El problema de ser sincero

La sinceridad es un acto inquietante, perturbador. Un texto de Alexis Santiago

 

 

¿Qué dosis de verdad es capaz de soportar un hombre?
Friedrich Nietzsche

Seamos nosotros mismos en nuestro pensar y en nuestro obrar,
nosotros mismos en todo lo posible.
Henrik Ibsen

LAS PERSONAS NO son sinceras unas con otras. La razón es bastante sencilla: para ser sincero con los demás es necesario ser sincero con uno mismo. Pero ¿cómo podríamos ser sinceros con nosotros mismos si no nos conocemos, si nunca nos hemos buscado? El consejo socrático «conócete a ti mismo» no es superfluo, no es una invitación a observarnos en el espejo; es, fundamentalmente, una invitación a volvernos dueños de nuestras acciones, a derogar los prejuicios morales que nos ha inculcado el engranaje social. ¿De qué manera podemos actuar según nuestros propios pensamientos, según nuestras propias voliciones? Identificando los instrumentos de domesticación a los que hemos sido expuestos desde infantes. Karl Jaspers observa que los niños poseen una genialidad que pierden cuando crecen, es decir, cuando son sometidos a la voluntad de la religión, del Estado, del capitalismo, etc. Los niños son seres puros porque son seres que desconocen los prejuicios morales.* La Biblia –que ha sido malinterpretada por los próceres de la iglesia durante siglos– ofrece un gran ejemplo en los Evangelios: Jesucristo, en una de sus tantas parábolas, advierte que para ingresar en el reino de Dios es imprescindible ingresar como niños, o, dicho de otro modo, como seres ahítos de libertad.[1] Entonces, siguiendo el pensamiento de Jaspers, Dios no se presenta como un objeto religioso del conocimiento, sino como una revelación para la existencia, es decir, para el acceso a la libertad.[2] Con este proceso dialéctico hemos eliminado al dios ruin, áspero, pero paradójicamente amoroso e indulgente que tanto vindican los prosélitos bovinos del cristianismo. La única manera de llegar a Dios, según hemos visto, es trocándonos en seres libres. Y la única forma de alcanzar este estado es identificando nuestras ataduras, rompiéndolas. Pero tenemos que dejar esclarecida una cosa: el dios del que aquí hablamos no es el dios hostil, sanguinario e intransigente que denostaron Bakunin o Schopenhauer, no es un dios que exige obediencia insensata; este dios es un dios que se revela en el momento en el que adquirimos la conciencia de nosotros mismos. En el momento en el que somos realmente sinceros con nuestra propia persona. Hasta Juana de Arco, que era profundamente religiosa, llegó a expresar lo siguiente: «Aunque Él me mate, pondré en Él mi confianza, pero mantendré mis propias ideas ante Él.».[3]

[pullquote]Ser sincero no es, a posteriori, un problema para nosotros, pero sí un problema para los demás.[/pullquote]

Ya hemos señalado la raíz del problema, pero ¿qué sigue? Supongamos que nos hemos llegado a conocer o que por lo menos hemos llegado a comprender al desconocido que éramos; que hemos roto los eslabones de las cadenas que nos mantenían como estáticos espectadores ante la comedia de la vida; que nos hemos erigido en incansables perseguidores de la libertad, ¿es esto suficiente? ¿Podemos desde ahora afirmar que somos filósofos, que somos seres libres? Nietzsche nos otorga una respuesta inmediata: «un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo.».[4] Entonces, ¿nos quedaremos callados frente a las circunstancias adversas? ¿Bajaremos la cabeza cada que una figura de autoridad transite en nuestro camino? ¿Dejaremos de ser sinceros para eludir las rabietas o las amenazas de las medianías? Sócrates fue condenado a la cicuta porque expuso a la luz del día la idiotez de sus contemporáneos; a Nietzsche, que es quizá el único hombre verdaderamente sincero que ha deambulado sobre la Tierra, sólo le sobrevivió un amigo al final de su vida: su sinceridad sin escrúpulos los había alejado a todos de su lado; ¿no fue asesinado Pasolini porque denunció la putrefacción política imperante en la sociedad italiana del siglo XX? Ahora nos damos cuenta de que la sinceridad no sólo presupone estudiar arduamente nuestra condición de hombres, sino que exige, para estar completa, un holocausto. ¿Quién está dispuesto a dar su vida o a comprometer sus relaciones con tal de ser sincero? ¿Estamos preparados para volvernos superhombres a expensas de nuestra integridad? La sinceridad no es, como podemos apreciar, una virtud de holgazanes, estólidos o conformistas, es una virtud de seres adelantados a su época, de seres que no desean que su vida transcurra en los hipogeos de la conciencia, en donde abundan los malolientes e insoportables cadáveres de la ignorancia. Ser sincero no es fácil, como tampoco es fácil renunciar a la comodidad que significa que otros piensen por nosotros. Incluso Galileo, que fue un gran astrónomo, tuvo que retractarse ante los tribunales para evitar el castigo eclesiástico.

