el cuarto cerrado
Pegado al patio de mi infancia había un cuarto al que no podía entrar. «Ruy —ordenaban mis padres—, ahí no: adentro hay cosas peligrosas». Obviamente, yo siempre quería abrir esa puerta. Pensaba que hallaría armas o al tío Oronsio, que tanto miedo daba cuando se ponía rojo en las fiestas. Sin embargo nunca pude abrir la puerta prohibida, y me conformé con sentarme frente a ella casi diario. Imaginaba los horrores tras esa frontera (¿armas, muertos, bichos grotescos, muestras de sangre, asesinos seriales?), los enumeraba en voz alta. Tarareaba himnos a ese infierno velado, balbuceaba sus propósitos como para vislumbrarlos, para estar preparado por si algún día me volvía lo suficientemente mayor como para verlos de frente. Oyeron tanto mis padres cómo le hablaba a ese país prohibido que habitaba tras la puerta, que un día me preguntaron si conversaba con mi amigo imaginario.
Debía ser eso, claro. En el cuarto vivía mi amigo imaginario. Lo cual era extraño, porque yo no me conocía ninguno; sin embargo, algo debía tener para que mis padres me quisieran lejos de él.
Me dispuse a ver cómo era mi desconocido secuaz. Una cosa sabía: no habíamos alcanzado a hacernos amigos, pero nuestra amistad representaba una amenaza auténtica para mis padres. Ninguna travesura que yo pudiera urdir me parecía tan amenazadora, para ser honesto. De menos no lo que podía hacer solo, ni lo que hasta entonces hubiese hecho con algún amigo tangible. Octavio, el más gañán de mis compadres de carne y hueso, no podía ni patear un balón.
Hincado, pregunté quién estaba allí dentro y por qué lo habían encerrado, pero nadie contestó. Así que con una linterna iluminé bajo la puerta. Lo único que vi fue polvo. Limaduras negras. Arañas muertas. Resolví que aquello podía ser peor de lo que pensaba. El cadáver pulverizado de mi amigo estaba invadido de insectos. Seguro por eso no contestaba; seguro no me dajaban verlo porque estaba muerto. Salvo que la razón fuera que mi camarada estaba hecho de polvo y arañas, y no fuera mi amigo, sino algo haciéndose pasar por mi potencial amigo con la intención de darme caza. ¡Un monstruo! Despavorido, corrí a esconderme bajo mis cobijas.
Esa cosa seguramente era horrible, pero era mucho peor que mis padres la mantuvieran tan cerca de mí, con apenas una puerta para protegerme. Supuse que lo mejor sería liberarla y esconderme muy bien, hasta que corriera bien lejos. Empeñé mis esfuerzos de una tarde como nunca, hasta que encontré la llave; la satisfacción que pude haber sentido sucumbió a la temblorina con la que abrí el cuarto cerrado: cubiertos de polvo y arañas muertas, pesadas torres de documentos y facturas por pagar, enciclopedias viejas y fotos amarillas del rojo tío y sus igualmente rojos compadres me vieron inermes, si es que me vieron del todo. Obtuve alguna paz al ver que esos amigos imaginarios, que en realidad eran de mis padres, todavía estaban demasiado adultos para mí.~
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