Mensajero
Un texto de Aldo Rosales
SOBRE LA CAMA, junto a una pila de camisas pulcramente planchadas, descansaba la niña que vestía un camisón muy grande para su edad y que había sido remendado por la mitad, como si alguien le hubiese practicado una autopsia a la prenda. Las noticias en la radio sonaban como si estuviesen narrando otros mundos, ajenos totalmente a todo; cuentos mal logrados que narraba un hombre que había enloquecido para siempre, un hombre amarrado con cadenas llenas de oxido que hacían un ruido extraño al mezclarse con su voz. «Murió de asfixia, el corazón le apretó los pulmones y dejó de respirar, así es cuando se ama mucho a alguien». La respiración de la niña parecía ser otra noticia más, una en un mundo colérico. «Murió de asfixia, el corazón le apretó los pulmones y dejó de respirar, así es cuando se ama mucho a alguien, señores. Éste es mi reporte. De vuelta al mundo».
—Y te vas a callar, pendeja, pero claro que te vas a callar.
Los gritos llegaban del otro lado de la pared, de uno casi a oscuras a fuerza de ser imposible de ubicar en el tiempo y el espacio; vibraciones acústicas absorbidas por ósmosis a través de la piel de cartón sobre los huesos apolillados de la casa, y parecería que salían de la niña también, como si en ella hubiese un cementerio donde siempre alguien pelearía hasta la eternidad, hasta el fin de los días. De la niña, no de la casa de al lado. «Pero claro que te vas a callar. Murió de asfixia, alguien le tapó la boca con promesas. Ahora vamos con el clima».
El débil cuadro de luz rojiza que se colaba por la única ventana parecía marcar el lugar de un tesoro, de un oro avejentado que emanaba vapores soñolientos, crudos. La protección de la ventana proyectaba una cruz negra, casi irreal, y entonces aquello adquiría más la semejanza a un cementerio, el cementerio que era la niña con su respiración escandalosamente humana y otras tantas lápidas en su pecho; muertos sin nombre y muertos para siempre sin recuerdos, sin veladoras en su haber. «¿No es feliz? ¿No sabe que el mundo aún sirve? ¿No cree en el futuro? Crea en nuestros adivinos, ellos lo saben todo, todo lo que está de este lado de la muerte, saben hasta por qué nacen los niños. Vamos con más comerciales».
Había terminado de planchar otra prenda, y cada vez que llevaba una nueva camisa recién planchada parecía hacer una ofrenda a algún muerto en el cementerio que existía en el pecho de la niña; tenía mil maridos, o eso parecía por las tantas camisas, mil maridos para ella sola, todos sin dinero, todos en el jacal. «Mil maridos, mil muertos por la guerra, todos ellos sangre y dolor, todos ellos bien planchados y sonrientes al otro lado del continente. La guerra no vale lágrimas, ni una sola; la docena vale cuarenta, lavada y planchada. Señores, de vuelta al estudio». Cuando los vio venir, estaba descolgando la ropa de los tendederos; vio salir, también, de la casa a su hermana María, con uno de los pechos al aire a través de la blusa desgarrada; la sangre venía de una boca también desgarrada, una boca escandalosa, la que le provocara, sin lugar a dudas, aquella furia a Daniel, esa rabia con puños y semen que era Daniel, que venía detrás de ella con una vara en la mano, como si castigase a su hija y no a una hembra. «Te vas a callar, pendeja, porque la guerra no vale nada, la docena vale cuarenta, lavada y planchada, porque el dolor no vale ni eso, porque en la casa ya no alcanza para nada, porque no voy a cuidar chamacos que no son míos, porque el Fondo Monetario Internacional anuncia posible crisis. En otras noticias, ayer Dios ingresó de urgencia a un hospital debido a una herida de rezo en el costado, su estado es grave».
Adentro de la casa seguían los muertos; seguía la cruz de sombra que el sol, a punto de huir, proyectaba sobre el piso de tierra apisonada malamente, un piso que dejaría salir a todos los muertos. Los vio venir por la calle sin pavimentar, subiendo lentamente el peñoncillo de basura donde estaban su casa y la de su hermana, donde las botellas de plástico asomaban de entre el barro como flores sin madurar; eran dos, cada uno asiendo por un hombro al niño, empujándolo sin necesidad pues aquel ya no caminaba sino en la dirección que le era indicada; en vez de esposas traía plátanos, afianzados con locura, con unas garras de piedra que aplastarían todo si pudiesen tocarlo, pero no los plátanos, no esos porque eran para Dulce, así se lo había dicho cuando estaban en el mercado.
