Paraíso Perdido: Conspiraciones en la región más transparente
Un cuento de Eric Uribares, y parte del «Paraíso Perdido»
para Jaime Guerrero
1
YO SABÍA QUIÉN era Carlos Fuentes, claro que lo sabía, pero nunca había leído ninguno de sus libros. Lo apreciaba porque siempre era muy amable y nunca se retrasaba con la quincena. Se molestaba cuando veía mi arma pero sólo me pedía que la mantuviera oculta. Nunca me regañó ni le escuché una mala palabra. Era un caballero al que había que abrirle la puerta del auto. Le gustaba viajar en el asiento trasero. Ahí extendía los periódicos a sus anchas, cruzaba la pierna y leía. Abría primero la sección de espectáculos porque decía que compensaba su nulo interés por la televisión, después se iba a las noticias internacionales. Las que nunca leía eran las de cultura, decía, mire Gabriel, el periodismo cultural ya no existe y no sé si alguna vez existió, pero tome, ande Gabriel, lea usted, porque leer lo que sea es bueno, y me regalaba siempre esas hojas que recomendaban libros del momento o entrevistaban intelectuales.
Quien me contrató fue la señora Sylvia, esposa de don Carlos. Él siempre creyó que no necesitaba de mí. Pero a la señora Sylvia le atemorizaban las amenazas, mismas que habían empezado con las marchas de los consumidores; se trataban de cartas que llegaron primero a la editorial donde publica el señor Fuentes y después al domicilio familiar. Cuando la señora llevó las evidencias a la policía, el responsable tomó la declaración y la mandó de regreso a casa con promesas vagas de investigar el asunto. Tras varias visitas de doña Sylvia por la comandancia, un día mandaron a un detective que, después de realizar unas preguntas y hurgar con minuciosidad por la casa del patrón, decidió archivar el asunto. No lo culpo, eran otros tiempos, eso de los pleitos y el terrorismo literario comenzaba como un rumor gracioso.
Pero las cartas continuaron llegando.
Fue entonces cuando me contrataron. Cuando la señora me explicó de qué iba todo aquello, pensé que se trataba de un asunto menor, indigno de mi capacidad y trayectoria; pero eran tiempos difíciles y no aptos para rechazar una buena oferta. Así que dejé la escopeta y la semiautomática en casa y desempolvé el pequeño revólver de dos tiros que uso en las vacaciones. No necesitaba más para mantener a raya a una pandilla de lectores inconformes.
El trabajo era tranquilo, incluso fue tranquilo hasta cuando dejó de serlo y la violencia y la guerra entre los intelectuales poseyó a todos. Para entonces, tenía identificadas todas las posibles amenazas y riesgos. El mismo patrón se encargaba de ponerme al tanto. Ahí están los Poetas Zombies, allá los Novelistas Cacofónicos, acá las Cuentistas en Abstinencia, decía el señor Carlos al llegar a un evento, y normalmente remataba la frase con un, le digo Gabriel, que en este mundillo todos son pandillas, mafias y catervas. Yo sólo escuchaba y no le quitaba la vista de encima. El mayor reto era pasar desapercibido, mantenerme en el anonimato. Mis colegas no pueden verme con un guardaespaldas, Gabriel, recuérdelo, usted es sólo el chofer.
Fue en una feria del libro, de ésas a las que invitaban al señor Fuentes a dar conferencias y recibir galardones. Desde un principio el asunto me olió mal. Con los años en el oficio uno adquiere sensibilidad especial para saber cuándo algo está podrido.
Aquella vez, al bajar del auto, el estacionamiento olía a cementerio. Aguarde don Carlos, le dije, algo no está bien. Pero él descendió sin preocuparse. Ya dije que al señor Fuentes le tenía sin cuidado el asunto de las amenazas y el cada vez más peligroso ambiente de las letras. Porque aquí es necesario agregar que, para entonces, el señor Fuentes no era el único en la mira de grupos literarios radicales o de lectores inconformes.
