el primer verso
Somos laberintos, y evidencias hay muchas. Está por ejemplo lo que me pasó con un amigo que ahora es un gordo contador, pero que antes era flaco y melancólico, o sea: poeta. Ganaba a las chicas con poemas simplones que, por esos días, cuando teníamos apenas 14 años, eran para ellas romance tangible. Una cosa les ocultaba: todos sus poemas empezaban con el mismo verso. Rezaba: «seguro de que su alma soterra un laberinto». O algo así. Da igual: la frase quería ser a un tiempo etílica, metafísica, seductora y pedante. Eso, aunque parezca mentira, le funcionaba. Quién iba a decir que con los años mi pobre comparsa se volvería una bestia con el allure de un balance contable.
Un día de tragos, hace apenas unos meses, nos dio la nostalgia. El alcohol me hizo recordar los poemas. Sus kilos ganados, le dije, eran menos graves que las letras afortunadamente perdidas. Un desconcierto y tres aceitunas le llenaron la boca; dijo no entender.
—Acuérdate, así las conquistabas…
—¿Las conquistaba? —soltó una carcajada picada de pedacitos verdes.
—¡Más que eso! Acuérdate. Se formaban para ver qué monada escribirías.
—O para burlarse. Todas se reían de mí.
Ese falso recuerdo me insultó. Recorrimos la adolescencia juntos, y mil veces lo vi cazar con éxito, usando siempre aquel mismo anzuelo. Reiteré que siempre las deslumbraba, siempre con poemas que empezaban (patéticamente) igual. Acaso lo buscaban sólo con ánimos platónicos, pero él igual era para ellas un oasis. Un patético espejismo que (¡justicia!) con los años se volvió una arenosa trampa de falsa modestia, así le dije: eres un desierto sin memoria.
—¿No te da pena? Las hiciste leer tantas veces lo mismo: «seguro de que su alma soterra un laberinto»… patético. Aun así siempre caían a tus pies. ¿Borraste todo eso de tu mente o qué? —le pregunté, más enojado que ebrio o viceversa.
—¿Estás bien? —me quiso tocar la frente— Ruy, yo nunca escribí nada; esa frase es tuya…
Insistí mucho; él me recordó que todos los amigos se burlaron de mí mil veces por esa frase pegostiosa, grosera de tan horrible; yo empecé a subir el tono en mi defensa, hasta que él huyó malhumorado de mi casa. Necio, busqué mis viejos cuadernos seguro de que yo no escribía espejismos, de que él estaba inventando todo aquello para escapar de la humillación. Tomé una libreta al azar: encontré muchas veces la frase horrible, anzuelos atados con mi letra. Oscureció de golpe y se me erizó la piel: me quedé ahí sentado hasta la madrugada, buscando escapar del laberinto de mi memoria, como bestia en el centro de un desierto.~
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