Los siete enanos frente al espejito | blog Mundial Brasil 2014
Aquella casa en medio de una isla tropical era la mar de limpia y ordenada. Se decía que pertenecía a un grupo de futbolistas de lengua alemana venidos de tierras lejanas; gente de valles, ríos y bosques, todo un océano los separaba de los suyos. La casa en sí fue mandada a construir por ellos, y durante un mes fue su inmaculado hogar, se llamaba Campo Bahia.
A la par de aquella isla, no muy lejos de ahí, otro grupo de futbolistas se decía la sensación del momento. Eran de la región, es decir, sus seguidores se contaban por millones y millones, y todo giraba a su alrededor. «¿Quiénes son los mejores de este mundo?», preguntaban, y el coro les respondía, cinco veces: «¡Todo después de ustedes es segundo!»
Un martes por la noche fueron convocados ambos grupos para un juego. Los de Campo Bahia vistieron de rojo y negro; los de la región, de amarillo. De los primeros se decía en sus propias tierras, las de valles, ríos y bosques, que estaban simplemente listos para el juego, que el resultado logrado hasta entonces estaba sencillamente bien. Ni más, ni menos. Con los segundos había nerviosismo pues faltaba un par de jugadores, pero el coro era unánime: «¡Todo después de ustedes es segundo!» El balón se puso a girar.
El juego de los rojinegros se desplegó de inmediato cual mantel de picnic en el bosque, como un día de campo. El flaco Müller a los once minutos mostró al primer duende: un enano de gol que, travieso y entreverado, salió al encuentro de la red. Los visitantes se sentían como en casa, ésa del inmaculado orden, y alguien se les había metido: «¿Queréis nuestro hogar guarnecer, cocinar, atender, lavar, recoger, coser y cantar?» No esperaron respuesta y a los veintitrés minutos un ariete de nombre Klose soltó su décima sexta bomba mundialista. «¿Quién era el máximo goleador?», se preguntaba un tal Ronaldo ante el espejo.
La expedición por el oro apenas comenzaba. Los siete enanos estaban ya en camino a la montaña. Los de casa, los de la región, tenían que quedarse a ver, acaso era lo único. En menos de un minuto vendría la continuación de la hecatombe: dos goles de Kroos (minutos 24 y 26) y uno del defensa Khedira a los veintinueve minutos. Cinco goles, cuatro de ellos en seis minutos y cuarenta segundos de tiempo efectivo. Cinco enanitos con el oro en mano. Una media hora de juego donde se echaba por la borda la falacia de la mano caliente: cinco goles en dieciocho minutos. El equipo de lengua alemana traía la sangre caliente pero la cabeza fría.
Había una emoción contenida. La crónica en las tierras de valles, ríos y bosques era más bien impasible. Lo importante, decían, era que los de rojo y negro iban ganando. Para los de la región, para los de los espejitos parlantes, sin embargo, aquello parecía ser una noche ni siquiera soñada en pesadilla alguna. El tiempo, por cierto, en aquellos valles, ríos y bosques, era gris y lluvioso; la gente lo había tomado con naturalidad, casi como el resultado del partido. Restaba el segundo tiempo.
Cambios de trámite y el partido de vuelta. Sólo un testigo de aquél continente guardaba la calma en medio del caos nocturno: el árbitro mexicano. Giraba y giraba el balón, uno que a final de cuentas estuvo más tiempo en pies de los locales: 51% frente a un 49%. Pero la suerte ya estaba echada, al menos la de tales locales, que yacía en un mar de lágrimas. Otros diez minutos de fortuna para sumar en la cuenta de los visitantes: dos goles de Schürrle en el minuto 69 y 79. Siete goles, ¿quién hablaba de pecados?
Los siete enanitos pusieron en un sarcófago de cristal a Blancanieves para que todos pudieran verla y admirarla. Ya llegará su tiempo de despertar. Oscar, dicho sea, pestañeó una anotación en el marcador de los de amarillo. Minuto noventa, siete a uno, partido terminado.
Siete también fueron unos gigantes del valle del Rin, cuando este no bañaba el norte de Alemania. Los habitantes hicieron llamar a estos gigantes para que abrieran paso al río; lo hicieron con sus enormes palas. El Rin corrió así sin interrupción hasta el Mar del Norte. Los gigantes volvieron a casa pero dejaron sus palas, pues no querían llevárselas sucias llenas de barro. Las clavaron a la orilla del río y el paso del tiempo las fue cubriendo de tierra. Hoy se las ve hechas unas colinas, las Siete Colinas al este del Rin, al sur de Bonn. Otros, incluso, las ven referidas con los siete enanos: «Pero Blancanieves allende los montes, con los siete enanos, es mucho más bella.» De cuento de hadas: Alemania y sus siete goles.~
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