Rojo rabioso
Un cuento de Manuela della Fontana
LO FÁCIL HUBIERA sido no hacerlo, continuar la farsa, olvidar esta culpabilidad mía, pero no puedo. Su cara de asombro continúa grabada en mi cabeza. Lo veo rodeado de gente, invitados venidos de lejos, familiares a quienes apenas recuerdo de un par de encuentros. Nunca estuvo tan guapo, el chaqué traído de la mejor sastrería de Logroño, un capricho más de los muchos tantos, y esa obsesión por convertir en únicos cada instante, el mejor banquete de boda, un viaje inolvidable y la mejor mujercita: yo.
Sí, desde el principio no fui sino eso; su mujercita, una coma mal colocada en una historia por escribir, alguien de quien presumir ante sus amigos. No vistas en tonos oscuros, sabes que no me gusta. En casa, mejor con poca ropa. No te pintes los labios de rojo rabioso. Fíjate en mi madre… Y yo sucumbía. Una vez y otra y cien veces lo hubiera hecho si así hubiera conseguido cambiar en algo las cosas, olvidar este pudor que me envuelve como un abrigo siete tallas más grande y del que no puedo despojarme ni siquiera ahora cuando ya nada me importa.
Le veo frente al altar ante la mirada atenta de su madre, una mujer dispuesta al disfrute, una verdadera dama. Irritante a veces en su perfección. Ni siquiera siento el brazo firme de mi padre mientras enfilamos el pasillo de la iglesia; no siento nada. Solo unas tremendas ganas de salir corriendo, y de gritar hasta quedarme sin voz.
Nadie entendió como alguien como yo, a mis años, pudo encontrar refugio en ese hombre, mucho más joven, hasta desatender los consejos de mi familia, pero lo hice. Un buen día, tras varios meses de encuentros y desencuentros en un chat literario de medianoche, en el que se hablaba de todo menos de literatura, yo, sin oficio ni beneficio, arrastraba mi maleta hasta su casa, dejando mi ciudad y me instalaba en su ático perfecto.
Olvídate de trabajar, me repitió mientras tumbados en su cama hacíamos planes sobre aquella boda. Te quiero vaga, perezosa, tumbada en el sofá. Aquella noche, mientras la luna clareaba en la pared, decidí dedicarme a quererle. No fue difícil al principio, la diferencia de edad añadía morbo a nuestra historia y no hacer nada, tan solo escribir, me mantenía entretenida las mañanas en las que él trabajaba en el instituto. A su regreso, le recibía ligera de ropa y tras un montón de besos atropellados, salíamos a comer el menú del día de un restaurante a pocas manzanas de su casa mientras sus alumnos se colaban insolentes en nuestras conversaciones. Me hablaba de literatura: García Lorca, Machado…y yo, sin escucharle, contaba los segundos para volver a esa habitación de paredes azules y libros amontonados.
Su madre, tan importante para él, nos visitaba a menudo. Nunca comprendí hasta qué punto, su presencia perturbaba la tranquilidad en que se habían convertido nuestras vidas. Esa madre cuyos retratos como nidos de pájaros adornaban las paredes del salón. La primera vez que la vi, me llamaron la atención sus ojos, brillantes y tan oscuros, tan parecidos a los de su hijo, que contrastaba con su pelo rubio ceniza y su perfume tan perturbador y tan caro.
Sentados los tres en el sofá, con los pies descalzos, parecíamos la imagen provinciana de una película de Goddard. Las bromas de madre e hijo que a menudo no entendía, y que yo me empeñaba en hacer mías aún a costa de no encontrarles la gracia, no hacían sino reforzar esa complicidad que yo envidiaba. Cuando por fin nos quedábamos solos, su ausencia volvía a enredarse, en cada intento mío por llenar ese vacío, por parecerme a ella, atendiendo sus recomendaciones, el mismo peluquero, sus vaqueros, incluso repetía sus chistes, como si así a fuerza de anular mi personalidad fuera a conseguir olvidar mis muchas inseguridades y ocupar un lugar destacado en su vida.
Una noche me lo pidió. ¿Y si nos casamos? No pude decir que no, resignada a estar sola, la idea de llevar un anillo reluciente en el dedo, y tener los pies calientes cada noche, no me hicieron pensar más. Además, él se encargaría de todo, mejor dicho su madre. De la iglesia, del banquete, del menú; hasta de mi vestido. Sólo me atreví a preguntar, cuándo sería la boda. El invierno que viene, me dijo. Empecé a contar los días, sin apenas sentir otra cosa que una punzada, la misma punzada que ahora no me deja respirar.
Después llegaron las discusiones. La primera vez que él se enfadó de verdad, pegó un portazo, todavía resuena en mi cabeza. Corrí a su encuentro, no entendía que había podido hacer mal, si es que algo había hecho mal. No era la primera vez que cualquier detalle de mi pasado, le alteraba, aun cuando ese pasado a fuerza de invocarlo se hubiera ido desdibujando hasta quedar en nada. Añoraba a mi familia, el ático me ahogaba…, los preparativos de la boda, me agobiaban. Esperarle medio desnuda ya no era suficiente, ya no contaba los segundos para olvidarme de todo en su habitación azul, tampoco escribir me bastaba: necesitaba más.
Empezamos a discutir muchas veces por nimiedades; cuando no eran mis celos, eran los suyos y él desaparecía, para reaparecer horas después como si tal cosa, con una sonrisa y la promesa de que aquellas escenas no se repetirían nunca más. Era en estos momentos cuando la presencia de su madre una vez más cobraba importancia. Solo ella sabía cómo apaciguar su estado de ánimo, poniendo un poco de orden en ese caos en el que se estaba convirtiendo nuestra convivencia. Sentados ante el televisor, con los pies descalzos, volvíamos a ser de nuevo como esos personajes despreocupados de las películas de Goddard que ocupaban las noches de nuestros primeros días.
Me miro, mi pelo rubio ceniza y mi perfume caro, ¿en qué me he convertido? Tan solo mis labios pintados en rojo rabioso, es el revulsivo, la única seña de identidad y de rebeldía que aún perdura de lo que un día fui. Lo fácil hubiera sido no hacerlo, si… es ahora mientras mi vestido blanco se enreda en mis piernas, y mi voz hace un rato ahogada empieza a recuperar su brío, cuando vuelvo a pensar que tal vez fue mi culpa, solo mía al llegar tan lejos, al no ser capaz de decir que no a tiempo, detener esta locura. No siento el brazo firme de mi padre mientras enfilamos el pasillo, solo veo su cara, su cara de asombro, su chaqué traído de Logroño, su madre que me mira. Tal vez presientan mi decisión. Tomo aire. No sé si estoy a tiempo, quién lo sabe…. aunque es ahora ya ante el altar, cuando aún sabiendo que le quiero, y a pesar del daño, no pienso en otra cosa que en salir corriendo.~
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