Ese día don Carlos bajó del auto y se topó con las decenas de periodistas y fotógrafos que siempre lo siguen. Yo me coloqué a su espalda e iniciamos el recorrido rumbo al auditorio. Tuve entonces el segundo presentimiento que debí tomar como definitivo para llevarme de ahí al patrón. Señor Carlos, le dije al tomarlo del hombro, espere. El patrón volteó y me dijo, calma Gabriel, estás muy estresado, te falta dormir bien.
Ya no dije más, pero me mantuve alerta y desabotoné la sobaquera donde traía enfundada la pistola. Normalmente me siento en las primeras filas e incluso hasta escucho al patrón y le aplaudo, pero ese día, durante la conferencia, me mantuve de pie recargado en el muro de un pasillo. Gracias a eso detecté el primer movimiento de los enemigos. Eran un puñado de ancianas que, con agilidad inusual para su edad, se hicieron del micrófono para leer unos párrafos de una tal Amparo Dávila. Lo que pareció una broma, se convirtió en algo serio. Otro grupo de ancianas, esta vez bastante más numeroso, entró en estampida al auditorio arrollando todo a su paso cual gacelas rabiosas. En ese momento supe que eran las Narradoras Octogenarias, reconocidas por la violencia de sus intervenciones.
Metí mano a la sobaquera y cuando quise tomar mi arma, un golpe en la nuca me sacó de balance y mandó al suelo. Al intentar incorporarme, decenas de viejecillas me golpearon a sombrillazos con la destreza de un peleador marcial experimentado. Mientras, otro grupúsculo secuestraba al señor Fuentes alzándolo en hombros como hormigas al pan. Don Carlos intentaba hacerles frente con valentía, pero ellas, como algunos lo sabíamos, eran expertas en estas situaciones y desplegaban tácticas de eficacia probada.
Todo el asunto no llevó más de un puñado de minutos, tiempo que bastó a las Octogenarias para llevarse al patrón, amordazarme y huir dejando tras de sí una estela de terror y confusión. Apenas alguien me desató, corrí tras ellas. Pero en el estacionamiento no había rastro alguno, se percibía la misma tranquilidad de sepulcro que sentí al llegar. Quise entonces avisar a la señora Sylvia, pero me habían despojado del teléfono y la billetera. Tampoco tenía las llaves del auto. Supe que había fracasado.
2
Yo sólo escuchaba los rumores en los pasillos de la redacción de Excélsior. Que había grupos de lectores secuestrando escritores, que había grupos de escritores defendiéndose de los lectores, que había grupos de lectores secuestrando lectores y que en general, todo mundo estaba formando grupos para secuestrar, autosecuestrarse o evitar ser secuestrado.
Meses antes sucedió lo del señor Monsiváis, a quien las autodefensas de consumidores literatos obligaron a orinar sobre su obra periodística. Se lo llevaron mientras veía una película francesa en la Cineteca. Entró a la sala pero ya no salió. Se supo de él días más tarde cuando apareció sedado en la misma butaca de la que se esfumó. Antes, el mundo vio por YouTube a un hombre descargar la vejiga sobre sus escritos.
Primero fueron las pandillas de lectores que exigían que las historias terminaran como ellos querían, de no ser así, protestaban frente a la casa del autor. Por supuesto, no eran muchos, un puñado de esos que se toman un Rivotril la noche previa a que el libro se encuentre a la venta y son los primeros en adquirirlo.
Pero yo sólo escuchaba las cosas como el redactor nocturno que era. Callado, bebiendo taza tras taza de café aguado, quitándome la mugre de las uñas con mi inseparable navaja suiza y transcribiendo los cables que llegaban de las agencias europeas, alejado de la acción, como una estatua de sal a mitad de un banquete.
De vez en vez, presenciaba el barullo en los pasillos y entonces sabía que las cosas se desbordaban de a poco. Algún nuevo secuestrado o quizá otro enfrentamiento entre fanáticos de ánimo iracundo.
Se formaron grupúsculos de consumidores con intereses diversos. Los lectores de poesía se mostraron particularmente aguerridos, levantaron la mano tras años de un silencio marginal, de menosprecio, de un desconocimiento que los reducía a vegetales. Los lectores de ciencia ficción creyeron ver en todo aquello el preámbulo a un apocalipsis por siempre añorado y se lanzaron a la caza de los narradores costumbristas.
