Paraíso Perdido: H se ha vuelto loco

Cuento incluido en El hombre que amaba los hospitales, de Augusto Rodríguez

a Ignacio Suárez

EL H ERA bajo de estatura, tenía el pelo ondulado y revuelto, los ojos grandes y cafés, las manos raras y un rostro lleno de espinillas. Era muy feo pero parecía ser un joven feliz y tal vez, muy dentro de él, lo era. Era mediocre para los estudios, sus notas siempre bordeaban el rojo, es decir, siempre lo tuvieron en la cuerda floja. El H no era un alumno vago, era más bien descuidado, olvidadizo o pesimista con lo que no entendía; malo, eso sí, para el castellano y las ramas humanistas. Pero era bueno, o relativamente bueno, con las matemáticas y todo lo que tuviera que ver con número y fórmulas. El problema en sí pasaba por otras situaciones, digamos, más importantes. Empezando por el rechazo general que causaba su apariencia física. Hombres y mujeres se burlaban siempre de su rostro, sus ojos grandes y cafés a ratos se le hundían en la cara y parecía un cadáver lleno de ronchas rojas y amarillas. Su cabello ondulado y revuelto, que nunca se atrevió a peinar, era como una gran masa de tallarines enredados por el capricho del demonio. Muchos le decían que tenía un gato enfurecido en la cabeza. A ratos ejercitaba una sonrisa plástica, de actor de tercera, que estaba aprendida en su cerebro de forma mecánica, casi como la de un títere o de un muñeco de porcelana.

Aparte de su problema físico, o cómo queramos llamarlo, el carácter del H era difícil; bueno, era entendible que soportar a miles de huevones que se burlan de tu rostro, tu estatura o de lo que sea, a cualquiera lo pondría de mal humor, sin embargo el problema era más profundo de lo que parecía. Alguna vez escuché que el H en su infancia había sido un niño tranquilo, juguetón, respetuoso con sus mayores, divertido, y que de pronto sus silencios se hicieron prolongados, indiscretos, escandalosamente mudos. Digamos que pedía ayuda, gritaba sin gritar auxilio. Así comenzaron los rumores sobre la situación del H en ese entonces:

a) Se enamoró perdidamente de una chica, pero ésta nunca se interesó por él.
b) Su madre sufría de una extraña enfermedad.
c) Estaba en la etapa de la pubertad.
d) Se enteró realmente cómo murió su padre.
e) Se murió su único amigo imaginario de la infancia.

Cada persona puede elegir la decisión que más le parezca, pero yo las iré descartando:

La a) nunca me convenció ya que el H no era muy enamoradizo y si algún rato se enamoró, ese amor duró lo que dura un segundo.
La b) fue un rumor infundado, ya que la madre de H nunca sufrió enfermedad alguna. De paso era enfermera y trabajaba en un hospital, así que esa opción
era falsa.
La c) tampoco, ya que pareciera que el H nació y morirá en la pubertad. Digamos que es una estación ya prolongada, casi como una enfermedad, pero que poco influye en su vida.
La d) podría ser, ya lo explicaré más adelante.
La e) tampoco me convencía mucho ya que el H siempre mataba y revivía a sus amigos imaginarios con la facilidad de un mago.
Elijo la d) porque hasta lo que sé, el H era un niño normal hasta que su madre le dijo que su padre había muerto horrorosamente en un accidente de moto. Lo extraño es que el papá del H nunca tuvo moto, ni siquiera supo andar en una bicicleta, pero nadie dijo nada. Si lo decía la madre del H, así era y no había duda.

Nadie comentó en su momento, aunque la madre del H lo sabía y después el mismo H, que al marido lo mataron los milicos bajo las órdenes del dictador Augusto Pinochet en el 73.

El padre del H era de un movimiento político de izquierda que apoyaba a Allende y, como sabemos, Allende se suicidó de un disparo en la cabeza. El padre del H también murió de un disparo, pero no se suicidó, a él le dieron un balazo en la boca del estómago y falleció lentamente bocarriba mirando pasar los aviones que bombardeaban La Moneda.

