El poder de la ciencia o la ciencia del poder – La ciencia como práctica ético-política

EN LOS TIEMPOS que corren para nuestra sociedad, donde las sucesivas crisis institucionales, políticas y económicas han dejado un profundo vacío y una gran cantidad de problemas a resolver, la actividad científica se presenta como una instancia fundamental para proponer soluciones a las urgencias vividas. Es por ese lugar prioritario que ocupa el saber científico que nos parece importante indagar en sus prácticas y fundamentos.

¿Cuáles son algunos de esos fundamentos? La ciencia se ha constituido sobre los supuestos de objetividad y neutralidad, es decir, postulando que es factible tener un conocimiento del mundo en el que ni el individuo que estudia (el científico), ni el objeto mismo de estudio (“la realidad”), se influencian mutuamente. Para que resulte posible esta separación entre el científico y el mundo, la labor del mismo debe ser considerada como independiente de la realidad social en la que habita, y a su vez, el mundo debe ser considerado como una cosa, es decir, ajeno y manipulable. Sin embargo, debemos considerar que todo conocimiento es una creación humana. De este modo, el saber que brinda la ciencia es una forma más de acceso al mundo cuya producción se inserta y relaciona con los contextos históricos, económicos y políticos que la circundan.

El marco institucional en que la práctica científica se coloca es, básicamente, la sociedad de mercado, en cuyo seno el mundo natural y humano se vuelve un instrumento de producción cuya rentabilidad hay que maximizar, y, por ende, un objeto de manipulación al que deben imponerse fines externos. El abordaje humano de la realidad se torna, entonces, operacional: se aceptan las creencias que contribuyan al dominio de las cosas. Este paradigma instrumental incide en el interior mismo de la ciencia, en los métodos de justificación de hipótesis, las cuales son medidas por su capacidad predictiva y manipulativa. La situación histórica en que la ciencia se constituye determina, entonces, su horizonte conceptual.

Por otra parte, debido a su inserción en el contexto social del mercado, no es el científico quien decide sobre su objeto de estudio, pues las investigaciones están hoy determinadas por los intereses de quien los financia. Quien ha presentado un proyecto de investigación sabe que uno de los puntos que requiere ser explicitado para su aprobación y financiación es el de la “transferencia”, esto es, las posibles aplicaciones de los resultados. Sin embargo, la ciencia sigue siendo para muchos un saber apartado de la sociedad donde el científico trabaja en el laboratorio sin suponer con ello ninguna posición ética o política, y sin pensar en las consecuencias reales del saber producido. En todo caso, su búsqueda es vista como la persecución del saber por el saber mismo, y su producción es considerada una herramienta entregada a la humanidad entera, sólo que, casualmente, alguien paga por ella.

Desde una perspectiva como la mencionada, el que paga, en todo caso, será el responsable del uso que se de al saber producido por la ciencia en su progreso en búsqueda de la verdad. ¿Pero tal verdad existe? Ya hemos dicho que es sólo un acercamiento más a la realidad, un modo entre otros de ver el mundo, cuyo fin es el dominio y cuyo método una razón calculadora. Su eficacia y su aplastante verificabilidad radican en su poder de aplicación, en la medida que permite un mayor dominio del mundo. En este punto, el avance de la ciencia es innegable, lo que cabe ahora es pensar si el tipo de investigación que se privilegia, y el acceso a dicho avance, en la medida en que está supeditado a la acreditación, aumentan no sólo el dominio sobre la naturaleza sino también el dominio del hombre por el hombre. Es la “ciencia del poder” la que hoy se impone relegando la actividad científica a los intereses económicos que avanzan junto a la silenciosa “neutralidad” de los científicos. Será preciso reconocer en esta como en otras esferas la dimensión ético-política que atraviesa toda actividad humana.

Sin embargo, la conclusión de que la ciencia es un instrumento del dominio sería, por sí sola, banal, si no existieran alternativas de vida históricamente posibles. Los hombres podemos luchar contra la lógica instrumental y cosificante del mercado, y, por lo tanto, podemos pensar otras formas de organizar la vida social, no orientadas a la conversión del hombre en un instrumento de la producción. Creemos, por ende, que es posible transformar el sentido histórico de la actividad científica. Pero aceptar esto implica negarse a recusar la responsabilidad del científico (y de todos) frente a su propia práctica, en nombre de una presunta “neutralidad” de su quehacer. Si, en todo caso, la ciencia, en otros contextos, podría ser usada a favor de intereses humanos, entonces tenemos un compromiso urgente con la transformación de las condiciones sociales actuales, y negarse a aceptar ese compromiso no es ser neutrales ante la historia, sino aceptar seguir colaborando acríticamente con el orden social imperante.~