Fui testigo de cómo los escritores se convirtieron en simples títeres de los lectores o tuvieron que contratar guardaespaldas, quienes a menudo no cobraban, pues eran lectores empedernidos de su autor favorito. Fueron los tiempos de todos contra todos, de pasiones desatadas, de bombazos en las plazas de toros, de consumidores ofendidos o frustrados. Y eso dio paso a un orden distinto que unos llamaban caos, otros posmodernidad y algunos, como yo, sólo entendíamos que las cosas eran un completo desmadre.
Y como a toda acción corresponde una reacción, la virulencia fue inusual. Escritores secuestrados por su único lector, editores apaleados por aspirantes rechazados, talleres literarios versus talleres literarios.
En medio de todo esto, fue que sucedió el secuestro de Carlos Fuentes. El chisme corrió cual tinta en papel revolución. Fue una tarde de domingo en que yo me encontraba haciendo la guardia. Los pasillos de la redacción vacíos e impregnados de tedio y conformismo. De pronto sonó el teléfono.
—¿Macedonio?
—Sí —respondí casi bostezando.
—¿Hay algún periodista con usted?
—No —respondí sin sentirme ofendido— me temo que el único periodista aquí soy yo.
Entonces del otro lado de la línea se escuchó un silencio que adiviné como un acto reflexivo.
—Bien, bien, no importa, habla su jefe…
—Lo sé.
—Mire, Macedonio, yo sé que usted no es la persona ideal para un trabajo de tal envergadura, sólo le pido que haga lo necesario de aquí a mañana, cuando llegue alguien de mayores aptitudes, ¿entendido?
—Entendido.
Entonces comencé a anotar lo que el jefe me decía, me contó lo poco que se sabía del secuestro, me dio el número de Sylvia, la esposa de Carlos, me dio el número del chofer, quien sufrió una crisis nerviosa y estaba en el hospital.
—Averigüe lo que pueda, ¡pida unos vales de gasolina y muévase!
Hice algunas indagatorias rápidas y en un santiamén me encontraba en la clínica, frente a la cama donde se hallaba Gabriel Méndez, chofer y escolta (cosa que luego supe y que en sí misma significaba una llamada en la primera plana) de Carlos Fuentes. Fui más rápido que la policía, así que me tocó escuchar la historia de primera mano, aunque más que escuchar, tuve que descifrarla, pues el pobre Méndez arrastraba la lengua y balbuceaba como quien se ha tragado veinte calmantes para un equino.
La información no era mucha, pero resultaba más que suficiente: narradoras octogenarias, bastón, amenazas previas; anoté en mi libreta y salí antes de que llegara algún detective de guardia dominical.
Dado que las viejecillas eran reconocidas más por su valor que por su astucia, no me costó trabajo dar con su guarida: una librería de viejo ubicada en San Miguel Nepantla, muy cerca de las ruinas de la casa que alguna vez habitó Sor Juana.
Decidí entrar haciéndome pasar por cliente.
—Hoy no hay servicio, joven —dijo una mujer de cabellos plateados, interceptándome casi a la entrada.
—Verá, sucede que tengo que hacer un regalo muy especial para una persona igual de especial, y quisiera dar un vistazo por sus pasillos, sólo unos minutos, lo prometo.
—Muy bien, pero no intente robarse nada, que tenemos cámaras —dijo, y señaló un par de pequeños armatostes que me parecieron de juguete.
A los tres minutos la anciana dejó todo en manos de las cámaras y comenzó a roncar desde el mostrador del negocio. Había buenos libros, incluso pensé en dejar lo de Fuentes a un lado y llevarme de ahí lo que parecían unas primeras ediciones de Alfonso Reyes.
En ésas estaba cuando escuché un poco de alharaca del otro lado de donde me hallaba. Pegué el oído a una pared de madera viejísima y roída y pude distinguir algunas voces. Entonces busqué una pequeña rendija y rasqué en ella con la ayuda de mi navaja suiza. Abrí un espacio suficiente para ver lo que sucedía. Tan sólo me bastaron un par de segundos para saber que la cosa iba grave. Una de las ancianas estaba por degollar a Carlos Fuentes con una navaja de peluquero, pero entonces, sentí un fuerte golpe en la nuca, un zumbido en los oídos y ya no pude recordar más.
