muerta
Mi madre estaba muerta. Lo había estado durante los últimos diez años.
Mi padre también estaba muerto, lo había estado durante las últimas veinticuatro horas antes de que yo lo recreara con sus pantalones cafés y su camisa bien planchada, su bigote espeso, su olor a cigarro y a desodorante old spice, su rostro de treinta cinco años —treinta menos que cuando murió—, el rostro que yo veía cuando soñaba con él y en mi sueño todavía lo amaba, todavía éramos una familia, todavía no había matado a mi madre. (No fue él. Fue el Gran C. Pero digamos que fue él. Digamos que el Gran C tiene el rostro de mi padre. No lo tiene, el Gran C tiene su propio rostro).
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