De un outsider a otro
Iliana Vargas pone a dialogar a dos escritoras que, aunque exitosas en parámetros editoriales, siguen siendo outsiders: Guadalupe Nettel y Samanta Schweblin
Il n’est pas donné à quiconque d’aborder les extrêmes,
soit dans un sens, soit dans une autre.Lautréamont
[No a cualquiera le es dado abordar los extremos,
sea en un sentido o en otro.]
I: In pero out // side //
COMO ESTA CUESTIÓN de la otredad tiene mucho que ver con el juego y el experimento, estuve preguntando por ahí, a gente que estudia letras, escribe o que suele leer bastante, si conoce a Samanta Schweblin. Quienes reconocieron el nombre, afirmaron que no la han leído; algunos no sabían que es argentina, que es contemporánea de la generación del 70, ni que es narradora. Les pregunté entonces por Guadalupe Nettel, y la mayoría contestó que ha escuchado el nombre, pero no la ha leído; algunos, que conocen uno o dos libros de ella; otros dijeron que no la han leído pero que no les llama mucho la atención, y algunos no sabían que es mexicana. Esto me lleva a reflexionar sobre algo importante cuando pienso en la naturaleza del outsider: ¿qué tanto se elige y qué tanto se asume como azares del destino serlo? ¿Se es outsider porque se busca la marginalidad, o la marginalidad depende de la elección de los lectores? Y me pregunto esto porque curiosamente, ni Samanta ni Guadalupe son outsiders en el sentido de que se muevan en el ámbito underground o alternativo; por el contrario, ambas han obtenido premios en reconocimiento a su obra, ya sea por un cuento o por la compilación de ellos. De hecho, el Premio Internacional de Narrativa Breve Rivera del Duero, que este año fue para Samanta Schewblin [1978] por Siete casas vacías, fue para Guadalupe Nettel [1973] en 2013, por El matrimonio de los peces rojos, lo que me hace pensar que por lo menos han leído estas obras la una de la otra. Sin embargo, creo que no sólo éstos, sino también sus libros anteriores, a pesar de estar publicados en sellos de buena circulación en el mundo de la mercadotecnia editorial como Páginas de Espuma, Anagrama o Almadía, y estar traducidos a diversos idiomas, son, en México, apenas conocidos por la mayoría de la gente que suele leer, reduciéndose, como siempre, a un pequeño núcleo de lectores entre cuyos gustos destaca la fascinación por lo extraño, o poco convencional [y me refiero de lleno a la obra], aunque esté en la mesa de novedades, y aunque en las fichas biográficas que circulan por la red, a estas autoras se les denomine como «una de las voces más representativas de su generación» [sic]. Es aquí cuando uno se pregunta ¿Representativas de qué? Y es entonces cuando aterriza esta enorme paradoja de lo que significa ser outsider: no se trata sólo de estar al margen de las modas o las corrientes más populares/avaladas por la estética aceptada del momento en cualquiera de los ámbitos creativos; se trata de escribir de forma tan particular, que, a pesar de estar posicionado por el reconocimiento internacional, no se ocupa un punto geográfico en el mapa literario del lector común. ¿Ser outsider, entonces, se convierte en una forma de elitismo? De alguna manera sí, si se piensa que los libros que con el paso del tiempo adquieren la categoría de «joyita», «de culto» o «inconseguibles», cuando se consiguen, son caros, a menos que se tenga la suerte de encontrarlos en algún puesto o librería de viejo, o lleguen a «liberarse» vía Internet, o, en el mejor de los casos, se distribuyan en PDF o fotocopias entre los interesados, que, como sabemos, suelen ser pequeños círculos de lectores, casi de carácter sectario. Pero sobre todo, ser outsider tiene que ver con la manera en que lo que se escribe no es para cualquiera, y no porque ello implique una superioridad o complejidad sintáctica, estructural o lingüística comprensible sólo para quienes hayan estudiado literatura, sino porque exige al lector la capacidad de imaginar y de trastocar las vías de la realidad a través de un pacto que implica salir de lo conveniente, para entrar a un plano de juego real/irreal donde la experimentación y la subversión de lo que se puede y lo que no se puede toman el mando. El escritor outsider, por naturaleza, necesita que quien le lea sea alguien avezado, curioso, inconforme, con ciertas particularidades abisales o detectivescas, por la simple razón de que en sus libros se dice de otra forma lo que ya se ha dicho sobre el amor, los héroes, los dioses, la guerra, los sueños, el horror, el terror, los monstruos y los fantasmas. Su otredad radica en la posibilidad de despertar en quien lee, la conciencia de buscar lo otro que descansa en el mundo, y que se revela si se le sabe invocar.
