Olvidando para no olvidar

Un cuento de Manuela della Fontana

 

ERA LA SEGUNDA vez en lo que iba de semana que los gatos se colaban por la ventana de su casa de verano. No se había repuesto del susto de la primera vez, cuando se encontró con un gato sobre su cama, esta vez era un gato negro. Fue tal el grito que pegó que su hija, que dormía en la habitación contigua, corrió asustada a ver qué pasaba. Todavía nerviosa, trató como pudo de explicarle la presencia del gato, pero para entonces su hija ya había vuelto a la cama con un gesto de disgusto, como si su única preocupación no fuera otra que despertar a los niños con el alboroto de una vieja cada vez más disparatada.

Bebió un poco de agua y examinó la estancia hasta comprobar que el gato había huido, solo así, y tras alisar las sabanas, pudo volver de nuevo a la cama. Le costó dormirse, dio tantas vueltas, pendiente de la ventana, que a la mañana siguiente se sentía tan cansada y de tan mal humor que llegó a dudar que todo no hubiera sido otro de sus sueños.

Últimamente no hacía más que soñar cosas raras. Unas veces soñaba con maletas, otras con piscinas de aguas transparentes, pero nunca había soñado con gatos. El portero se mostró extrañado cuando se lo contó, pero aún así le recomendó que pusiera una mosquitera en las ventanas. Una solución sencilla que le evitaría problemas con los vecinos, incluso se ofreció a ponérsela él mismo, pero ella necesitaba aire, respirar, y no estaba dispuesta a hacer más concesiones de las que ya había hecho, y mucho menos seguir los consejos del chismoso del portero que no parecía buscar otra cosa que halagarla con sus atenciones, quien sabe si con la intención de una propina.

Su hija no hacía más que repetirle que debía serenarse; como si serenarse fuese tan fácil, y más a su edad. Desde que su marido se fue de casa se había vuelto muy desconfiada. Tal era la intranquilidad que sentía que, a veces, creía que no iba a poder resistir esa sensación de abandono en que se encontraba. Cerrojos, doble llave, ventanas enrejadas, quería vivir en un mundo suyo, alejado de las muestras de compasión de los demás y, aunque le costaba reconocerlo, eran estos pequeños inconvenientes domésticos los que le daban la vida: levantarse un día y que la cafetera no funcionara, la persiana rota, las hormigas… ahora los gatos.

Mientras estaba en el supermercado se le ocurrió lo de las cuerdas. Pondría unas cuerdas cruzadas en la ventana, en los barrotes del enrejado, de manera que los gatos no pudieran saltar por la ventana. Estaba en ello cuando su hija la recriminó, todavía estaba muy presente lo que sucedió con las hormigas; de hecho, la hija tenía la convicción que si su padre se había marchado de casa fue precisamente porque no aguantaba más las constantes meteduras de pata de su madre. Su padre llegó a temer por su vida con el tema del veneno para las hormigas.

Habían pasado ya dos semanas y su marido seguía sin aparecer. Solo le había dejado una nota, un par de líneas justificando su marcha, ni siquiera una dirección. Nada.  Había sido imposible convencerle que había sido un descuido, su mala vista la causante de la equivocación con el bote del azúcar, que de ningún modo quería hacerle mal, mucho menos envenenarle. De no llegar su hija a tiempo quién sabe que  hubiera sucedido.  Pero no, él le echó en cara sus otras muchas equivocaciones, la vez que por poco le atropelló al sacar el coche del garaje, la maceta que le pasó rozando al sacudir la alfombra. Y ahora, quizá por todo aquello, se sentía vigilada y culpable. Culpable de su ausencia y de una torpeza que aunque mantenía a raya, temía que en cualquier momento pudiera ser la causa de una nueva desgracia.

A la ausencia del marido se le unía el bregar con los nietos, sus peleas de hermanos, mantenerlos entretenidos mientras su hija estudiaba. Tampoco podía lamentarse, había sido ella misma quien le sugirió hacerse cargo de sus niños para dejarla con la tranquilidad suficiente para ocuparse de sus estudios; quería congraciarse con su hija, demostrarle que lo sucedido con su padre no había sido más que un desliz. Eso sí, prometió que no se acercaría a la cocina, ni siquiera sacudiría las alfombras, no haría nada que pudiera comprometer la paz cotidiana.

Habían transcurrido unos días desde entonces y, a pesar del mucho trabajo, se aburría ejerciendo de abuela. Faltaban, además, algunas de las viejas caras conocidas que le entretenían sus días de playa. Bien es verdad que había hecho amistad con un viejo matrimonio que solía ocupar la sombrilla vecina, con quienes había terminado por desahogarse, pero eso había preferido no decírselo a su hija, no quería que pensase que andaba contando sus cosas a desconocidos,  más ahora que intentaba un acercamiento con ella.  Pero aunque lo negara, algo de verdad había, esa confianza de a quien no conoces y te entregas en confesiones lo bastante intimas, a la espera de un poco de apoyo. Y así, sin saber muy bien por qué, les había contado el verano tan duro que estaba pasando, la historia de los gatos, incluso les había hablado, aún a riesgo de que pensasen que estaba chiflada, del portero y la ocurrencia de la mosquitera, también de su hija, y de su marido.

Conforme pasaban los días más tenía la sensación de que su hija le ocultaba algo. La otra mañana la había sorprendido hablando bajito por teléfono, estaba segura que hablaba con su padre. Cambió de tema, cuando ella le preguntó con quien hablaba. No insistió, se limitó a observarla en los días sucesivos, incluso se atrevió a mirar su teléfono aprovechando un descuido, pero fue incapaz de aclararse con la clave. Prefirió dejar las cosas como estaban y seguir observando, aun cuando temía que su paciencia pudiera saltar por los aires en cualquier momento.

Estaba por cumplirse la tercera semana cuando al llegar de la playa le extrañó que la llave no estuviera con las dos vueltas de costumbre, ni siquiera que el cerrojo estuviera echado.  A pesar de la poca luz, al entrar vio cómo su marido estaba sentado en el sofá junto a su hija que le hablaba bajito. Un silencio solo roto por el alboroto de los nietos corriendo para abrazar al abuelo, pero ella en la puerta, paralizada, se sintió ridícula con la sombrilla y las bolsas de la playa. No sabía cuál debía de ser su reacción, si acudir a su encuentro como si nada hubiera pasado o reprocharle el silencio de su marcha.

No hizo falta, fue él quien acudió a ella, las tres semanas de ausencia le habían servido para pensar en lo sucedido y llegar a la conclusión que necesitaba ayuda. Le habló de un sanatorio, de un doctor que él conocía. Era necesario que se pusiera en manos expertas, por lo menos hasta que sus nervios se templasen, le dijo.  Su voz sonaba sincera, no había atisbo de rencor en sus palabras, solo cansancio. Hasta ella misma se sorprendió de su propia reacción, permaneció callada, ni siquiera era capaz de saber qué es lo que sentía, ni porque no gritaba, como hubiera hecho otras veces. Estaba dispuesta a facilitarle las cosas, convencida de que todo podría arreglarse a poco que se esforzase. Empezaría hoy mismo, de hecho ya se había olvidado de los gatos, solo pensaba en salvar su matrimonio, pero ahora lo que necesitaba era una ducha, después ya vería.~