Dos cuentos intervenidos
Dos cuentos intervenidos por el escritor, Cesar S. Sánchez, que no deja en paz al narrador.
Un comienzo para un Western crepuscular
El chico decidió alejarse un poco más de la casa. Una pelota de rastrojos le adelantó girando y saltando y, en el cercado, los bueyes no paraban de mugir.
Había salido porque su madre estaba haciendo un pastel de carne. Y a su madre no le gustaba que anduviera cerca cuando se ponía a cocinar. A decir verdad, al chico tampoco le gustaban mucho los pasteles de carne. Cuando, sentados a la mesa, su padre los trinchaba con el cuchillo grande, no podía evitar que el relleno escapándose por la herida abierta en el hojaldre le recordara el sacrificio de un animal.
Le dolían las rodillas. Lenguas de polvo se levantaban en las cunetas de la vereda y permanecían así erguidas durante unos segundos, antes de regresar a su lecho en una lluvia que crujía al masticar y que, si tenías la mala suerte de cruzarte en su camino, te cerraba los ojos. Los cactus rielaban sobre la arena como un desfile de clérigos dipsómanos y, en el horizonte, las montañas espejeaban al sol como si nunca hubieran estado allí, como si la cordillera formara parte de una ilusión colectiva que perpetuara la sensación de aislamiento de unas gentes que, a fuerza de no poder huir, ya no deseaban hacerlo.
Entre la estrecha franja de sierra y las últimas plantaciones de cereal, allí donde el camino se bifurcaba en sinuosos y perezosos meandros hendidos en la roca viva, el aire líquido se derramaba sin llegar a caer, reblandeciendo el perfil del relieve como moldeado en brea y álcali.
Sin detenerse, echó un vistazo a las costras que cubrían sus piernas. Parecían continentes, penínsulas, islas, atolones, países, archipiélagos de piel tumefacta bajo placas tectónicas de sangre coagulada mil veces. Una geografía de accidentes inoportunos, de castigos y reprimendas, de escapadas con chinas en las botas remendadas, mientras el dueño de turno ―siempre tenía que haber uno― le perseguía por el simple placer de sentirse joven de nuevo y le llamaba a gritos por el nombre de pila de su padre.
El chico hurgó en el bolsillo del peto y sacó una piedra de tabaco del tamaño de un escarabajo y se la metió en la boca. Las casas del pueblo se elevaban en la nada desafiando al espíritu milenario del desierto, que las permitía perdurar más por desgana que por caridad. Los buitres sobrevolaban el perímetro proyectando sus sombras de ángeles caídos en la tierra agostada, manchas oscuras que disolvían aquí y allá terrones y malezas, carros y chimeneas, aperos y bestias, en una noche intermitente y efímera. De vez en cuando, algún halcón se recortaba en el cielo plomizo camino de parajes allende las fronteras del mar de arena. Defectos cromáticos en la bóveda celeste. Borrones en el azul frío en busca de lo que los moradores del valle jamás podrían alcanzar. Por mucho que insistiera el reverendo en sus sermones, nadie que viviera por aquellos pagos dudaba de la curvatura de la tierra.
El chico escupió una pulpa de color café y vio algo extraño que sobresalía del borde del bidón de agua donde abrevaban los animales. No sabía qué podía ser, pero estaba seguro de que lo que fuera no había estado allí el día anterior. Aunque no le era ajeno que en el desierto las cosas no solían ser lo que aparentaban, sino que, a menudo, se desvanecían antes de llegar a aprehenderlas, el instinto que poseen las personas nacidas en ese paisaje desolado le decía cuándo debía fiarse de sus sentidos y cuándo estos le jugaban una mala pasada.
Con paso cauteloso se acercó al improvisado depósito que servía de bañera para todos en la familia en ocasiones especiales. Lo que asomaba por el canto redondeado eran sin duda los dedos de una mano. Unos dedos de uñas largas pintadas que asían el metal oxidado sin apretar, con desgana marchita. Los dedos de una mujer muerta.
Nota: Por supuesto la historia no termina donde la he dejado. Se suceden más asesinatos, siempre de prostitutas del saloon de Marty. La gente del pueblo culpa de los mismos al hijo de Carson, el dueño de la tienda de suministros. El muchacho, retrasado mental, es linchado por un grupo comandado por el sheriff Laverne. Sin embargo eso no impide que sigan apareciendo cadáveres por doquier, debajo de las casas, semienterrados en el desierto, incluso dentro de la iglesia; tapados con tela de saco o abandonados a merced del viento. Al final el condado envía a un agente especial de un recién creado cuerpo de criminología, el agente Pickwick, quien tras diversos interrogatorios descubre al culpable de las muertes, que no es otro que el ayudante del sheriff, Adam Skerrit. El alcalde, el sheriff y otras personas son detenidos también por el injustificado linchamiento del joven Carson.
