Lolita en el jardín
Un cuento de Dán Lee.
AL FILO DEL mediodía la tentación me hacía su vasallo. Lolita, sentada en el jardín, tomaba un baño de sol. Desde mi azotea, yo la contemplaba con el pulso agitado y el corazón enloquecido enviando sangre a mis deseos. Sabía que ella no iría a ningún lado.
Lolita hojeaba revistas del corazón sin leerlas; sus ojos, tras las gafas, apenas lamían los rostros de las fotos. En muchas ocasiones, la tibieza de la tarde la cobijaba y ella caía en un sopor divino; ladeaba la cabeza y el cuello, salpicado de pecas, me permitía adivinar sus pechos, su espalda.
Me gustaba imaginarme preso en una de las gotas de sudor que se gestaban en su frente. En mi fantasía, rodé sobre los surcos de su piel, bordeé los ojos entornados, besé las comisuras de sus labios y me perdí bajo las prendas oscuras que la cubrían.
Estos viajes alrededor de la anatomía de Lolita aceleraban mi aliento y me llevaban a buscar el desahogo de mis impulsos. Luego de algunos minutos de fricciones, flemas rebosantes de mi oculta semilla salían disparadas hacia el jardín. El líquido caía esparcido sobre el pasto como un rocío espeso. Alguna vez, lo más cerca, cayó en la rueda de la silla. Confieso que, cegado por el deseo de fundirme, de gozar sin freno de ese cuerpo tibio de sol, en muchas ocasiones dirigí mis desahogos hacia su piel con la intención estúpida de rozarla con mi esencia, de ser uno en ella. Por fortuna, tengo mala puntería y el sueño de mi ángel es pesado, como suele serlo en las criaturas de su edad.
Pero ningún goce es eterno, y Lolita no sale más al jardín. Esas tardes terminaron un día en que, ensimismado en mi viaje por su piel, los ojos entreabiertos, con el éxtasis tocando en mis sienes, no noté la llegada al jardín de una adolescente. La mujercita, con voz tipluda, me extrajo del ensueño, alertó a mi ángel y me llenó de insultos.
La reacción en mi cuerpo era imparable, y aunque intenté contener los espasmos reflejos, el homenaje blancuzco cruzó los aires dibujando galaxias coloidales en su trayecto. Lolita me miró tras las gafas y sonrió con aprobación, pero la chiquilla, que sospecho era su nieta, arrastró la silla de ruedas hacia dentro de la casa.
De allí no salió jamás.~
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