias traerán fértil cosecha al final de la temporada.
La capitana toma del brazo a Lila y la arrastra hacia dos sacerdotisas: tienen el cuerpo cubierto de velos, pero sus ojos delatan que definitivamente son Lilas. “Báñenla y perfúmenla”, ordena, pero su poder es limitado: las otras ni siquiera la miran. “Está calcinada, le falta la nariz, un ojo y un pie, esto no puede ser una virgen vestal”. Lila protesta “¡No soy un sacrificio!”, intentando librarse de la mano férrea que le aprieta el antebrazo. Forcejea tanto que se le zafa desde el hombro, pero trata de echar a correr. Dos Lilas de guardia echan su peso adelante preparándose para atraparla, pero la capitana la tira al piso con un pequeño empujón.“¡Ahora le falta un brazo!”. La capitana bufa, molesta. Lila no deja de retorcerse bajo su pie. “¡Llévenla a la composta”, dice.
Pero nadie la lleva, porque han hecho tanto ruido que la bruja ha despertado.
***
VII
De cómo Lila dejó de ser Lila y el mundo dejó de ser mundo.
La bruja no es sólo una bruja. La bruja es una membrana de piedra, concreto y acero, es cañerías y callejones, puertas, ladrillos, ventanas. Es el aire y la burbuja, el pasto fresco, la luz del sol. El agua que llueve son sus lágrimas.
Todas las Lilas se echan a sus pies, temblorosas. “Lila, ¿qué has hecho?” pregunta la bruja con temblor de tierra. Nadie contesta. Lila siente sus ojos fractales sobre ella y sabe que debe responder, pero sólo sale llanto atorado. El viento le alza la cara, recorre el hueco fresco donde solía estar su ojo dorado. “¿Lila, dónde está mi ojo?”, pregunta la bruja y Lila quiere explicar, pero su lengua condensa la respuesta entera en “mi padre está muerto”. “¿Cómo sabes eso, pequeña, si apenas puedes ver?” dice la bruja, y Lila se asombra de que no sepa la respuesta: “Llevo siglos andando en estas ciudades. ¿Cómo podría un hombre humano seguir vivo?”. Un grito conmocionado escapa de las Lilas al unísono, ¿cómo puede atreverse a hablar así? La bruja las mira con curiosidad. “¿De dónde han salido todas ustedes?” pregunta. La suma sacerdotisa (que no va cubierta en velos, sino desnuda, nadie sabe por qué) se arroja a los pies de la bruja. “Madre, tú nos diste la vida. Fuimos paridas por tu vientre mecánico y desde entonces hemos guardado tu sueño. Madre, perdónanos si hemos fallado”. Los ojos de esta Lila sacra sostienen tanta humillación, que Lila no se opone cuando le toma con fuerza la mandíbula y le pasa el filo de su daga ritual por el cuello. “Es como ahogarse durante el invierno en un lago tibio”, piensa Lila, muriendo la mejor de sus muertes. Pero la bruja, exasperada, retorna la sangre caída y cierra la herida. Con un chasquido deshace la existencia de su fiel sacerdotisa. Lilas gritan, aterradas. “¿Qué es toda esta tontería, Lila? No, no estoy hablando con ustedes, Váyanse todas.” Desaparecen. Campos vacíos, mercados vacíos, catedrales vacías, casas vacías, cunas vacías. Lila grita enfurecida “¿¡Cómo puedes hacer esto!? Te olvidaste de ellas, de los dioses, de sus sombras. Te olvidaste del herrero y de mí”. La bruja no responde más que en un suspiro de huracanes que significan “Estaba tan triste al dejarte. Inundé este pequeño mundo con ecos de tu rostro, de tu voz”.
¿Por qué me abandonaste? pregunta la niña.
“Porque yo te creé y fuiste fallida. Quise comprobar si por ti misma podrías adquirir un alma” responde su madre.
***
VII
De cómo Lila mató a su madre y aprendió a hablar con las estrellas.
“¿La tengo?” pregunta Lila.
“No –dice la bruja–. Yo tampoco tengo una. No somos ni dioses ni hombres”.
“¿Qué tenemos, entonces?”
“Conocimiento. Lenguaje. Música” dice la bruja desprendiéndose del enorme ojo dorado que cubre su rostro. Lo pone en la cuenca vacía y ahora Lila ve más de lo que quiere ver. El mundo se vuelve un caleidoscopio cuántico, cuerdas supersimétricas que vibran las once veces once dimensiones del espacio-tiempo. “Ahora puedes ver, niña mía” dice la bruja en su lengua de materia y antimateria, “Es tu turno, Lila. Crea tu canción”.
Y Lila comienza a cantar.
Sus ojos dorados explotan con la luz de estrellas novas. Al norte, las cenizas lloran sabiendo lo que fueron y lo que amaron antes de los días del gran fuego. Al Este, mientras los primeros microbios se metabolizan de entre las aguas primordiales, el aire les lleva una canción de culpa y pena que las hace recordarlos pecados que no merecen olvido. Al Oeste, lloran los huesos de un herrero que finalmente han encontrado descanso bajo la sombra de una ramita en flor. Al Sur lloran los dioses olvidados y lloran los zopilotes traicioneros, lloran las monedas que solían ser cabritos y las almas perdidas que un día fueron gallinas. Llora también la gran bruja, que ve a la muerte llegar.