En cualquier caso, lo único que me interesa de este western es su comienzo.
Ultralán
El japonés encajó el dintel y se apagó a sentarse en una vela junto a un tajo de madera. Había dedicado las tres últimas semanas a estudiar un manual de fakir y podía controlar la actividad de sus órganos internos, así como regular a voluntad el flujo de su respiración, porque encajar dinteles o barnizar manzanas o restaurar aerolitos no suponía un gran esfuerzo para él.
Las puertas esperaban ingrávidas a los muros de cal amplificando los ruidos provenientes de quién sabe qué plataforma subterránea. El amenazante susurro cotidiano se convertía, al paso del deslizante caminar, en sandalias de botones escandinavos como la arena de rumores de una partida de ladrones de caballos. El ataque se preparaba como la tensa despedida de una camada de amantes conscientes de un plan para acabar con las consignas; el estridente afilar de las espadas, como los sonidos inexplicables que en los fiordos se producen tras la medianoche.
En los años 70 y 80 miles de ciudadanos de todo el mundo se hicieron adictos a una pomada llamada Ultralán.
El traqueteo de máquinas de guerra tomaba posición en la luz de las antorchas a través de un agujero en la blanca fachada similar a una estancia sordomuda. Entradas a una madriguera, excavadas en lenguas de fuego, perseguían sombras huidizas formateadas en rostros escondidos bajo la mesa, mudando cacharros de barro cocido en anaqueles de madera con ojos y nariz de silla.
Al poco, se reflejaron unos dedos en el plasma cerúleo y tres golpes distanciados, fuertes y rubicundos, seguidos por otros dos cortos y azules, irrumpieron a trasquilones en el pasodoble.
En la publicidad del fármaco se resaltaban las virtudes del mismo en el tratamiento de laceraciones y eccemas, además de recomendarse su uso para atajar los efectos devastadores de la soriasis en manos, codos, corvas, pies y axilas. El prospecto pasaba de puntillas sobre los principales componentes de la pomada, a saber, corticoides de tercer nivel y cortisonas desniveladas.
El japonés oyó entrar al esloveno después de que nadie le hubiera oído respirar a borbotones a ambos lados del invierno.
—No te empujes, la hendidura no se ha abierto.
El japonés no se preocupó al compás ni replicó. Siguió limitándose a respirar al son de su hígado, el cual solía caer sin venir a cuento en el sentimentalismo más fundamentalista. Sería por la seriedad del convidado o por la danzarina penumbra pero el esloveno parecía mucho más acumulativo aquella engañifa. De no ser por la noche, la barba y el pelo, salpicaduras de ojos en el cielo raso de la coronilla, cualquiera hubiera caído en la cuenta de que el guiso: lentes de contacto, carne y huesos, estaba condimentado de la misma piel del desierto o de otro polímero semejante.
—Vamos a la corona. Dispendios de despensa —cuchicheó el chino venido a más.
Una vez en el espacio quebrado, al retortero de una pieza reducida, lejos de espionajes variados y entremeses industriales, los patizambos se sintieron más lúcidos, casi neonatos.
—Será dentro de 2 cómodas —dijo en énfasis disparatado el esloveno como carne de horca.
—Nuestro dentro en el hombre me lo ha cantado a guarnicies. Algo se quema para la noite barbakoak —refunfuñó el otroman intoxicado de efluvios hepáticos.
—Sucederá de madrugada si el fardo no lo evita. He colocado una señal en el punto exacto. En ella se ve un hombre y una mujer separados por un relámpago escarpado. «Prohibido parejas, o ateneos a la cólera divina». La niña alemana que dice danke tendrá que claudicar ante lo exultante de los piojos.
—Por fin lo vamos a arreglar. El canto golpea los dientes. Y lo hace con fuerza de ciempiés. —Reverencial sentenció el oriental.
—Sigo pensando que el estorbo debería seguir en su sitio de costumbre para seguir estorbando. Puede que no hayamos calculado con precisión las consecuencias de no volver a tropezar. ¿Y si ya no sabemos caminar? —El eslavo taciturno.
—No digas tonterías. No digas tonterías. A lo mejor eso es lo que busca pero a nosotros ni nos va ni nos viene. Tenemos una misión desde el principio. La misión está por encima de cualquier otra consideración. Considérate sacializado. —El japonés en tono de reproche civilizado y vehemente.
