EL CASTILLO DE IF: Del verano como aprendizaje del Infierno
Las temporadas estivales de Édgar Adrián Mora en la playa, en El castillo de If/ Los bañistas, óleo sobre lienzo de Enrique Angulo Yuste
Nací en una región fría. En la Sierra Norte de Puebla la niebla y el frío son hechos más frecuentes que el sol radiante. Es una de las gracias de mi terruño. Y una de las razones por las cuales el calor del verano es de las cosas a las que menos chiste le encuentro. Más aún en los años recientes en los cuales la vida, la edad y el estrés han hecho florecer en mí diversas alergias. Una de ellas relacionada con el calor. Cuando llego a asolearme, aún con la protección anti-rayos-uve máxima, no pasará mucho tiempo antes de que mi piel sea una alegoría perfecta de un cacahuate garapiñado. Y entonces sufro el verano al ritmo del rascado autorreprimido pero inevitable al cual el sarpullido me empuja.
[pullquote]El calor amensa, nos somete a un estado de trance de lo que pocas cosas pueden arrancarnos.[/pullquote]
Eso inaugura una serie de contradicciones vitales que me aquejan cual canto de sirenas antropófagas: adoro el mar, disfruto como pocas cosas ir a la playa, pero pago esos placeres con penitencias ante las cuales los antihistamínicos y las pomadas relipidizantes poco pueden hacer. Dentro de la estructura cristiana en la que fui criado parece que mi relación con el verano sintetiza la dinámica placer-culpa-sufrimiento que la doctrina preconiza. La redención llega cuando, como mítica serpiente edénica, comienzo a despellejarme. Que coincide, por lo general, con la llegada del otoño y del frío.
Ese «mal del verano» parece, en extensión a la alegoría bíblica presentada arriba, un ensayo para poder hospedarse en el infierno por todos tan temido. Se puede ver a chicas en bikinis diminutos con colores que poco le piden a la más robusta langosta, muchachos en plena y desfachatada juventud desfilando ante las tumbonas como camarones que retornan a la mar. Es la parte más amable de los cuadros playeros. También existen los cachalotes encallados que roncan bajo los rayos del sol mientras su humanidad es puesta a prueba de resistencia máxima.
He visto a una chica llorar por los dolores que le causaron las quemaduras de una insolación en la cafetería de un hotel, mientras su madre afanosa preguntaba por algún remedio que le ayudase a su hija a sobrellevar su calvario. Al día siguiente, la muchacha en cuestión se paseaba por la alberca como si nada hubiese pasado, aunque con mucha probabilidad de sufrir lo mismo cuando llegara el ocaso. El calor anula la posibilidad del aprendizaje de las experiencias previas, podríamos concluir de esta anécdota. El calor amensa, nos somete a un estado de trance de lo que pocas cosas pueden arrancarnos.
Lo descrito aplica para aquellos que vivimos en las grandes ciudades del interior, en el altiplano o las serranías y que, ante la llegada del asueto veraniego, como si de una respuesta instintiva se tratase, huimos en manada hacia las playas. A rostizarnos a fuego lento mientras una margarita o una cerveza hace su parte en el proceso de deshidratación. Cuando ese asueto termina, retornamos a nuestros lugares de origen, a recuperar nuestro tono cadavérico. A broncearnos bajo la luz de las lámparas neón y frente a los monitores de las computadoras.
Mientras esto ocurre, los nativos de las zonas tropicales en donde el verano es a veces la única estación, han perdido la curiosidad por esas marabuntas de seres humanos que acuden, como en recuerdo de su condición marina primigenia, de retorno al mar. Me los imagino en grupos, mirando a los turistas embadurnados con bloqueador solar suficiente como para restaurar la capa de ozono, cuchicheando entre ellos y riendo ante los sufrimientos autoinfringidos por los temporales paseantes.
Pero si observamos bien, después de esas pequeñas asambleas, veremos que estos habitantes de la arena caliente miran con cierta envidia a los vacacionistas. Algunos desearían ir a otro lado, moverse de su calurosa y cotidiana vida, conocer lugares en donde el ruido del mar chocando contra la costa no sea el eterno ruido blanco de su existencia. Y algunos irán al altiplano, a las montañas, donde seguro y en revancha poética pescarán un resfriado por lo frío del clima. La diferencia estriba, probablemente, en que las ganas de volver serán menores en comparación de quienes suspiramos por el próximo asueto vacacional que nos permita regresar a la playa, al calor y a la penitencia irresistible de sentirse en trance. Y así hasta el fin de los tiempos.~
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