La noche en los muslos
«Ambos sabemos, […] que la noche terminará en una cama. Hablamos hasta secarnos.» Texto de Josemaría Camacho /fotografía de Peddecord Photo*
“El viento es una serie de cortinados marrones que pasan acariciándome;
tienen una consistencia esponjosa y se desplazan blandamente en el aire,
en trozos cuadrados y delgados, y muy grandes”.—Mario Levrero
LA OSCURIDAD DEL teatro era sorda, casi tangible. Me sudaba el rostro al contacto con el aire negro. Una capa de vaho, generado por el contraste de color, se me había adherido a la cara. Yo estaba sentado en primera fila. Pagué suficiente y llegué temprano porque quería verla de cerca. Afuera llovía. No tenía educación —como sigo sin tenerla hoy— sobre danza contemporánea, iba a verla a ella. Al fin se encendió la única luz. Ahí estaba, Ana, con una pierna doblada y la otra extendida hacia atrás, con la cabeza gacha pendulando de un lado a otro, el pelo barriendo el piso, como si estuviera por arrancar los 100 metros planos pero se empeñara en negarlo. Lentamente se levantó, se echó el pelo a un lado y se acercó al borde del escenario caminando despacio. Se detuvo. Vestía una camiseta negra sin mangas y unos shorts ajustados, también negros, con cortes laterales, como los que usan los maratonistas. Iba descalza. Sus pies quedaron agazapados a un metro de mí, los dedos apretados hacia el piso en forma de garra, a la altura de mis ojos. Estaban sucios y eran hermosos. Miré más arriba: su rostro. Tenía la mandíbula dura —como Coltrane antes de empezar a tocar— y la mirada perdida en el horizonte, como si hubiera descubierto el centro del auditorio, el origen del mundo o una explosión estelar. Todos los lugares del teatro estaban ocupados. Había recibido una crítica muy positiva en los medios más importantes del país el fin de semana anterior. El tiempo volaba libre y yo me olvidé del exterior, desvanecí la periferia. La oscuridad me absorbió como si me hubiera hundido lentamente en un charco de lodo.
Así la conocí. Con todos mis sentidos puestos en uno. Con atención absoluta. Antes sólo la había visto en una nota de programa de revista en un canal de televisión pública: una serie de imágenes que me caló duro. Busqué en internet la fecha de su siguiente presentación y fui. Desde que compré el boleto hasta que se encendieron las luces mi pensamiento más frecuente fue uno solo, la cara interna de sus muslos. Más específicamente, la piel de la cara interna de sus muslos.
Ha pasado poco tiempo desde esa noche hasta hoy. Ana fue a encender el fuego para hacernos té. Estoy en la sala de su casa escuchando a Patty Smith. No hay nadie más que nosotros dos. Y el tiempo, que en realidad no es tiempo sino apenas un reloj que no corre colgado en la pared. Impensable, increíble, dios mío. El té es un mero pretexto. Ambos sabemos, desde que nos presentaron en el bar hace cuatro horas, desde que cambiamos impresiones acerca de los libros de reciente lectura, desde que descubrimos que los dos acabábamos de enterarnos quién es Levrero, que la noche terminará en una cama. Hablamos hasta secarnos. Ana tiene más sustancia que dos continentes enteros. No pude mantenerme a su altura, pero me toleró. Aparentemente también es tierna y paciente.
Nuestro primer cruce de miradas sólo fue percibido por mí, me parece. Después no lo corroboré, no tuve el valor para confesarle que había ido al teatro aquella noche sólo a mirarla. Fingí que nunca antes la había visto. Pero en aquél momento la consciencia del encuentro de miradas parecía bilateral. La música se había detenido, el piso del escenario era negro mate, sólo quebrado por las huellas de magnesia que había dejado Ana siguiendo un patrón abstracto. Huellas fuertes de pies fuertes. El telón de fondo era negro también. El espectáculo entero era ella. No ella, su cuerpo. La fuerza de su cuerpo. Y me miró.
[pullquote]Desde que compré el boleto hasta que se encendieron las luces mi pensamiento más frecuente fue uno solo, la cara interna de sus muslos. Más específicamente, la piel de la cara interna de sus muslos.[/pullquote]
En el bar llevaba una falda corta. Le miré los muslos. Me impresionó la fortaleza de sus piernas en el escenario y su delicadeza después, bajo las tenues luces del bar. El cuádriceps y el sartorio se aflojaron como espuma. Es verano. En verano suceden las cosas importantes. No esperaba verla nunca más después de aquella función. No me considero un hombre de manías o, por lo menos, no de manías tan fuertes. Me había quedado prendado de ella y fui a verla en vivo. Punto. Ahí pensé que todo terminaría. Cuando la vi entrar al bar y cuando noté que venía acompañando a la esposa de Hernán, con quien me había quedado de ver, supe que mi destino estaba escrito en alguna parte de su cuerpo. Su nombre en el mío también. Quizás sí soy un hombre de manías, después de todo. Nos presentaron, le besé la mejilla. Sonrió. Nos sentamos los cuatro. Ella pidió un whisky en las rocas.
Se me cae la noche sobre los pantalones. Es esta humedad del verano. Me levanto del sofá de la sala y la intercepto en la cocina. Me mira entrar. No dice nada. Apago la hornilla aunque el agua siga tibia. No vamos a tomar nada ya, lo sabe ella y lo sé yo. Lo sabe el prodigio que espera en la sala o bajo nuestra ropa interior. No podemos detenernos ni un segundo, el aire ha espesado tanto que contiene nuestras formas. Quedarnos quietos significa que nos atrapará por completo y que quizás no podamos movernos más ni salir vivos de la noche.