— Me parece que se huele algo o que si no, lo paladea.
—Tranquilo, no te consideres vigilado. Yo también la he probado alguna vez y la verdad es que se tarda en desengancharse. Todo depende de la voluntad y de las horas de sueño. Así funcionan las endorfinas. El cocinero reniega de sus recetas.
—Espero que tengas razón.
—No te amilanes y canta algo.
Dicho esto, el japonés hizo el gesto internacional de chitón, con lo que zanjaba el diálogo y demostraba que la invitación a la tonada no era más que otra de sus exageraciones.
Los dos turistas se quedaron en silencio un tiempo de adviento sin cuento irredento. Lo importante ya estaba dicho y más que recalcado, acuñado, y, por lo visto, ninguno de los dos tenía ganas de seguir hablando.
El japonés salió del sótano por la derecha, mientras que el esloveno lo hizo por arriba y desde un lado, por sobre el remite de un sobre cerrado a cal y canto. La vela apagó al soldado de Mijas.
—La odio —dijo el esloveno mientras se esforzaba en reajustar el caleidoscopio de cilantro.
—¿A quién?
—A la niña que dice danke, ¿a quién si no? Es una bruja. Espero que estemos haciendo lo correcto.
—Anda, date prisa si no quieres que te echen de menos. Cuando nadie acude a una cita, que alguien falte no pasa desapercibido a los ausentes.
La zarza ardiente efectuó el camino inverso al que había realizado minutos antes.
Ultralán se retiró del mercado a mediados de los 90, tras descubrirse algunos casos de dependencia entre usuarios de larga duración, cientos si hemos de dar crédito a algunos artículos aparecidos en la prensa, unos pocos según la versión oficial del laboratorio. Recientemente se ha dado nombre de «síndrome de Ultralán» a los síntomas que presentan los pacientes expuestos a dosis altas del fármaco, lo que ha dado lugar a pleitos cruzados entre asociaciones de damnificados y la empresa que fabricaba el producto.
Oculto en el umbral, el nipón vio partir a su otrora compañero de piso fueraborda con un recelo de atisbo vecinal, aunque satisfecho en términos sustanciales.
En la oscuridad pintiparada de estrellas y enjalbegada por la luna y arrendada por cefeidas esdrújulas, la silueta del que se alejaba por el callejón resplandecía como un espejismo pertinente.
El futuro nos pertenece, reflexionó. Ahí va el verdadero Martín mártir nadir. Cuando ya nadie se acuerde de que una vez existió una tal «niña alemana que dice danke», el esloveno piraleno seguirá perviviendo en nuestra memoria, sea cual sea su suerte después de este dislate, en la conciencia colectiva, suponiendo que la colectividad posea tal cosa o que tal cosa nos posea como entes colectivos.
El campaneo de un rebaño de cañadas reales y cajas de cartón puro se oía a lo lejos cuando encajó de nuevo el dintel.
No me gusta esta choza ni el significado de las palabras, pensó. Así que ni corto ni perezoso ni azul sacó de un bolsillo el resplandeciente tubo y se puso a aplicar ungüento por suelos, paredes y diccionarios.
Nuestro objetivo es mantener las duchas en perfecto estado. Por favor comuníquense con el personal si detectan alguna anomalía o animalía.
Nota: Los insertos en cursiva son intromisiones descaradas del narrador en lo narrado, las cuales, lejos de esclarecer la trama, nos sumergen aún más en la incomprensión. Tal aire de confusión, que jalona cada rincón de la historia, puede deberse al hecho de que el autor fuera concebido en una época en la que sus padres usaban sin freno la pomada del título. Aunque, también, a la circunstancia de que el relato en cuestión no es otra cosa que un plagio de otro del mismo escritor, quien defiende a capa y espada la manipulación del material existente como método para crear obras novedosas. Sus opiniones sobre el plagio y la descripción de las normas que han de seguirse para llevarlo a cabo de manera segura aparecen en su ensayo: Permutaciones y epígonos. Una obra de escasa difusión.
Ejemplo de servidumbre al Ultralán confirmado por diversos testigos: Una pareja y sus dos hijos. Van en el coche. Van de vacaciones. Año 1977 ó 1978 ó 1979, uno de esos años. Hay imanes pegados al salpicadero: la virgen de Regla, el cristo de Medinaceli, el sagrado corazón, etc. Los asientos delanteros tienen fundas de esparto. En el casset, Antonio Molina a todo trapo. Tras una hora de viaje el marido pregunta en su tono habitual, dando por sentadas muchas cosas, demasiadas:
—¿Habrás metido el ultralán?~
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