La mayoría de las veces pensamos en el outsider como en la figura desastrosa, irreverente, fuera de lugar, políticamente incorrecta, oscura, secreta… Sin embargo, creo que es importante distinguir entre la noción de lo que se suele considerar outsider, y lo que hace que un escritor –o creador en general– lo sea. Yo identifico cinco tipos:
- El que es alienado de nacimiento, es decir, quien tiene una enfermedad psicológica o fisiológica pero que en vez de reprimirla la explota a través de la creación [el art brut, por ejemplo].
- El que se va alienando por naturaleza, creador o no, que conforme va creciendo y va tomando conciencia de las estructuras y las convenciones que le rodean, siente y sigue el impulso de no formar parte de ellas.
- El que se margina por elección, que incluye a los creadores que trabajan sin preocuparse mucho por dar a conocer lo que hacen, o a quienes deciden alejarse de la bulla artística pero se mantienen activos durante la mayor parte de su vida, y su obra se difunde en tirajes reducidos o de poca circulación, por lo que suelen ser «descubiertos y rescatados» cuando son viejos o mueren.
- Los que se marginan también por elección, pero a causa de motivos políticos y sociales, pues suelen estar en contra del mainstream cultural de su país, lo cual no impide que trabajen y publiquen constantemente, pero su obra sólo se conoce en circuitos independientes. A veces, cuando mueren, también suelen ser «rescatados» y publicados.
- Los que resultan outsiders involuntarios, pues aunque son reconocidos y con obra publicada y en amplia circulación, su escritura demanda un tipo de lector muy reducido y específico, como es el caso de Schweblin y de Nettel. Aquí incluiría a los escritores que tienen la fascinación por crear personajes y situaciones frikis o del mundo outsider, por lo que no suelen agradar a la multitud, y ellos, los escritores, lo saben, lo disfrutan, y siguen escribiendo y publicando aunque su nombre no diga nada a nadie en el jolgorio editorial.
Las ganas de provocar
A mí se me da eso de hablar sobre aquello que me obsesiona. Cuando algo me obsesiona, significa que ese algo ha cumplido la función de removerme la entraña, de cambiar de alguna forma la percepción de lo que me rodea, de buscar nuevas formas de construir mi propia escritura. Y ese algo, en este caso, es la manera en que la narrativa de Guadalupe Nettel y de Samanta Schweblin logra provocar, sacar de su zona de confort al lector y desencadenar reacciones físicas; en mi caso, náuseas, ansiedad, asco, sofocación, vértigo o frío, además de poner a funcionar la maquinaria de la intuición, la reflexión y la elucubración.
Pero, ¿habrá sido eso lo que ellas esperaban como reacción a sus historias? Quizá si les preguntáramos…
—¿Ustedes imaginaban, mientras escribían, que las acciones de sus personajes serían capaces de provocar reacciones físicas y psicológicas en el lector?