Le toco la mandíbula mientras ella me jala la cabeza hacia atrás tirándome suavemente del pelo. Hay una sutil firmeza en cada uno de sus movimientos. Miro de reojo su antebrazo, está tenso. Todos sus músculos son perfectos. El cuerpo de Ana no puede contenerse a sí mismo, es eterno. Incluso me parece reconocer, en algún brillo, que Ana completa es eterna, también por dentro, se le mira por los ojos y a través de las palabras. Me mata. No puedo intentar abarcarla. Soy infinitamente pequeño ante su belleza, ante su maraña de sinapsis, ante la profundidad de sus ojos. Pero es mi destino perecer en el intento. Nos mudamos a los tumbos hacia el sofá de la cama, Odiseo de vuelta en un periplo corto, de 10 segundos, a la costa de terciopelo. Ahí nos vamos quitando la ropa y las ganas. Pero las ganas no ceden. Ella está tan integrada con su cuerpo que mirarla desnuda es ya un principio del éxtasis. No lleva brasier. Ha roto mi camiseta. No cierra los ojos con los besos porque nuestras bocas son animales en una pelea a muerte. Ella no quiere perdérsela. Yo no cierro los ojos tampoco porque temo caer hacia el vacío infinitamente. Pasa por mi mente levantarle la falda cuando ella me desabrocha el pantalón, pero me parece luego una pésima idea. Tengo el presentimiento de que quitarle la falda lentamente será la imagen más precisa que me llevaré esta noche a la memoria. Trato de girar su torso para que me de la espalda pero no lo logro. Mejor. No quiero dejar de mirarle el rostro, el pecho, el abdomen. Tiene una línea de lunares desparramados que parecen indicar una ruta. Tomo su falda y deslizo hacia abajo la breve cremallera lateral. Comienzo a bajar la tela con una lentitud insoportable. Me llevo las bragas entre los dedos. Estoy sentado en el sofá. Ella está hincada. Su sexo queda a la altura de mis ojos como aquella vez quedaron sus pies sucios, a la orilla del escenario. Me mira desde lo alto. Me ha dominado.
Entonces sucede.
Su sexo queda al fin al descubierto. No puedo mirarlo. La luz que irradia me deja ciego. Derramo mi ser, lo dejo salir. Estoy vaciándome ontológicamente en segundos de luz. No entiendo lo que pasa. Me desoriento. Trato de entender la situación pero se me escapa. No sé dónde estoy. Trato de imaginar a Ana en el sofá o en la cocina o al menos en el escenario, porque no la puedo ver. No logro evocarla tampoco. Apenas me recuerdo a mí mismo. Estoy ciego, la oscuridad de la noche ha terminado por conquistarme. Siento cómo termino de vaciarme y cómo también Ana deja de estar ahí. No sólo he perdido su imagen y su recuerdo, sino que ahora también pierdo su presencia. Solo estoy yo, absorbido de nuevo por el lodo pero con esa luz que me sigue llegando a través de los párpados. Es la lucha de la luz contra la oscuridad que me sucede ahí, en el borde que separa lo que soy por dentro de lo que soy por fuera. Ese umbral membranoso. Siento caliente el pecho aunque no logro saber lo que tengo debajo de la cintura, si aún queda algo, porque no puedo sentir nada. Tampoco moverme. Cada vez me convenzo más de que esta oscuridad de verano se ha consolidado alrededor mío y de que estoy atrapado para siempre. Me estoy vaciando, pienso, aunque no tengo ya referencia sobre lo que significa el verbo vaciar. ¿De dónde a dónde me vacío? ¿Me estoy muriendo? ¿Me desvanezco? ¿Ganó la oscuridad la batalla final? Silencio.
Pasa la tormenta. Vuelvo a mí. Poco a poco mis recuerdos vuelven a ser nítidos, pero estoy débil. No quiero pensar. Me gana el sueño, me atrapa.
Sucumbo.
Ahora despierto. Recuerdo la noche en el bar, el ruido, la charla completa sobre Levrero. Recuerdo la hornilla de la cocina, la promesa del té. Recuerdo haber estado con un hombre en este mismo sofá, a punto de hacer el amor, desvistiéndonos.
Recuerdo haber sentido cómo me bajaban la falda con una lentitud desesperante. Recuerdo a la perfección cada una de mis respiraciones. No logro precisar, sin embargo, quién era el otro que estaba aquí. ¿Había otro o era apenas el viento el que tiraba de mi falda? No, sí había alguien más. Era un hombre, ¿o no? ¿Alguna vez dejaré de sucumbir ante esas lagunas de luz que me llegan con la excitación, desparramadas, inundándolo todo desde dentro de mi cuerpo hacia el infinito de la noche? ¿Soy yo la que crea las estrellas con efluvios de luz?
Descarto ahora la idea de que estuvo un hombre aquí, en el sofá, quitándome la ropa. No, no sucedió. Soy yo otra vez, Ana, experimentando el tránsito de mi cuerpo a través de la noche. Soy Ana venciendo a la noche una vez más.~
* Peddecord Photo (Bailin, fotografo y coreografo) www.peddecordphoto.com
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