La misión del doctor Evans

Un cuento de Josemaría Camacho/ fotograma de 2001 Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968).


 

DIECIOCHO DÍAS DE quietud absoluta producen un mareo especial, muy diferente al que sufre la gente, por ejemplo, en un barco durante un día de mar furioso. Fuimos entrenados durante varios años para soportar mentalmente la quietud, pero los simulacros nunca duraron más de 48 horas. Está prohibido por el sindicato, por la USMA y por la organización misma, que tuvo que enfrentar —y perder— una demanda que sentó precedente y luego toda una avalancha de pleitos en la década de los ochenta.

El mareo es diferente porque sientes, es decir, siento ahora que despierto, cómo la sangre se ha vuelto perezosa. No tengo sensación en los brazos ni en las piernas, me duele la espalda como si no hubiera estado flotando en líquido, sino recostado en una plancha de granito o en el piso de un campo sin aplanar. Poco a poco recupero la conciencia, eso que yo llamo el estar. Muevo primero los dedos, luego las muñecas y los tobillos y, sucesivamente y poco a poco, cada una de las articulaciones y de los músculos que debo mover. El proceso dura un par de horas y se parece mucho a las primeras veces que fumas mariguana o a una inversa y lenta borrachera de pura cerveza.

Me incorporo con lentitud. La nave no hace ningún ruido salvo un rumor constante como el del aire acondicionado de los hoteles. Es el filtro que oxigena la cabina. Uno que otro bip acompasado se escucha en los cuartos adjuntos. En la cabeza traigo Gimme Shelter de los Stones. Esa fue la canción que elegí para despertar, para que la cama de hibernación me trajera poco a poco a la conciencia después de 18 días. No sé cuánto tiempo pasará para que pueda dejar de tararearla.

Como cuarto oficial de la misión —de cuatro que somos en total—, me fueron asignadas las tareas más sencillas. Prácticamente vengo como asistente de los otros tres astronautas, mucho más viejos y capacitados que yo. Por supuesto que conozco todos los procedimientos que vamos a realizar, pero no los domino ni los he practicado lo suficiente. Una de mis primeras tareas es comenzar el procedimiento de vigilia de los demás tripulantes, es decir, sacarlos de la hibernación. Mi tarea es oprimir un botón: las cámaras hiperbáricas o, como nosotros las llamamos, los sarcófagos, hacen todo el trabajo. Se vacían de agua, se oxigenan, estimulan ciertos nervios a partir de cables y nodos conectados en el pecho para acelerar el ritmo cardiaco y luego, mediante estímulos lumínicos, auditivos y táctiles, van devolviendo a la conciencia al astronauta con la suavidad de algunos mares. Mi cápsula estaba programada para despertarme doce horas antes que al resto de mis compañeros, de manera que pudiera preparar ciertos protocolos y asistirlos en su readaptación a la vigilia. Soy diez, doce y quince años más joven que los demás, respectivamente.

Doy unos primeros pasos y me visto. Sigo un tanto mareado. Me acerco a la recámara en la que la doctora Shaw y el doctor Romano descansan en sus sarcófagos. Ha sucedido una tragedia y yo estoy por descubrirla.

Ahora la descubro —qué trampas del lenguaje, ¡qué fácil puedo anticiparme a mi propia sorpresa!—: la doctora Shaw está muerta. Sigue dentro de la cápsula, flotando desnuda en esa materia diáfana a medio camino entre el estado líquido y el coloide, pero sus signos vitales no se despliegan en la pantalla del sarcófago. Está apagado o, mejor dicho, averiado. Comienzo la apertura manual, pero ya sé el resultado. Traigo de una caja empotrada en la pared un aparato para medir las pulsaciones y la presión sanguínea. Abro la cápsula y conecto los nodos al pecho de la doctora Shaw, aún embarrado de ese gel desagradable. Nada, flatline, cero pulsaciones.

Está muerta.

No tengo tiempo para llorar por la doctora. Pienso que más adelante podremos hacer un servicio funerario, antes de guardar el cuerpo en una de esas bolsas herméticas que nos han empacado en la nave. La gente en Houston sabe mejor que nosotros que hay buena chance de usarlas, por eso nos empacó cinco —y muy a la mano— aunque sólo seamos cuatro personas.

Camino hacia el sarcófago del doctor Romano. La situación empeora. Su cámara no sólo está averiada, sino que está rota. La ventana de la tapa está quebrada y el rostro del doctor Romano luce un corte transversal tan profundo que alcanzo a ver el hueso que soporta la nariz. Hay sangre por todos lados dentro de la cámara. El gel de suspensión luce como una gelatina de cereza. Me asomo hacia abajo y descubro que la herida del rostro baja hasta el vientre. El doctor tiene descubierto el tórax y roto el paquete intestinal. No sólo está muerto, sino que es evidente que ha sido asesinado de manera violenta.

Arrecia el mareo —ahora mismo lo siento—, aunque esta vez acompañado de náuseas. No puedo evitar vomitar sobre el cuerpo del doctor Romano. Me derrumbo al suelo y es ahí cuando lo escucho. Detrás de mí, en la recámara donde está mi sarcófago, escucho unos ruidos de pisadas. Se escuchan diferente, sin embargo, como si el ser que los estuviera provocando usara zapatos con suela metálica o tuviera pezuñas.

No me queda duda. Aunque esté ofuscado, la lógica más elemental continúa en funcionamiento: el doctor Evans ha perdido la razón y ha asesinado a Romano y a Shaw. Es la única explicación viable. Entro en un ataque de pánico miniatura, que dura tres o cuatro segundos. Vuelvo a una calma relativa. Tengo los puños apretados. Escucho de nuevo los pasos y algo que se arrastra en el suelo, como un barril de metal o un objeto hueco. El sonido se acerca a la recámara en la que estoy. Asustado y tropezando, mi instinto me lleva a la tercera recámara, la del doctor Evans. Entro ahí y cierro la compuerta. La aseguro aunque sé que encerrarme ahí no es buena idea, porque dejo al doctor Evans y a su locura el único acceso al cuarto de control, que es a través de una puerta en la recámara central, la de Romano y Shaw. Me estoy confinando en el último rincón de la nave sin un plan a seguir.

Miro hacia atrás de mí y ahí está el sarcófago del doctor Evans. La compuerta está abierta. Quién sabe cuánto antes despertó. Tampoco entiendo cómo tuvo tiempo de matar a la doctora Shaw y al doctor Romano —este último con un lujo de violencia que pudo llevar cierto tiempo— y no matarme a mí. ¿Qué voy a hacer aquí adentro para enfrentarme a un hombre loco? —me pregunto.

Peor aún: ¿qué voy a hacer si logro vencerlo?

Me acerco al sarcófago de Evans y me asomo al interior por mera curiosidad. No sé qué esperaba encontrar ahí pero sí sé que definitivamente no lo que hallé: el cuerpo de Evans destripado, sin vida.

Mientras miro incrédulo la última expresión de horror congelada en el rostro del doctor Evans, escucho acercarse los pasos metálicos detrás de la compuerta. Una máquina se pone en marcha y la compuerta empieza a vibrar. Alcanzo a escuchar un bufido grave antes de caer al suelo, condenado.~