Samanta Schweblin: En principio tengo una fuerte conciencia de cierta animosidad que quiero transmitir. Un estado emocional y de incomodidad física despojado de lo argumental, suena un poco cursi pero es así […] para que la literatura empiece, algo nuevo y distinto tiene que pasar, y eso vale tanto para Lovecraft como para Carver. Siete casas… es un libro que habla de este recorte que hacemos como «lo aceptable». Qué comportamientos sociales son buenos o malos, posibles o imposibles. Las convenciones sociales son como las anteojeras de los caballos, evitan que se distraigan y se asusten pero sólo los dejan ver para adelante. Concentrarse en lo inmediato implica ignorar una realidad que sucede a tu lado. Siempre me pareció curioso que hay mucha literatura de lo extraordinario y anormal que insistimos en llamar fantástica, pero una cosa es lo imposible y otra es lo que difícilmente sucede. Las narraciones más interesantes son los sucesos improbables pero posibles. En este libro enfoqué esa extrañeza desde la interioridad, los comportamientos y pensamientos de los personajes: es la zona en que somos más sinceros y auténticos. Te conectás con el otro, te enamorás o te haces amigo cuando te muestra su locura. Aunque sea lo que siempre tratamos de ocultar.1
Guadalupe Nettel: Yo sé que muchas veces mis historias son oscuras o la sicología de mis personajes las vuelven así. Escribo mucho sobre la inadecuación o sobre la exclusión de las personas con características físicas o sicológicas diferentes a las de la mayoría. También escribo sobre muchas cosas que los demás no quieren voltear a ver, como la enfermedad, la crueldad en la pareja o en la familia, la muerte, el luto. Sin embargo, es verdad que busco que las metáforas que utilizo para hablar de estos temas vuelvan todo un poco más soportable y liviano, más comprensible quizás.2
Si uno lo piensa bien, si piensa bien en ellas, en la apacibilidad de sus rostros, en que son bien amables y sonrientes cuando hablan, sería difícil relacionar esta imagen con la provocación; pero si se piensa en el yo escritural, de inmediato la imagen se transforma y aparece esa sonrisa siniestra y pícara que dice sí, molestemos un poco al lector, hagámosle sentir esta otra realidad. Esa expresión siniestra la percibo más en Samanta que en Guadalupe, y ésa sería su confrontación más evidente: la crudeza ruda vs. la crudeza sutil con que abordan la realidad y la trastocan, con que plantean sus respuestas y sus preguntas, ya sea desde el plano yo/escritor o yo/persona.
Y bueno, pues como soy bien susceptible a los juegos, las extrañezas y las invitaciones a percibir las cosas de distinta manera, encontré, sobre todo en Pétalos y otras historias incómodas y El matrimonio de los peces rojos, de Nettel, y en Pájaros en la boca y Siete casas vacías, de Schweblin, esta singularidad, expuesta –o interpuesta, mejor dicho– de manera muy peculiar.
La mayoría de los cuentos que hay en Pétalos…, plantea situaciones muy relacionadas con lo escatológico, con las sensaciones extremas, con la intención de experimentar lo grotesco en su ámbito más puro y literal para constatar que se está vivo, o que se pueden renovar las ganas de estarlo a través de un encuentro con lo repulsivo. Quizá es un ejercicio como de confrontación propia en el sentido de que uno de los elementos principales de este libro se enfoca en la mirada, una mirada que, como sabemos, es físicamente anormal en Guadalupe. En esos cuentos, ella elabora ciertos rasgos de personalidad maniaca que se refleja en actos no convencionales: personajes que hacen cosas que la mayoría calificaría de enfermas: fotografiar párpados anormales y desarrollar una fijación casi amorosa por ellos, por la expresión extraña que adquieren los rostros deformes; estar espiando al vecino de enfrente y no desviar la mirada aunque éste se masturbe al borde de la ventana de su cocina; descubrir cualidades de planta en la personalidad propia y en la de quienes nos rodean, y, a partir de ello, reconfigurar la vida siendo congruente con la planta –que es como el doble de uno-, aunque ello implique cortar de raíz con las personas/plantas con las que se convive a diario; auto flagelarse arrancándose los cabellos como respuesta a la sensación de no pertenencia; obsesionarse con una mujer y seguir su rastro guiándose como los animales, a partir del olor de la orina… Justo esa historia da nombre al libro: «Pétalos», y de ella extraigo un fragmento:
Entre la variedad de manchas diminutas –el excusado siguió limpio en apariencia durante toda la noche– encontré las huellas tímidas de mi Flor. No me costó ningún trabajo distinguirlas del resto. Primero porque casi no había resto, y segundo por la fugacidad de su estela, la misma fugacidad verdosa de antes pero esta vez repartida en la taza. Era como si toda la vida se le hubiera escurrido de muy adentro. La imagen me golpeó tanto que debí levantar el rostro unos segundos para respirar: ¿De dónde había sacado fuerzas para salir del baño? […] Dudé del tamaño de su boca y los tonos de su orina me provocaron incluso asco, la certeza de que toda ella había empezado a pudrirse.
