EL CASTILLO DE IF: Donde Pedro Páramo tiene una carnicería
Un texto de Édgar Adrián Mora
Unos grillos se escuchan cerca. Pareciera que están dentro de la casa. Los chillidos lo tranquilizan. Piensa que éstos son una prueba de que su idea funciona. Antes de que comenzara la construcción de su casa nueva, mandó colocar un grillo dentro de cada tabique con el que se armarían los muros. Sin excepción alguna, hay un insecto muerto en el interior de los miles de ladrillos que delimitan las habitaciones. El hombre asegura que prefiere escuchar los alaridos de miles de grillos espectrales que escuchar el murmullo más leve de una mujer fantasma.
Los demonios de la sangre (Paraíso Perdido, 2016), novela de Alejandro Paniagua, recibió una mención honorífica en la versión más reciente del premio Lipp La Brasserie. Su autor ha obtenido variados reconocimientos, entre ellos haber ganado el prestigiado concurso “Edmundo Valadés” de cuento. Antecedentes tales preparan para suponer, con pretexto suficiente, que la calidad de la historia que nos presenta es digna de tomar en cuenta.
En esta obra, Paniagua nos interna en un entramado de referencias e historias cruzadas que convergen en puntos álgidos, violentos, trágicos. Hay en este libro ecos resonantes de Pedro Páramo, sobre todo en dos de los elementos que han hecho de la obra de Rulfo lectura obligada: la presencia/ausencia de un padre omnipotente y tirano, dueño de voluntades y destinos, pero condenado al miedo de recibir un castigo que no se encuentra en esta vida.
Encontramos también reminiscencias de Shakespeare y alusiones a los ambientes opresivos que autores como Carlos Montemayor construyen en novelas del tipo Guerra en el paraíso. La diferencia con esas obras, y lo que otorga originalidad a la obra de Paniagua, es la constante fuga que hace del realismo que caracteriza a la novela de guerrilla de la tradición latinoamericana. De hecho, en cierto punto, pareciera que esas alusiones a la lucha revolucionaria pierden sentido en términos de vía para expresar reivindicaciones sociales o cosas parecidas. La guerrilla deja de ser un personaje colectivo para convertirse en un lugar, un espacio, aquel en donde se refugian quienes son abrumados por la cotidianidad y creen que en el trajín y en el traqueteo de las ametralladoras encontrarán la paz.
Esa paz espiritual es la gran ausencia en esta novela en donde el realismo se desplaza a favor del sueño, la locura, el mundo de los muertos y el miedo hacia la revancha de éstos. En un ambiente opresivo de la ruralidad mexicana, o latinoamericana en extenso, acudimos a la historia de un hombre que ha hecho de la crueldad su divisa de vida. Que se complace torturando a su esposa y empleados. Que no duda en convertir en conscripta a su hija a partir de descubrir cómo la sexualidad de ésta se desborda en un ambiente de pocos, pero poderosos, estímulos.
Los personajes que construye Paniagua son poderosos. Deambulan de un lado a otro salpicando la angustia y el miedo que les carcome. La figura del hijo rebelado es una de las más importantes. Uno de ellos se resiste a retornar a la casa materna a cuidar a una madre que se ha sumido en delirios y cuya locura es creciente e irremediable; un personaje que desde la infancia definía a su progenitora en términos líricos así:
Mi madre es una flor con cinco pétalos quebradizos,
cada pétalo tiene un color, una forma, una textura
y un aroma distinto al que le sigue.
Así de hermosa es mi madre.
Así de monstruosa.
El otro hijo carga sobre sí la marca del bastardo. Del no reconocido por el padre que ha tomado a su madre como amante y adivina. El hijo de la bruja que decide, en determinado momento, reclamar lo que está seguro que le pertenece. Ante el oprobio del rechazo, decide compensarlo con la obtención de beneficios materiales. La traición hacia la figura paterna es concebida como justicia antes que como agravio.
Sobre todo esto flota una atmósfera fantasmal. Con un fantasma en específico: el espíritu de la esposa del cacique, en cuya muerte pareciera reflejarse la serie de vejaciones y violencias realizadas sobre su cuerpo terrenal. La presencia es constante y opresiva. Como una niebla que cubriese el pueblo y la montaña desde la cual los guerrilleros (“viles salteadores”) descienden para obtener medios de financiar su lucha.
A pesar de que la estructura, en apariencia fragmentada, de la novela supondría una serie de treguas y cambios de ritmo, lo que hay es una tensión creciente y una incomodidad con respecto de lo que se lee. Una señal de empatía con la situación que se describe. Todos hemos sentido el miedo, la angustia, la desesperación de saber que, en algún momento, quizá no tengamos memoria de quiénes somos o quiénes hemos sido. Es la sensación que queda después de leer esta novela cuya densidad refleja a un autor comprometido con lo que propone artísticamente. Recomendable, por supuesto.~
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