Era domingo

Un cuento de Gabriel Vázquez


 

ERA DOMINGO Y yo era un niño. Era domingo y Cozumel apenas era nada cuando él llegó a bordo de su yate. Era domingo y el calor pegajoso de mayo se sentía en las guayaberas que se pegaban a la piel de los que esperaban ansiosos.

Yo tenía diez años y mi padre a sus cuarenta estaba emocionado, como si nunca antes hubiera pasado nada en esta isla. En su recámara, mi padre tenía revistas que traía de sus viajes a la ciudad de México, cuando iba a ver a los abuelos, y libros de su época de la universidad. Leía y releía como si libros y revistas fueran nuevos o la humedad y el tiempo los hubieran cambiado.

Era domingo y contra mi voluntad -y la de mi mamá- nos fuimos al centro. Bajar al malecón me gustaba cuando significaba darse un chapuzón, jugar en la arena, nadar, hacer castillos y dejar que la marea te arrastrara. Pero bajar al malecón, a la plaza Benito Juárez que compartía el nombre con mi escuela, para estar ahí parados, no era algo que yo quisiera hacer en un domingo. En mi domingo.

En la plaza había un gran despliegue policiaco. Gordos y aburridos, los policías municipales cambiaban de pié mientras hacían guardia. Se veían un poco ridículos comparados con la escolta del presidente. Guardias presidenciales incómodos en las camisas de lino de manga larga. Incómodos con el calor y el rumor del malecón ardiendo en una espera que se antojaba infinita. Policías y guaruras se veían ridículos, comparados con los marines norteamericanos que habían estado entrenando en la isla toda la semana. Todos se veían ridículos comparados con las palmeras.

Era domingo y ahí estaban: policías, soldados, guaruras, burócratas. Esperando, como nosotros. A diferencia de nosotros, ellos coordinaban, gritaban, preguntaban. Hacían su trabajo, hacían que nos mantuviéramos “detrás de la línea”. Ahí estaba el gobernador electo, Ross, que había visitado mi escuela cuando estaba en campaña. A lo lejos, estaba el señor Pedro y don Nassim. Estaban todos los importantes de la isla y del estado. Nos lo había recalcado la maestra el viernes. Nos había dicho que nos “comportáramos frente a las autoridades”.

Ahí estaban todos. Ellos serios, yo aburrido.

Era domingo y entonces apareció un señor canoso, todo vestido de blanco, podría haber dicho que brillaba, pero no era él el que brillaba. Brillaba la ausencia de normalidad en el día. Un séptimo día sin misa ni televisión ni futbol ni playa ni paseo ni helado ni canciones. Era ese domingo del que nos habían hablado en la escuela, nos habían dicho que sería un domingo diferente. Un domingo especial.

Mi padre, en cuanto vio avanzar al señor impoluto, dijo muy serio y con un poco de desdén:

-Ahí está el Jolopo-. Señaló un punto en el horizonte, entre la multitud.

Yo me puse a buscar entre las cabezas, entre las sombrillas, entre los zapatos, entre las lanchas, las palmeras, las bicicletas y el vendedor de marquesitas. Buscaba un jolopo, aunque no sabía exactamente lo que era. Esperaba encontrar un insecto enorme con muchas patas y enormes alas, una especie de cucaracha voladora, una embarcación, un avión, un tanque del ejército, un jeep, un helicóptero o un satélite. Pensé que tal vez no sería un domingo tan malo porque descubriría un jolopo y el lunes se lo podría presumir a mis amigos. Por más que estiraba el cuello y volteaba hacia el cielo azul, no lograba encontrar nada que se pareciera a un jolopo.

-¿Qué estás buscando?- preguntó mi padre sonriendo.

-Pues un jolopo- respondí elevando los hombros, un poco enojado por no poder ubicarlo.

Mi papá se rió con una carcajada de esas de un par de cervezas, una carcajada sonora. Entonces me cargó sobre sus hombros y me señaló a un individuo. El señor canoso de vestimenta blanca, blanca la guayabera de manga larga, blancos los pantalones perfectamente planchados, blancos los zapatos. Lo único negro era la suela. Brillaban las patillas blancas y las canas volaban al viento sobre la frente sudorosa.