Uno podría decir ¿eso qué, a quién incomoda? Sin embargo, creo que la intención no es el impacto gratuito o evidente; no se trata de exponer situaciones o imágenes de nota roja para que uno se conmocione con lo que lee en primer plano y entre líneas. Es necesario ser honesto con uno mismo cuando se enfrenta a la literatura y descubre que si lo que ahí se cuenta ocurriera en verdad, de manera cercana, nuestra reacción no sería fría ni indiferente. Yo percibo en estos cuentos y en los de El matrimonio de los peces rojos una confrontación con lo que me rodea: las personas y la necedad/necesidad de relacionarme con ellas; los animales y la manera en que logro o no cierta empatía con ellos porque me identifico con sus actitudes, que resultan ser muy parecidas a las de los humanos. Ello también resulta uno de los temas principales de Samanta, quien en el cuento que da título a la compilación de Pájaros en la boca, presenta un matrimonio separado, cuya única hija de pronto expone una afición bizarra: se alimenta de pájaros vivos, como queriendo mutar en un espécimen sin otro fin en la vida más que sentir las plumas y la sangre tibia entre los labios, sin perder la noción de que es una niña, con papá y mamá, pero de condición distinta a la humana:
Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando saltitos de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro.
Por supuesto, hay una extraña atracción/aversión por esta imagen, pero cuando se evoca la sensación que experimenta Sara, como si ocurriera en la lengua de uno, la repulsión invade el cuerpo. Eso: invadir el cuerpo, arrojarlo contra uno mismo y contra los otros, contra lo otro, es lo que ambas logran con su escritura, una de manera más cercana a los hábitos cotidianos y la otra, también desde lo cercano, pero jugueteando más con los lindes de lo sobrenatural, y las dos, con la clara necesidad de asimilar lo extraño como propio, lo extraño que a veces resulta uno para sí mismo, y de la misma manera, lo que está alrededor, sin entender bien por qué está ahí. Así ocurre en «Bajo tierra», uno de los cuentos más angustiantes de Pájaros… donde un grupo de niños empieza a excavar sin razón alguna más que ver qué hay bajo un montículo que sobresale de un llano, y, sin pensarlo, van creando un pozo por el que se dejan tragar y extraviar bajo él, hasta que desaparecen, dejando en su lugar un ambiente ominoso que se va haciendo grande, casi tangible, conforme avanza la historia y la angustia de los padres se le contagia a uno, pero sobre todo, la asfixia que supone estar ahí abajo; moverse y respirar en corredores subterráneos. Los hijos perdidos. Los padres deshijados. El salto, esta vez, hacia «Guerra en los basureros», la historia más repugnante pero más entrañable de El matrimonio de los peces rojos: una pareja se divorcia, el padre desaparece y la madre entra en una crisis nerviosa tal, que no puede hacerse cargo de sí misma y abandona a su hijo en un ambiente de familia modelo. Sin embargo, este modelo es castrante, y el niño se convierte en un pequeño outsider que sólo logra identificarse con la soledad de una cucaracha niña, cuya familia también ha sido destruida, devorada por otra que se destruye a sí misma:
Nadie, además de ustedes, se come a las cucarachas. Pero todo lo que hacemos se paga en esta vida. Después no se extrañen de su mala suerte. […]
La única compañía que tuve en ese momento fue la de una cucaracha muy pequeña que permaneció toda la noche junto al buró de la esquina. Una cucaracha huérfana, probablemente asustada, que no sabía hacia dónde moverse.
