El hombre de la banda de seda
«¿Cómo carajos llegaste hasta allá arriba? ¿Quién te subió? ¿Qué hiciste, pinche ignorante?» Un cuento de Josemaría Camacho.
No puedo dejar de imaginarme el día. Mi día.
Piensa, se pregunta hace cuántos años el hombre del retrato era un vasallo como él. Está inmóvil, de pie frente al cuadro que pende a dos metros del suelo por encima y por detrás de su escritorio. Mira ligeramente hacia arriba. Mide apenas 170 centímetros. Había girado la silla para verlo y después se levantó para mirarlo más de cerca. Quiero ver si se te nota el maquillaje. La impresión es buena, pero seguro la retocaron. No tienes ni un pelito movido, chingá. Y te he visto la jeta, estás todo cacarizo, hombre.
Se acaba de servir el cuarto bourbon. Este cuarto, no el tercero ni el primero, comenzó a quemarle la garganta. ¿Cuándo? No me puedo imaginar el momento en que te dijeron, cabrón de mierda cabronazo hijo de la chingada, que tú eras el bueno. Se siente un poco mareado, es ya el cuarto y no ha cenado. Ha sido un largo día. Muy largo. Lidiar con esos pinches sindicalistas. Siempre es lo mismo. Sólo piden y piden y quieren y sus hijos y la puta madre, pero no hacen nada o lo hacen mal. Se indignan los putos si lo que les ofrezco no significa menos trabajo y más dinero. O más vacaciones. ¡Tienen más vacaciones que yo! Y yo soy jefe, no obrero. Bueno, no tanto. Mira hacia arriba otra vez, menea el vaso, chocan los hielos. Es un sonido que le gusta. No tanto como tú, cabrón. Tú sí eres jefe y no pedazos.
Unos días antes quiso verlo en persona. No lo atendieron. Antes de su campaña, cuando no era siquiera gobernador de Estado, sino apenas legislador –y de los de cartón—, eran amigos. Por lo menos compañeros de partido. Incluso recuerdo haberte despreciado varias veces. Tu peinadito, tu trajecito de niño fresa. Tu mujer, tetona, nalgona, guapa. Yo te pendejeaba y tú sonreías, sumiso. Pero después, cuando lo hicieron gobernador, ya no aguantaba la joda. Ni la chinga. Mucho menos los desprecios. Pero es que ya nadie se los profería, ya era gobernador, había saltado a la casta. Me acuerdo, cabrón, en tu toma de protesta. Me saludaste como si no me conocieras. Bien sabes quién soy. Te acuerdas. Se acuerda.
Siente en el vientre un calor ligero, casi agradable. La oficina casi desierta. Son las 9:47 de la noche, la mayoría de los esclavos del poder está en casa o embotellada en Viaducto. O en Periférico. O en la misma pinche vía que construiste con dos pisos: pinche chingadera.
[pullquote]Mira su copete bien peinado, sentado en esa silla de filos dorados, el pecho cruzado por una tela bien planchada.[/pullquote]
Te odio, cabrón. Pero lo ama, en el fondo. Y también en la superficie. Siente cómo el calor del bourbon ha llegado ya al centro del cuerpo, donde se concentran los humores fundamentales. Vuelve a sentir el mareo. Mira la foto del señor Presidente. No del senado, no de una empresa. No. Presidente de la Nación. Mira su retrato absorto desde hace varios minutos. Mira su copete bien peinado, sentado en esa silla de filos dorados, el pecho cruzado por una tela bien planchada. Eras un vasallo, como yo. ¿Hace cuántos años apenas? ¿Cómo carajos llegaste hasta allá arriba? ¿Quién te subió? ¿Qué hiciste, pinche ignorante?
La oficina un silencio macabro. El último piso de la Secretaría: la dirección general. Apenas llegué aquí y no iré más arriba. Mi tiempo ya pasó. Se escurrió sexenio tras sexenio. Secretaría tras secretaría. Este es mi techo. Soy quince años mayor que tú, cabrón. Ya no llegué. Y mi vieja tampoco es como la tuya. No está operada. No es actriz. Tampoco tengo ese peinado. Ni ese traje. Ni ese cutis de quinceañera, hijo de la chingada. Tanto pinche poder dentro de un cabrón que no es nadie. Un hombre guapo, acaso. Medianamente atlético. Toca el cuadro. El pecho del presidente, la banda de seda. El tórax caliente de rencor, la sangre hervidero el bourbon aguado. El vientre ardiendo. El cutis del presidente, su sonrisa tibia, cortesana frente a Rubens, la tela de la banda presidencial.
El secretario da un paso en falso, está ebrio. Y caliente. Tiene el rostro arrojado hacia arriba. Toca con una mano el vidrio del cuadro, ahora a la altura de la mejilla del presidente. Una mejilla retocada, sin impurezas. Deja caer el vaso en la alfombra. Cabrón –repite—, cabrón de mierda. Le suda la frente, también las axilas. Se mete la mano derecha al pantalón, la izquierda sigue tocando la mejilla del presidente. Se saca el pene, erecto, lo acaricia. No deja de mirar la sonrisa inerte del presidente. Su piel tersa. La suavidad que se adivina en la banda presidencial.
Son las 9:53 cuando Martina entra a la oficina. El secretario tiene la camisa de fuera. También el pene.
Ha terminado el acto. No hay quien aplauda. Hubo en cambio una denuncia de acoso sexual. Martina lo hizo para no tener que hundirlo en una mierda más profunda. Inhabilitación definitiva para desempeñarse en cargos públicos. Seis años de cárcel, dijo el juez. Varias portadas. Salió a los 67 días, por una puerta trasera, tras muchas dificultades: nadie quiere hacer favores a los sin futuro. Se mudó rápidamente a San Salvador. Desapareció. Nunca negó las imputaciones.~
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