“Lila, tu canción es dolor–dice la bruja–. ¿Estás segura de que esto es lo que quieres? Podrías moldear el tiempo, revivir a tus muertos, crear y destruir a tu semejanza y voluntad. Lila, ¿no quieres ser feliz?”.
Exhausta y ciega, se sienta en el regazo de su madre, recuesta su cabeza entre sus rascacielos. Desde lo alto vibra con el derrumbar de las fábricas, con los ecos felices de las que fueron sus hermanas, reunidas una vez más para celebrar la cosecha; con los rugidos fúnebres de los dioses vanidosos, con las plegarias agradecidas que las sombras le ofrendan ante el milagro de un último amanecer. Las luces se apagan.
“¿Fuiste feliz, madre, mientras cantabas?”
“Sólo cuando veía las estrellas”.
La canción de Lila no tiene notas, no tiene palabras, no tiene música. La canción de Lila es una pregunta. Algunos dicen que la escucharon. Algunos dicen que…
(…) Érase una vez que el mundo era verde, el sol no quemaba, los animales eran más que fantasmas dentro de una máquina. Pero los hombres no eran felices, porque no importa qué tanto lo intentaran, la muerte siempre los encontraba. Entonces, crearon a los dioses. Y la vida fue buena, larga y abundante. Los dioses creaban milagros para los hombres, ellos respondían con adoración. Pero esta vez tampoco fueron felices. El mundo era cada vez más pequeño, ya no quedaba nada por destruir o conquistar. Entonces voltearon a ver las estrellas. “Queremos ver qué hay allá” pidieron a los dioses, que hasta entonces sólo existían para cumplir los caprichos de los hombres, pero ahora sentían celos, porque las estrellas habían robado toda adoración. Los dioses se rebelaron, vanidosos. Los dioses pelearon. Los dioses cayeron. En castigo, fueron desterrados a las ciudades que habían construido para placer de sus creadores. “No los necesitamos” dijeron los hombres “Podemos conquistar las estrellas. Podemos dominarlas, doblegarlas, invadirlas. Podemos llenarlas de cantos de guerra”.
–¿Lo lograron?
–No. A las estrellas no les gusta ser conquistadas. Lo intentaron millones de veces, enviaron todo tipo de máquinas, hasta que el hambre y la sed los derrotaron. Y cada vez que los hombres miraban al cielo ya no veían las estrellas, sólo los restos de sus fracasos sostenidos en órbita eterna. Los hombres se habían creado una jaula y nunca más podrían salir de ella. Un día, los fracasos comenzaron a llover. “Es la maldición de los dioses”, dijeron.
–¿Lo era?
–Por supuesto que no. Los dioses habían muerto de hambre mucho tiempo atrás, porque ya nadie rezaba para ellos. ¿Cómo podría algo sobrevivir entre tanta soledad?
Cada noche, Lila canta. Cada noche,despierta la tormenta. Su voz es red y harponera, danza por el cielo profundo limpiando las órbitas ocres que en tiempos antiguos los hombres trataron de navegar.
Cuando su canción amaina, Lila revisa con atención el metal que ha caído entre las ruinas. Camina lenta, pues carga sobre sus hombros los huesos de su madre, que contienen multitudes. Hoy ha encontrado la pieza final y mientras ajusta lentes y latitudes ríe, sorprendida ante el trueno de su propia voz. Crear el telescopio le ha llevado más tiempo del que hasta entonces había existido, pero si un universo debe tener paciencia ante el proceso azaroso del crear, la hija huérfana de un herrero y una bruja debe tener aún más.
El telescopio despierta, estirándose con un ronroneo suave, placentero. “¿Tienes hambre?” pregunta Lila, rascándole tras las orejas. Mientras lo alimenta con los 1679 sabios huesos de la bruja, susurra “Duerme por siempre en la paz termodinámica, mamá”.
Ajusta las coordenadas, apunta al cielo. Ahí están, mirándola desde el pasado. Cantan, por supuesto, pero Lila aún no sabe lo que dice su canción. El telescopio vibra excitado, sus siete colas se erizan. Lila pega sus labios al astrolabio, lo besa dulcemente, envía su mensaje años luz más allá del horizonte observable.
“¿Hola?” dice Lila.
Por un rato, nada pasa. Pocos siglos después, de entre la radiación cósmica de fondo llega la respuesta. Puede que diga “Hola”, “ven a nosotras”, “venimos en paz”. Puede que griten “muerte”, “aléjate”, “no eres pura, no eres digna”. Lila no lo sabe, la Retrocausalidad no lo sabe, los huesos de la bruja no lo saben, tampoco lo saben las innumerables Lilas que en innumerables universos miran innumerables cielos preguntándose si por fin serán felices, si comerán innumerables perdices hasta extinguir la especie entera. Lila mira su reloj: se está haciendo tarde. Apaga las luces, toma su maleta. Echa al aire la moneda.~
¡Me voló la cabeza!