Inevitable domingo

Un cuento de Manuela della Fontana /fotografía Saul Leiter


 

LAS PRIMERAS VECES no reparé en el ruido de la puerta al salir. Ahí estaba él en camisa, con mi olor todavía impregnado en su cuerpo, aguardando mi ausencia para continuar con su vida de siempre. Me bastaba así. Esta tarde fue distinto, sentí el portazo, la despedida breve, el vacío del silencio. Son muchas las cosas que pasaron por mi cabeza mientras bajaba el corto tramo de escaleras hasta el ascensor y la puerta se cerraba tras de mí. Tantas, que juré que no volvería a enredarme en sus brazos nunca más. No así, sintiéndome una fugitiva, como si una vez puesto fin a nuestros encuentros, debiera desaparecer con la cabeza gacha, para volver tan pronto el engaño de una llamada suya me hiciera y me hiciera olvidar quien era.

El paseo hasta llegar al metro despejó mi mente; el ambiente animado de domingo, las tiendas abiertas. Mi reflejo en el cristal de una de ellas me devolvió una yo distinta. Por un momento creí que no era la que momentos antes tras el café, acurrucada en su cama, todavía desnuda, contemplaba el mapa de Italia, preguntándole donde estaba Bari, haciéndole preguntas sobre Milán; preguntas estúpidas que él me contestaba con la paciencia de un profesor de Geografía, y que ahora me hacían sonrojar por no haberme dado antes cuenta de la mentira en que se había convertido nuestra historia.

No era una cuestión de amor, era una cuestión de orgullo. La necesidad de demostrar ser capaz de saltarme las reglas, incluso estas que por prohibidas daba sentido a una parcela de mi vida, tal vez la parcela más oculta. Al principio me sentía feliz con este ritual que cada domingo se repetía incansable, y en el que me refugiaba apartando de mí las dudas del mismo modo del que me aferraba a ellas. Tras la pasión, con la ropa todavía amontonada en el suelo, trataba de recomponerme también yo. Rojo en los labios, una pizca de rubor. Un poco de orden en mi pelo que ingobernable caía sobre mi frente. La prisa ya instalada en mí y en él. La cama cubierta con la colcha, el mapa escondido en el armario. La foto de ella, de vuelta en la mesilla. Ni rastro de nada que pudiera mostrar lo que poco antes había sucedido en aquella habitación, solo el sexo en mi cara, imposible de esconder tras el maquillaje.

Su mujer no tardaría en llegar tras la guardia en el hospital. El mismo escenario, la misma música afónica, ese hilo fino que separa mi vida de la suya, creo estar viéndolos. Los dos sentados en el mismo sofá en el que nos habíamos comido la boca, quien sabe si su mano no se deslizaría del mismo modo que la mía lo había hecho por su pelo antes de perderse en los botones de su camisa. Charlarían, sus palabras no se atragantarían como las nuestras, las que a trompicones se quedaban detenidas en su garganta, esperando el milagro de su boca en la mía. Se lamentaría de haber tenido un día de perros en el hospital y él la serviría un prosecco a modo de premio. Sentados en el sofá, entrarían en confidencias, ella le contaría el chisme de algún compañero, ese que le mira las piernas cuando se cruzan en el pasillo, y reiría del mismo modo que lo hice yo, cuando descalzo me enseñó unos pases de baile en la alfombra, antes de abalanzarse a mi cuello con la misma avaricia con la que yo me olvidé en sus brazos, del mundo y de mí.

Y sin embargo, algo es distinto hoy. En el mismo sofá de siempre, a ella no se le escapa ese brillo nuevo en los ojos que tanto se repite últimamente. No se atreve a preguntar, estas cosas se intuyen. Ni siquiera el prosecco que a modo de premio, se ha apresurado a servirle ha conseguido distraerla de estos pensamientos tan turbios. Ya sintió la punzada tiempo atrás, cuando bajo la cama encontró la perla de un pendiente que no era suyo. Tampoco entonces quiso preguntar, calló sus sospechas llorando a escondidas. Después, una sucesión de pequeños detalles, silencios, miradas ausentes que la rompen por dentro hasta no poder más. Que nos rompen a más no poder y que hacen sentirme más fugitiva que antes, todavía más.

Ella se conformó entonces con saberle ahí a pesar de la traición. La sospecha cierta de un engaño que como en un poema de Pavese cada día iba escribiéndose a fuego lento, en forma de mentira. Pero ya no. Otra vez ese brillo en los ojos de él. Una sombra que se desvanece del mismo modo que lo hacen las palabras cada vez más desnudas y cada vez más huecas. Le mira de reojo, sabe que todo se ha acabado. Está cansada, no se siente con fuerzas de seguir fingiendo, tampoco de pensar. Yo tampoco. Ni siquiera el masaje recién iniciado y que ya siente en sus pies, puede convencerla de otra cosa que no sea escapar de este engaño, esta vez para siempre. Escapemos, las dos.

Es domingo, da un sorbo al vino y cierra los ojos. La decisión está tomada. Los miedos no existen en la oscuridad, solo los fantasmas de sí misma sobrevolando sus pensamientos como un cohete hacia la luna. No se lamenta, aunque tarde, por fin lo sabe. A unos metros de distancia, también lo sé yo, cómplice, fugitiva de mi misma, abandonada al gentío de esta tarde de domingo que, perezoso como todos, se enreda inevitable y callada para no volver.~