Toda nuestra sociedad descansa sobre los adustos hombros de la hipocresía, ese titán infranqueable al que tildamos con el falso rótulo de tolerancia. ¿Y qué sucede cuando una persona rechaza los viles estatutos de la hipocresía? Es acusada de malevolencia, de perversión o de insensatez. Esta circunstancia denuncia un buen fundamento: cuando un esclavo (en el sentido moral de la palabra) se enfrenta con un aristócrata (en el sentido ético de la palabra), teme que su arbitraria vanidad se vea rebajada a olorosa bosta de cordero. De modo que para contrarrestar esta contingencia, recurre al oprobio, a la descalificación o al embuste. Por eso Cristo fue crucificado; por eso Juana la Doncella fue quemada viva; por eso Séneca murió bajo las órdenes de Nerón. La sinceridad es, para utilizar una expresión cara a Bernard Shaw, una suerte de pasión moral, un impulso que nos conduce a obrar según nuestros designios, según nuestra propia conciencia.

Ser sincero no es, a posteriori, un problema para nosotros, pero sí un problema para los demás. Recordemos que la acusación de Melito contra Sócrates no fue sino un engendro de su arrogancia, de su impotencia, de su inferioridad. Pues ¿a quién le gusta que le señalen sus defectos, que le demuestren con justas razones que es un imbécil? De ahí que ser sincero suponga, al mismo tiempo, ser autocrítico. Pero la autocrítica no se enseña en las escuelas como el álgebra o la gramática, la autocrítica se adquiere ponderando nuestra naturaleza, apelando a los grandes maestros del pensamiento. Sabiendo esto, podemos decir con Schopenhauer que la opinión de los espurios es accesoria, pues sólo nosotros conviviremos hasta la muerte con nuestra personalidad. Cierto: los necios se reirán a nuestras espaldas como hienas en manada, aguardando a que demos un mal paso para arrojarse, hambrientos, encima de nosotros. ¿Les permitiremos arredrarnos? ¿Seremos tan mediocres como ellos? Después de todo, el mismo Schopenhauer propaló a mediados del siglo XIX una verdad irrefutable: «Lo verdadero y auténtico ganaría más fácilmente un espacio en el mundo si aquellos que son incapaces de producirlo no se confabularan al mismo tiempo para evitar su surgimiento.».[5]

Recapitulemos: el problema de ser sincero comienza cuando descubrimos, en primera instancia, que somos seres que han sido modelados según el arbitrio de un conjunto de fuerzas políticas, económicas, morales o religiosas, cuando admitimos que no perseguimos nuestro propio fin sino el fin de otros. En segunda instancia, el problema de ser sincero se presenta cuando queremos llevar el conocimiento de nosotros mismos al ámbito cotidiano, cuando nos resistimos a formar parte de la ignorante multitud en favor de nuestras voliciones individuales. En última instancia, el problema de ser sincero se manifiesta cuando nuestra sinceridad expone, por su esplendor, la hipocresía de nuestros contemporáneos, los que, abrumados por nuestra autarquía, harán cualquier cosa para demostrar que estamos equivocados. Shaw precisa con lucidez esta actitud en uno de sus admirables prefacios: «No les es tan fácil a los gigantes intelectuales**, que no odian ni tratan de ofender a sus prójimos, darse cuenta de que, a pesar de esto, sus prójimos odian a los gigantes intelectuales y se gozarían en destruirlos. Odian no sólo por envidia, porque el contraste con un ser superior los hiere en su vanidad, sino con suma humildad y honradez, porque se sienten amedrentados.».[6] ¿Queremos, pues, ser gigantes intelectuales o queremos, por el contrario, ser insignificantes bestias sin convicción? ¿Seremos lo bastante sinceros con nosotros mismos para responder a esta pregunta?***~

 

Referencias

[1] Véase: Marcos, 10: 14-16.
[2] Jaspers, Karl. La filosofía desde el punto de vista de la existencia. FCE, México, 1980. p. 38.
[3] Shaw, Bernard. Comedias escogidas: Santa Juana. Aguilar, Madrid, 1957. p. 1140.
[4] Camus, Albert. El mito de Sísifo. Alianza Editorial, Madrid, 2011. p. 13.
[5] Schopenhauer, Arthur. Prólogo a la 3° edición. El mundo como voluntad y representación. Trotta, Madrid, 2009.
**A veces, como señala Shaw, no es indispensable que el gigante intelectual sea un erudito. Juana de Arco no lo fue; ni lo fue Cristo. Fueron gigantes por el hecho comprobable de que fueron sinceros.
[6] Shaw, Bernard. Comedias escogidas: Santa Juana. Aguilar, Madrid, 1957. p. 1104.
***Es indudable que todas las personas admitirán que quieren ser mejores; la realidad es que muy pocas harán algo para conseguirlo.