La madre del H trabajaba de lunes a lunes sin descanso, atendía a un centenar de niños peores que su propio hijo. También tenía que cuidar, limpiar, alimentar, arreglar y vigilar a los ancianos del último pabellón del hospital que todos los demás empleados, por pereza, arrogancia o lo que sea, nunca iban a ver.

El H tenía que preparase su desayuno con panes duros del día anterior, o de varios días atrás, y echarle margarina, la mantequilla es para los ricos, siempre le decía su madre, y ni se te ocurra pedir jamón, que eso no se puede, nosotros solo podemos pedir mortadela. Le volvía a decir su madre.

El H preparaba el desayuno muy lentamente, como queriendo alargar los minutos, pero siempre se le hacía tarde y, prácticamente, tenía que volar con destino a su colegio. Ahí le tocaba esperar varios minutos, o un tiempo indefinido en la puerta del colegio, a que un profesor holgazán le abriera y, con actitud fascista, lo mirara a él y a los demás retrasados y les lanzara algunas puyas de mal gusto; les hablaba sobre el valor de la puntualidad, el orden, la patria, los colores de la bandera de Chile, y, después de las más distintas humillaciones, los hacía entrar corriendo como ganado listo para ser degollado. El H entraba a punta de codazos y se dirigía al curso C que le habían asignado meses antes. En ese curso se encontraba una gran variedad de fauna pintoresca. Algunos eran extranjeros, altos muy altos, bajos muy bajos (entre ellos estaba el H), gordos muy gordos, feos muy feos (entre ellos estaba el H otra vez), nerds, cuatro ojos, marcianos, gente buena, y los profesores de los distintos ramos que iban desfilando cada hora o dos horas por las clases.

Algunos alumnos contaban chistes; otros se masturbaban en la parte trasera del aula con alguna nueva porno recién comprada en la esquina del colegio o robada de su papá; otros anotaban todo lo que había en el pizarrón; otros miraban por la ventana con la esperanza de ver pasar a alguna mujer piernas o buenas tetas; otros hacían aviones de papel llenos de baba; y ahí estaba el H mirando sin mirar al profesor que hablaba de historia o de geografía o de literatura hasta que tocaban la campana del receso y salían corriendo al patio.

El H era malo para todos los deportes. Al parecer, su cerebro dictaba órdenes más rápidas que el movimiento de sus brazos o piernas, o tal vez su cerebro daba órdenes tan lentas que sus piernas reaccionaban extrañamente veloces.

La verdad es que era un espectáculo verlo. Como no sabía jugar muy bien a nada, el resto de sus compañeros se burlaba. Ahí estaban riéndose, burlándose, molestándolo, enfadando al H que, sin tener a ratos mucha conciencia de sus actos, se lanzaba como de un precipicio a atacar con dientes, puños y garras a sus contrincantes. Y verlo así era volver a ver a los cavernícolas o a los primeros simios-hombres que se disputaban el último pedazo de carne del cordero recién asesinado en la selva.

El H se ponía en cuatro patas como una bestia pequeña e iba directo a destrozar el rostro de su enemigo. Convertido en una bestia humana, mordía ferozmente la nariz o las orejas de sus adversarios con una rabia salvaje. La sangre chorreaba, pero no, esto no le importaba, seguía sus extraños y asesinos instintos que algunos temían, pero a los que la mayoría no prestaba mayor atención.

El H fue un adolescente silencioso, hablaba poco, y su silencio se hacía cada vez más perturbador, desafiante, cruel. Había un dolor inclasificable en sus ojos, en sus actos, en su respiración, en su corazón.

Dicen algunos que haberse enterado de la gran verdad de su padre lo había convertido en un energúmeno; tal vez sí, tal vez no, eso nunca lo podremos saber con certeza. Yo sí creo que afectó su posterior desarrollo como joven dentro de una sociedad que se guía con ciertas regulaciones y disposiciones basadas en la moral, la ética y las buenas costumbres.

El H cambió, nunca volvió a ser el mismo de antes. Ahora es un ser que todos desconocemos e ignoramos. Yo fui su amigo y no sé qué hacer con él. Por Dios, que alguien, en serio, le ayude y lo salve: El H se ha vuelto loco.~