El viejo y sus relojes
Un cuento de Octavio Manríquez
RECIBÍ LA NOTICIA de su muerte un miércoles a las 9 de la mañana. La llamada fue breve, aun así, la palabra «muerto» se repitió como si cada nueva vez cobrara un significado distinto. El funeral sería esa misma noche. No estaba obligado a ir, sólo querían avisarme. Confirmé mi asistencia y colgué. Pinche relojero, pensé. Las circunstancias de su vida nunca habían visto que el dolor menguara y hacia el final le pesaba la supervivencia como una piedra hecha de las horas de sus tantos relojes. Era la primera vez pensaba en la muerte con seriedad porque tristemente es un tema bastante frecuente y nada místico (como se pretende) a pesar de lo mucho que se ha escrito. Nunca imaginé cómo reaccionaría ante una situación así pero intuía un llanto prolongado o una pesadez profunda, al menos un vacío y un tristeza general. No sentí nada.
Los más molesto, cuando alguien cercano fallece, es tener que explicar a los demás que necesitas unos días para el funeral sin que sientan lastima por ti. A bordo del autobús miro a una señora con sus bolsas de supermercado. ¿Alguien de su familia morirá hoy? ¿Ella misma llegará a casa o caerá fulminada regando las mandarinas por el suelo? No hay suerte o quizá hay demasiada y la señora desciende sana y salva en su destino. Yo sigo buscando una excusa para evitar el tema de la muerte. Uno siempre recuerda lo que ha visto en el cine o las pláticas de adultos que escuchaba cuando niño. Una persona ha terminado su tiempo en este mundo. No hay pérdida. Otros tantos han nacido y con mejores talentos. ¿Están más solos los muertos o los que nos quedamos vivos? De cualquier forma, la pena está en quienes lo amaron pero solo momentáneamente. Sigo divagando y no he pensado aún una excusa convincente. Fin del camino. Diré la verdad y creo que me aprovecharé un poco de la lastima para ganar un par de días extra.
Resultó que las personas son más comprensivas de lo que creí cuando se trata de un funeral. A pesar de que la excusa de la abuela muerta ha sido sobre explotado desde la infancia, en una conversación real no titubean en otorgarte un tiempo considerable para el duelo. Se limitan a decir que tomes el tiempo necesario como si unos días sopesaran la usencia de los años venideros y de los recuerdos que, difuminados, azorarán en los momentos más insospechados. Tres días fue todo lo que conseguí y era más que suficiente. Tomé el primer vuelo relativamente económico que pude y volví a la ciudad que construyó los laberintos que sorteé para llegar a ser quien sea que soy. La ciudad que el relojero conocía como la palma de su mano se convertiría en una prisión concada uno de sus recuerdos, cual verdugos, esperando en las esquinas para tortúralo con las secuelas de sus decisiones, el pobre sólo encontró unos cuantos placeres a los que se aferró aunque en realidad fueron la causa de su muerte.
Llegué a la funeraria y parecía más una fiesta que un velorio. La gente en grupos de conocidos conversaban ávidamente, sostenían vasos de café y fumaban cigarrillos. Seguía preocupado por mi semblante al mirar el cadáver. Y aún más mi respuesta cuando alguien me preguntase por mi sentir. Fue entonces que Karla apreció para ofrecerme un café. Me dijo que se sentía muy cansada, había pasado mucho sin dormir. Acepté el vaso humeante e inmediatamente salió para buscar algo de comer. Todos me saludaban contentos de verme pero con la voz temblorosa y queda. Había más gente de la que esperaba. Me acerqué a la sala y ahí estaba el ataúd, abierto, llamándome. La mayoría lloraba, se consolaban unos a otros y se abrazaban. Otros luchaban por mantenerse despiertos. Me quedé paralizado. No quise acercarme a mirar el interior. Me debatía si debía hacerlo o sólo quedarme de pie en señal de pésame. Un escalofrío comenzaba a recorrerme la espalda cuando una mujer joven se acercó.
Vaya, morirse es una mierda. Sigo preguntando entre mis conocidos pero todo apunta a que es más caro morirse que nacer. El paquete funerario ya estaba pagado. Unos años antes unos buitres en traje y corbata se encargaron de asustarnos lo suficiente con lo profano y delictivo que es morir en casa y cobraron cerca de 50,000 pesos por un paquete para 7 u 8 personas. Eso sólo aseguró un pedazo de tierra para podrirse con libertad. La mujer joven estaba vestida los suficientemente provocativa para no faltarle respeto al difunto. Me llamaba para liquidar los gastos pendientes. Faltaba pagar por los cimientos de la sociedad contemporánea, la maldita burocracia; la papelearía. Actas de defunción, certificado de defunción, impuesto por inhumación, servicios funerarios, etc. Debíamos pagar otros 40,000 si no queríamos que el muertito acabara en la calle.
