diez minutos
«Instituto Nacional de la Satisfacción»: el letrero de la puerta lo recibe junto a un logotipo que semeja una sonrisa. Oprime el botón del elevador, curioso: aún no puede creer que el gobierno haya dispuesto tanto dinero para un organismo nuevo destinado llanamente a darle placer, cualquier placer, a la población general. Más tarda en llegar al consultorio que en ser atendido: una funcionaria de alto nivel le dará diez minutos, en los que puede pedir lo que sea. Nada está prohibido (como sin duda lo habrán demostrado sus compatriotas en esas dos primeras, obscenas semanas), pero él tiene un anhelo cuya única grosería es ser cursi: quiere volar.
—¿Ir por ahí flotando, sin rumbo? ¿O para algo en específico?—le pregunta la funcionaria, una doctora decrépita, marchita.
—Supongo que iría a ciertos lugares; a ciudades imposibles, a bosques interminables, a ruinas perdidas. Dormiría en la cima más alta tras presenciar el mundo entero.
—El mundo termina en algún sitio. Únicamente hasta allí todo será interesante; después finaliza el placer.
—No. Acabando el mundo visible hay otras cosas. Nuevas caras tras las ventanas, grietas por las cuales escuchar. Oscuridades donde pasan cosas…
—Cosas sin duda horribles. ¿Ha escuchado usted rumores sobre lo que otros piden en esta misma oficina?
—¡Espiarlos me permitiría hacerlos pagar sus inmoralidades, hacer justicia!
—¡Qué va!
—Una justicia, además, inmediata. El político que goza con aprovecharse del poder, recibirá apenas con la intención del primer golpe al pueblo una patada inadvertida. Al voyeur lo mirarán todos cuando le abra yo la inadvertida cortina.
—Si usted cree que eso es lo peor que han pedido, prepárese para ser mucho más duro. O desista: llegará un anhelo ajeno tan infame que usted no podrá contrarrestarlo.
—Lo dudo. Atizaré castigos cada vez más fuertes. Nadie se atreverá siquiera a desear; me tendrán miedo.
—¿Miedo? ¿Intenta usted obtener placer de la crueldad? La finalidad de esto sería… ¿cuál?
—Paz. La tranquilidad de un mundo sin perversiones, al menos sin perversiones visibles. Acaso un gobierno más preocupado por el placer que por el poder…
—¿No le parece que ese deseo suyo, su deseo final por así decirlo, se consuma efectivamente en la mera existencia de esta misma oficina?
En ese momento acaban sus diez minutos. Todavía siente el deseo inútil de volar, pero prefiere no hacerle caso al impulso. Apura el paso a la calle, quiere caminar buen rato. Sin rumbo.~
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