-Ese es Jolopo- dijo- Es el presidente, pero nosotros no lo venimos a ver a él. Ya verás – dijo y sonrió.

Yo me quedé a la expectativa con sus palabras. Parecía que sería un domingo más interesante de lo prometido. El rostro de mi papá resplandecía.

Entonces apareció un yate blanco y azul, grande, era el más grande que había visto, aunque en esa época mi experiencia en yates era muy limitada. Atracó en el muelle de madera y pude leer que se llamaba Pájaro Azul. Apareció una comitiva vestida de verde olivo. Al frente de todos iba un hombre, me pareció un gigante. Su vestimenta militar contrastaba con la blanca de los civiles, que empequeñecían frente a ese hombre, incluso los soldados, enfundados en trajes yucatecos, eran diminutos frente al barbado. Avanzó confiado, con su gorra de comandante, su espesa barba negra y en la boca un puro enorme.

Me pareció un pirata, un conquistador, como los de los libros de historia. Era un enigma dominical porque el silencio se hizo suyo. Expectantes las miradas, las manos que se quedaban a medio camino al aplauso. Todos embelesados con la presencia de ese hombre.

-Ese es Fidel- susurró mi padre señalando al encantador de serpientes que había tomado mi isla sin hacer ni un movimiento.

Era domingo y ahí estaba, con su estatura desafiante, con su puro humeante, con su traje verde olivo, Fidel Castro Ruz, “el comandante”, como le decía mi papá, frente a los cozumeleños.

Hubo abrazos, saludos, regalos. Palabras que el viento se llevó. Hubo alboroto y mucho movimiento, comitivas para un lado y otro. Gente corriendo, organizando, abriendo y cerrando puertas de automóviles. Minutos después desaparecieron todos. Mi papá dijo que se iban Xelha y a Tulum y ya no puse atención a dónde más.

Yo estaba decepcionado. Mi papá estaba nervioso.

Por la tarde mi padre se arregló, se puso la guayabera planchada con esmero. Sacó de un folder una revista Proceso del año pasado, con la portada del barbudo a todo color y salió. Yo me quedé con mamá, aburrido y enojado porque no había podido nadar y no había habido nada de especial para mí en ese domingo.

En la noche, cuando el día estaba dejando de serlo, mi papá llegó de la cena ofrecida a Fidel y nos contó que el comandante había dicho que había “muchas cosas afines, mucha simpatía, mucha afinidad entre mexicanos y cubanos, entre la Revolución Mexicana y la Revolución Cubana”.

Mi papá estaba muy emocionado, como nunca lo había visto, se moría por mostrarnos algo, entonces sacó la revista. Estaba autografiada, decía: “Compañero, en el vigésimo aniversario de la revolución. Patria o muerte. Fidel Castro Ruz”.

Luego supe por la maestra que Fidel fue a Pok Ta Pok y se puso un sombrero de charro. Hubo ovaciones.

Años después Fidel y Jolopo volvieron, pero no los vimos.

Pasada casi una década, Fidel visitó Cozumel con Salinas. Pero en esa época nada era igual en él ni en la isla. Mi padre ya no estaba aquí.

Algunos domingos, cuando veo a mis hijos correr por la plaza Benito Juárez, mojarse en la fuente de luz, pienso en mi padre, pienso en Fidel. Ninguno de ellos está aquí para ver las tiendas de diamantes, los cruceros, los jeeps, las cadenas hoteleras y los vendedores de puros.

Han pasado más de treinta años de esto cuando encuentro el folder con la revista autografiada. Es domingo, hace calor. El ventilador de techo rechina como si tuviera quinientos años. Releeo la Proceso, la tomo con cuidado. Es una revista del 22 de julio de 1978. La dedicatoria ha resistido el paso del tiempo, pero mi padre y Fidel no. Ambos han muerto.

En el estado todo ha cambiado.

Quintana Roo es otra cosa, Cancún devora personas, Playa del Carmen devora selva, en Tulum no te puedes subir a las pirámides; Xel-ha, de donde pensaba zarpar originalmente el Granma, es un parque privado.

Es domingo y en Cozumel el único registro de Fidel son las figuras de cartón afuera de las tiendas de puros.~