Si existe algún tipo de infierno seguro está repleto de servidores públicos. A esos no les importa un carajo lo que estés padeciendo. Fila para el trámite, fila para entrega de documentos, la asquerosa cara de la gorda de las copias y todo para que tengas un papel que certifica ante el estado que una persona que amas está muerta. Debo decir que es más fácil verlo en papel notariato que escucharlo de las personas que tratan de hacer que la viuda entre en razón. Una vez acabados los trámites pude ver el dolor encarnado en una mujer apenas mayor cuyas piernas flaquearon a medio camino del féretro. La vi entrar apoyada sobre dos mujeres más jóvenes. Gritaba desaforadamente mientras era arrastrada a encararse con esa vil esencia que le había arrebatado a la persona que más había amado en este mundo y quizá a la única que llegó realmente a conocer. Su llanto plañidero enmudeció el lugar. Nadie se sintió digno de llorar como ella lo hacía. Nuestro silencio era la mayor muestra de respeto. Vio el cadáver y maldijo el cielo al que después se encomendaría. Si uno nunca llega a llorar de esa forma ante una perdida es que nunca conoció lo que es amor.
Fue una noche ajetreada. No dormí nada. Si tuviera que describir toda la secuencia de pequeños acontecimientos los describiría como bellos. Por momentos reíamos, estábamos todos juntos, apoyándonos, luego alguien lloraba, lo consolábamos. Finalmente me decidí y vi el cadáver. Las últimas veces que vi al relojero nunca lo había visto tan arreglado y sano. Simplemente yacía, sereno. Podría jurar que, incluso, sonreía. Un hombre que acabó pagando los minutos de dicha con una vida de esfuerzo. Un frío abrasador me golpeó de pronto. Pensé cientos de cosas distintas frente al cuerpo del hombre que me enseñó a vivir por medio de su muerte. Las lecciones, los lugares recorridos, las historias exuberantes, los regaños e incluso los golpes bien merecidos. Nuestra historia por fin llegó a su fin. Bien podría haber escrito un libro completo con alguna plática que tuvimos. Ahora solo estábamos los dos en mundos diferentes. No podía respirar. No escuché ningún ruido y por fin lloré. Al parecer no soy lo suficientemente miserable para no poder llorar.
La noche dio paso al día y entre el cansancio y la tristeza no había nadie que pudiera reconfortarnos. Nunca, ni aun en las noches más alocadas de mi juventud, tuve una resaca semejante. Aproximadamente a las nueve de la mañana estaba programada una misa (Los honorarios del sacerdote, obviamente, corrían por nuestra cuenta). Debimos pagarle más por las palabras que pronunció. Esas palabras ininteligibles para los cansados oídos y los corazones desmoronados por el dolor fueron como un mana que sabían a lo que cada uno necesitaba escuchar. Uno de los hijos del relojero había evitado el llanto, más por orgullo que por verdadera indiferencia. En plena misa se apartó de la multitud. Lo seguí y lo más sensato que se me ocurrió fue abrazarlo. Pude sentir la tensión en todo su cuerpo e inevitablemente la humedad en el hombro.
¿Qué nos queda sino las palabras cuando no podemos hacer frente al destino? El sacerdote hizo lo que debía hacer; dar consuelo a sus feligreses cuyo conflicto era su propia muerte. Silvia fue la que más reconfortada se sentía. Tiene a la religión de su lado. No fueron, al menos en ella, las palabras más de filósofo que de sacerdote las que la hicieron recuperar el ánimo sino su ferviente fe en la resurrección de los muertos. Para lo demás un poco paganos fue el pensar que ahora no sufría y todos los fragmentos que reunimos de las risas y las bromas que pudimos hacer en vida. Todos lamentamos no poder despedirnos apropiadamente. De pronto se escuchó una pieza deshostakóvich y nuevamente comenzamos a llorar. Me mantuve con la frente en alto, las manos en la espalda y los ojos hinchados. El féretro avanzaba hacia la caravana. Sostuve el corazón de mi madre en el momento que por fin mostró una fisura, una grieta que llegaba hasta lo más profundo de su alma. Estaba totalmente sobre mí pero no sentí el peso. Mi corazón tenía que ser el doble de fuerte. Estuve lo más firme que pude hasta que llegó la hora de irnos.
Cuando el féretro comenzó a bajar todos aguantamos la respiración. Las lágrimas cantaban a coro lo que hubiese sido la mejor de las despedidas. Sólo pensaba en mi propio funeral y en que quizá el que alguien llore sobre mi tumba signifique que mi vida valió la pena. Igualmente nunca llegaré a saberlo, pero imagino que sería bueno. ¿Cómo morir? como vivir está sobrevalorado. No supe cuánto duró aquel espectáculo, quizá no más de 25 minutos. El último adiós estaba dicho. Las aves surcaban el cielo. Las personas programadas a la una ya estaban esperando. Yo solo me aparté. Llamé por teléfono a mi mejor amigo, contestó, le dije lo que estaba pasando y antes de oír su respuesta ya estaba inundado en lágrimas. Hubiese vendido mi alma por un poco de consuelo pero hoy en día es un lujo que pocos pueden permitirse.
Salimos de aquel lugar y cada uno volvió a sus obligaciones. Nunca volveríamos a estar todos juntos pero ahora el ruido de los autos, el rugir de las vísceras y los malditos celulares nos poseían nuevamente. Esa noche dormí tranquilo. Desperté y pensé en los cambios qué haría de ahora en adelante. Desayuné y no volví a pensar en eso.~
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