Lo orgánico se impone en estos cuentos como queriendo hermanar ese tipo de equilibrio entre lo humano y lo que no lo es, pero también está vivo y obedece a un ciclo natural de construcción/destrucción, de autoexploración en un proceso de observación y reflejo en lo otro, de reconocimiento de la enfermedad. Exacto: la enfermedad y el deterioro físico y mental son una constante, a veces evidente y a veces más sutil, o metafórica, como en el caso de «Hongos», donde la destrucción del cuerpo avanza junto con la destrucción emocional, expandiéndose justo igual que eso: hongos. La enfermedad inherente al individuo cuando despierta en él la necesidad de ser otro, de manifestarse como algo ajeno al establishment social/moral/cultural, se revela también en los cuentos de Siete casas vacías, de Schweblin, en los que casi siempre se parte del hartazgo, de la inconformidad, de la lucha entre un mundo racional y uno alienado, ya sea por el deterioro físico o psicológico, o sólo por las ganas de estar en un lugar donde las reglas funcionen de forma diferente. La historia que se conecta de forma más directa con esta idea, es «La respiración cavernaria», cuya extensión y complejidad merecen un texto aparte, pero en esencia, habla del proceso de desmoronamiento de una mujer que tiene que sintetizar, en unas cuantas líneas, lo que da sentido a su existencia cada día:
Cuando empezó a oscurecer, la espalda le dolía y un hormigueo fuerte le trepaba por las piernas. Sacó las manos de los bolsillos y se encontró la lista. La lista decía:
Clasificarlo todo.
Donar lo prescindible.
Embalar lo importante.
Concentrarse en la muerte.
Si él se entromete, ignorarlo.
Entendió que algunas cosas cambiarían, y que no sabría qué decisiones tomar, pero que, injustamente, su respiración seguiría ahí llenándole los pulmones.
Y quizá se observe de forma más inmediata en «Mis padres y mis hijos» [otra vez los hijos y los padres], cuyo inicio expone, sin más, la provocación:
—¿Dónde está la ropa de tus padres? —pregunta Marga. Cruza los brazos y espera mi respuesta. Sabe que no lo sé, y que necesito que ella haga una nueva pregunta. Del otro lado del ventanal, mis padres corren desnudos por el jardín trasero.
—Van a ser las seis, Javier —me dice Marga—. ¿Qué va a pasar cuando llegue Charly con los chicos del súper y vean a sus abuelos corriéndose el uno al otro?
«¿Qué va a pasar?», es una de las preguntas, si no es que la central, que le invade a uno mientras lee a Samanta. Y es una pregunta acompañada de cierto atisbo ominoso porque, como el título del libro lo señala, todo ocurre en el lugar que consideramos más seguro, propio e identitario: la casa. Pero las casas, como ente vivo que son, desatan esa otredad que permanece oculta en sus habitantes cuando salen a la luz del día, a la calle, donde –expuestos– nadie, en realidad, puede verlos. Y Samanta y Guadalupe bien que lo saben y por eso usan los espacios domésticos junto con todo lo que debería suponer confianza y seguridad –como la familia y la pareja– para delatar la extrañeza que el ser humano siente sobre sí mismo a partir de su interacción con los otros y con lo otro. La extrañeza que puede haber en un gesto, un movimiento, un remover de cosas, de entrar y salir de los espacios congelados de la casa a la calle y luego de nuevo a la casa, para que algo cambie, algo suceda, algo distinto a lo que impera en lo estático.
De eso se trata al responder a estas provocaciones de Samanta Schweblin y Guadalupe Nettel: de que uno sea capaz de reconocer la propia alienación en los movimientos, las palabras, las sombra y las actitudes de quienes menos se espera: ser otro en el otro, ateniéndose a todo, por sorpresivo que sea, que de uno en él se pueda encontrar.~
Referencias
1. Samanta Schweblin: «Un relato no se escribe del todo en el papel, se completa en la cabeza del lector», entrevista de Martín Lajo, en La Nación, disponible aquí: http://www.lanacion.com.ar/1824851-animales-los-nuevos-actores-politicosoliver-sacks-no-todos-los-heroes-se-mueren-jovenesdesde-el-derecho-la-filosofia-y-el-activismo-ecologico-ganan-fuerza-los-llamados-a-pensarnos-como-especie-y
2. Guadalupe Nettel: «Escribo cosas que nadie quiere voltear a ver», entrevista de Juan Carlos Cabezas, en La Barra Espaciadora, disponible acá: http://labarraespaciadora.com/entrevistas/guadalupe-nettel-escribo-cosas-que-nadie-quiere-voltear-a-ver/
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