Paraíso Perdido: Plaza

Cuento incluido en el libro Personas (in)deseables, de Luis Martín Ulloa

 

UNA PLACERA MÁS, solamente eso, escucha que dicen desde la otra banca. Sabe quién habla pero no voltea hacia allá. Sigue mirando a la gente que pasa.
Tu hermano dio indicaciones concretas antes de irse. Por esta calle derecho a cinco cuadras sales a un parque, es el Parque Rojo, no te apendejes con los nombres, para que puedas preguntar si te pierdes. La calle que lo parte se llama Juárez, por ésa yendo para abajo llegas al mero centro. Llegas a la esquina de Alcalde y allí alcanzas a ver la Catedral a un lado. Si quieres salir, paséate ahorita porque ya que te encuentre chamba vas a estar chingándole bien y bonito, mi cabrón, ¿oíste?

Recorriste el trayecto trazado grabándote marcas de sitios, cosas distintivas por donde pasabas: el parque grande, unas cuadras más adelante otro más chiquito, la Catedral, la plaza de un lado donde estaban tocando unos músicos en el kiosko. Te pareció curioso que atrás de la Catedral hubiera otra plaza. En el pueblo atrás de la iglesia no había nada. Enfrente un edificio que ya habías visto en fotos. Te aventuraste más y seguiste por un costado del teatro, por donde caminaba mucha gente. Plaza Tapatía escuchaste que dijo alguien, aunque te pareció más un callejón con una pila en medio.

Estaban chistosas las ranas que aventaban agua en la fuente. Allí te quedaste un rato, sentado de lado, echado sobre el respaldo de la banca. Alguien se sentó muy cerca y te recorriste para dejar más lugar. Te asustó sentir una mano muy cerca, metiéndose casi entre la banca y tus nalgas. Te encabronó el atrevimiento. Volteaste de inmediato pero te desconcertó al ver el rostro de un señor que sonreía con amabilidad. Te trabaste, no supiste qué decir. Comenzó a hacerte plática. Preguntó tu nombre y edad. Dio por hecho que no eras de allí. De inmediato se volvió muy confianzudo, pues dijo que te invitaría a ir a tal y cual lugar. Sentiste como un calambre cuando el señor puso, así como distraído, la mano en tu pierna. No la quitó, al contrario siguió hablando, invitando, prometiendo. ¿Me acompañas a comprar unas cosas? preguntó.

Todavía ibas pensado que el señor compraría algo para que le ayudaras a llevarlo. Jitomates, verdura, fruta. Pero no. Avanzaron por varias calles, desandaron juntos el camino que habías hecho hace rato, y te condujo a una tienda muy grande. Quisiste detenerte a ver algunas cosas, pero el señor te llevó hasta el piso de arriba y, después de mirar alrededor, se metieron al baño. Comenzaste a sentir emoción (o miedo, o desasosiego, quién sabe qué) cuando te empujó a uno de los excusados y tras de sí puso el seguro a la puerta. Te preocupó su transformación repentina, ahora era un tipo ansioso que jaloneaba y desabrochaba tu pantalón con urgencia. Se tragó todo tu pito. La preocupación cedió cuando desde la punta de los pies algo recorrió tu cuerpo de arriba abajo, una corriente que dolía pero gozabas al mismo tiempo. El señor chupó y chupó hasta que te derramaste en su boca. «Los tuyos saben como dulcecitos», dijo.

El señor caminaba de prisa delante de ti. No atinabas si seguirlo o no. De pronto, como acordándose, paró y se volvió. De nuevo era el señor amable. Mucho gusto haberte conocido Pablo, dijo tendiendo la mano, espero verte en otra ocasión. Enseguida, como si evitara que la gente reparara en sus acciones, sacó su cartera y rápidamente metió un billete en la bolsa de tu camisa. Te quedaste como pegado al suelo, sin moverte. Sentiste como si el billete fuera calentándose y comenzara a quemarte el pecho. Lo sacaste con dos dedos para ver su denominación. Te acordaste de tu hermano, del billete que dejó en la mañana, de valor menor, para que comieras. Una sensación rara. Eso. Caminaste sin rumbo y de pronto estabas de nuevo frente a la Catedral. Se alcanzaba a oír música. Entraste y permaneciste atento a un aparato enorme que expulsaba notas por unos tubos, retumbándote dentro.

Otra placerita nueva, repite alguien. ¡Pero ya somos muchas! agrega otra voz chillona. Había escuchado perfectamente cuando preguntaron: «¿Y ése quién es? Diario anda por aquí». Sabe que son varios tipos que invariablemente están sentados en esa misma banca cada día que ha pasado por allí. Dos de ellos, los más jotitos, con el cabello pintado de colores. Pero no se ocupa en mirarlos. Solo esboza una sonrisa para sí, aunque dejando que los otros se enteren. Se dedica, despreocupado, tal vez con cierta displicencia, a ver a la gente que pasa, alerta a los gestos, a las señas casi imperceptibles.

Llega caminando despacio un tipo con quien entrelaza la mirada por un instante. Sigue avanzando pero se detiene más allá sin dejar de mirar hacia su lugar. Se incorpora simulando estirar las piernas. El tipo regresa y se presenta. Intercambian dos o tres frases y comienzan a caminar juntos. Cuando pasan frente a la otra banca, mira directo a los ocupantes y les hace un guiño.~