3
Me llamo Eugenia Mata Martínez, tengo ochenta y dos años, presido al Grupo de Narradoras Octogenarias, no tengo dientes, recito de memoria algunos párrafos de Rosario Castellanos y si me apuran, también de Elena Garro. Nunca he publicado, ninguna de nosotras lo ha hecho. Publicar es el horror, se los digo yo, con mis años de experiencia.
El asunto lo planeamos por mucho tiempo. Fuimos nosotras quienes conseguimos que invitaran a Carlitos al evento, y como ya sabíamos que le encantan los reflectores, estábamos seguras de que el ratón se metería solito a la ratonera. Así estuvimos, desde meses antes a la hora del taller, entre tachoneos, correcciones y galletitas, ajustando nuestros movimientos. Porque nosotras no improvisamos, eso hay que dejarlo a los poetitas de vanguardia con alma de raperos, a nosotras nos gusta que las cosas salgan con la exactitud de un texto borgiano.
Antes, quiero confesar lo que ya todos imaginan. Del amor al odio hay un paso, dicen los sabios populares, y por supuesto, a todas nosotras Carlitos nos parecía un bombón, sólo equiparable con Mauricio Garcés, y en general todas tuvimos en nuestra primera adolescencia un pensamiento lúbrico, disculpen ustedes la frase, con Carlos Fuentes.
Pero si del odio al amor hay un paso, del amor al odio el paso se hace más chico, diría mi abuela, y pues claro que nos sentimos ofendidas de tantas cartas sin respuesta que le mandamos a Carlitos, tantas peticiones para que fuera a tal o cual feria municipal del libro, misivas con felicitaciones el día de su santo; pero nada, ni una respuesta, ni un saludo, ni un guiño en sus novelas.
Y entonces, poco a poco nos dimos cuenta de la verdad.
Carlos Fuentes murió (de manera simbólica, claro está, ¿acaso hay otra manera de morir para un escritor?) en la década de los setenta, después de publicar Terra Nostra, dejó de escribir con voz propia y comenzó a poner palabras, una detrás de otra pero como zombi, como enajenado. Y eso, señores y señoras, es morir.
Y decidimos secuestrarlo porque en realidad ya estaba secuestrado desde antes. Secuestrado por el mercado, por los editores, por la fama. Mienten los que afirman que lo hicimos por despecho, por amor mal correspondido.
Íbamos a obligarlo al compromiso de no publicar ni un libro más. Lo teníamos sentadito y amarrado de pies a una silla de madera. Y entonces sucedió.
Le dimos un bolígrafo para firmar nuestras exigencias, pero antes, pidió que le anudáramos bien la corbata, solicitó, como el caballero que es, que lo dejáramos engominarse el cabello, porque nadie puede firmar un tratado en harapos ni malas condiciones, dijo, y por supuesto, nosotras le pasamos un peine, y un poco de goma para el cabello y lo ayudamos a peinarse. Luego solicitó que le plancháramos el traje, y nosotras pues claro que no íbamos a negar tan digna petición, y corrimos por un burro y plancha y comenzamos a darle, hasta le almidonamos el cuello de la camisa. Cuando menos me di cuenta, alguna sacó una navaja de afeitar y comenzó a arreglarle el bigote.
Fue entonces cuando otra cedió a la tentación y cuando menos me di cuenta ya estaba pidiéndole un autógrafo a Carlitos, y éste, en pleno síndrome de Estocolmo, abrazaba al resto de las muchachas cual nieto bonachón.
De pronto salieron los libros de Carlitos por todos sitios, y algunas compañeras del grupo acabaron rogándole que nos impartiera un taller los fines de semana. Carlos aceptó gustoso.
Yo, señoras y señores, me marché antes de que otra estupidez pudiera ocurrir.~
Este cuento pertenece al libro Las conspiraciones fallidas, de Eric Uribares. Ed. Paraíso Perdido, 2016.
Leave a Comment