BEBER POR NO LLORAR | Volar es para los pájaros
CUANDO VOY A entrar por la puerta de un avión suelo ir muy atento, fijándome en todo, como si estuviese haciendo el último control antes de despegar. Verifico que las alas estén en su sitio, las turbinas haciendo ese ruido ensordecedor que hacen, y que no haya ningún agujero en el fuselaje que se aprecie así a simple vista. Para terminar, antes de entrar en el interior, le doy un par de palmaditas por fuera al avión. Por si acaso, no vaya a ser que alguna piecita esté defectuosa. Si se va a romper algo, mejor que lo haga en tierra firme. La azafata de la entrada me suele mirar extrañada. Yo me limito a saludarla con una sonrisa satisfecha, intentando transmitirle que está todo en orden. Solo me falta decir eso de «tripulación de cabina, armamos rampas y cross check».
Vamos, que esto de volar me pone un poco nervioso. No le tengo pánico, pero tampoco es algo que me agrade especialmente hacer. Sí, ya sé que es el medio de transporte más seguro y todo eso pero, lo mires por donde lo mires, estar a más de diez mil metros de altura dentro de una especie de supositorio metálico es una situación ante la cual cualquier persona razonable se debería de mostrar algo inquieta. Sobre todo, sabiendo que en el caso de que empecemos a caer precipitadamente la única ayuda que vas a recibir es un chaleco salvavidas. Las azafatas, por si no eras consciente de la magnitud de la tragedia, siempre te recuerdan este hecho antes de despegar. Con una sonrisa en el rostro, te explican cómo puedes encontrar el famoso chaleco naranja fosforito que te va a salvar la vida debajo de tu asiento, y lo fácil que es inflarlo soplando por un tubo que hay en el hombro. Aunque el trayecto que estés realizando sea un Bilbao – Sevilla y la última vez que consultaste un mapa seguía sin haber ningún mar entre las dos ciudades.
Lo más gracioso de todo es que, después de todas los controles, comprobaciones y del estricto protocolo de seguridad, la responsabilidad de abrir la puerta de emergencia se la dejan al pasajero de turno que haya tenido la desgracia de sentarse al lado de ella. Se supone que es una suerte que te toque porque hay más espacio para estirar los pies, e incluso últimamente te dejan escoger un asiento en esa fila pagando un pequeño extra. Es decir, tu seguridad queda en manos del mejor postor. Podría ser peor. Podrías tener la mala suerte de que quede en manos de alguien como yo. Una par de veces he tenido ese honor. La azafata te explica en treinta segundos que todo el mundo va a depender de que abras esa puerta en caso de emergencia, y te deja allí, aterrorizado, con las instrucciones de seguridad plastificadas del Airbus A320 en la mano, mirando al infinito. La muy inconsciente. Pasado el susto inicial, mientras me pido la primera cerveza del vuelo, no puedo evitar mirar a mi alrededor y pensar: vais a morir todos.
Y eso que he volado mucho. En avión digo. Pero cuanto más vuelo, más intranquilo me siento. Y sé que no soy el único. La gente es muy supersticiosa y tiene todo tipo de manías cuando viaja en avión. Yo me limito a leer tranquilamente intentando actuar como si no tuviese ningún problema, mientras me muerdo de forma compulsiva las uñas y estoy atento a cualquier ruido que considere sospechoso. A otra gente le da por hablar con el de al lado y joderle todo el vuelo, por ejemplo. La cosa es tan preocupante, que incluso la gran mayoría de las aerolíneas han eliminado la fila número trece de sus aviones. El número trece siempre ha sido un incomprendido. Hasta existe una palabra para referirnos a la fobia que se le tiene: triscaidecafobia. Pero no es el único señalado. Ciertas aerolíneas van incluso más allá y eliminan también la fila diecisiete, ya que parece ser que los itailianos y brasileños le tienen cierto pánico. Toda medida de seguridad es poca.
Lo mejor que te puede pasar si te da miedo volar es que te toque sentarte al lado de otra persona que le suceda lo mismo. Se crea un vínculo único. En una ocasión me sucedió con una señora rusa de unos sesenta años. Antes del despegue, ella me vio morderme las uñas, yo la vi agarrada al reposabrazos como si la vida le fuese en ello, y surgió el flechazo. Hablamos durante todo el viaje. Ella en ruso, yo en castellano. Cuando había una pequeña turbulencia nos dábamos la mano. La compenetración era perfecta. Mi novia, muerta de vergüenza en el asiento de al lado, miraba hacia otro lado como si no me conociese de nada.~
No sabía yo eso de que el pasajero de junto a la puerta era el responsable de abrirla. No me parece que quede muy seria la cosa. Creo que a partir del próximo viaje tendré un poco más de cangelo.
Un abrazo.