—¿Y cómo que con diez no alcanza para unos plátanos y la leche? ¿No quieres a tu hermanita? ¿No te ha dicho tu padre que cuando él no esté tú eres el hombre de la casa? No me digas mamá, yo no soy tu mamá.
«Los precios suben y bajan, señores, luego suben para jamás volver, se pierden en las nubes, negros nubarrones que anuncian tormenta en el alma y fuertes vientos húmedos en los ojos de Dios, que son los de los niños. Dios es un niño. Dios anuncia desde el cielo: preparen abrigos y chamarras en el norte de la razón. De vuelta al estudio».
«Y te vas a callar», se dijo a sí misma mientras arrancaba del lazo a medio podrir la última de las camisas, asida por los hombros: una estela de fantasma, como si un hombre hubiera muerto dentro de ella y sólo la camisa hubiese resistido la furia del tiempo; así se veía también el niño, como si entre sus hombros y su corazón corriera un lazo de marioneta; cada policía sostenía un extremo de la cuerda y le impedían moverse.
«Buenas tardes», contestó mientras uno de los oficiales de policía pisaba al niño en uno de los pies cubiertos por zapatos vencidos, como si no fuese suficiente el horror para atarlo al piso: los plátanos seguían intactos, como lombrices muy amarillas y muy quietas. Lombrices amarillas en las manos, ratas grises en los pies, un perro marrón en el torso; un sapo negro en el corazón.
—Claro que no, éste no es mi hijo; no sé de dónde sacan eso.
—Pus es que él nos dijo.
—Pues no —el llanto de la niña había brotado por el marco de la puerta podrida, aquella que antes fuera mesa pero ahora no soportaba alimento, soportaba al aire allá afuera—. Espérenme, no tardo oficiales, disculpen.
Se acercó a la niña al tiempo que unos acordes negros y pesados servían de cortejo fúnebre porque una canción muerta venía en camino por la larga avenida magnética de la radio. Levantó el pequeño cuerpo y lo envolvió en el reboso; de abajo de la televisión tomó su credencial y se las dio a los policías; el niño la veía, ya no con miedo sino con extrañeza, hasta lo hizo pensar si de verdad él jamás vivió ahí: así de fuerte era el aire en los ojos de la mujer. Mientras los oficiales checaban la credencial y comparaban con breves miradas a la fotografía con la mujer, el niño miraba hacia adentro de la casa para luego vaciar los ojos en la niña; seguía sin comprender.
—¿Ya ven? Otros apellidos, nada qué ver; aquí todo mundo me conoce, le digo. Creo que había visto al niño algunas veces, pero aquí no vive, cómo cree.
—Es que nos dio sus apellidos y dirección exacta, usted disculpe… jálale, raterillo.
El niño volteó por última vez y se agachó a dejar los plátanos; uno de los policías estuvo a punto de detenerlo pero el otro le dijo que «no» con un movimiento de cabeza, como diciéndole «ya los pagó, que haga con ellos lo que quiera». El niño le tiró una última sonrisa a Dulce, quien se la contestó sin saber que era la última; la mujer le esquivó la mirada.
La tarde comenzaba a ennegrecer. La radio en la casa era el único ruido en el ambiente. A lo lejos se veía a Daniel sacudiendo a su mujer; más a lo lejos, cercano al sol que estallaba en tonos naranja, se veía a los policías metiendo a la patrulla al niño. «Nos acaban de informar que el niño se escapó en el mercado, viejo; si la madre te dejó, él también lo iba a hacer tarde o temprano, no era para menos. Los expertos afirman que Dulce es ahora tu única hija, nuestra hija. Dicen los corresponsales que también afuera de esta casa se llora por montones. Y en esto cito textualmente a nuestro enviado: ya cómete tus frijoles, viejo, se te van a enfriar, deja de pensar en ese chamaco malagradecido y vago, estamos mejor sin él. ¿Qué opina usted, estimado radioescucha? También nos informan que encontraron olvidado en medio de la vida a un niño, murió de asfixia, el corazón le apretó los pulmones y dejó de respirar. Así es cuando se ama mucho a alguien, señores. En otras noticias, encontraron colgada de un puente a la esperanza; los forenses dicen que aún estaba viva cuando la colgaron».~
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