Distintas maneras de romperse una pierna. Obra en tres actos
Los encuentros del escritor con el teatro.
MIS ENCUENTROS CON el teatro han sido variopintos. Desde representaciones que me han conmovido profundamente, o me han hecho desternillarme de risa, hasta esfuerzos inauditos por controlar la burla ante un actor fuera de tono o una producción fallida. Sin embargo, debo reconocer que algunas de las experiencias que tuve con respecto del arte dramático las he vivido fuera de los recintos teatrales y más cerca de los textos que los originaron. Aunque otras se dieron arriba del escenario, como protagonista. Intento enumerar aquí algunas de estas experiencias.
Primer acto
Fue en un encuentro de teatro universitario. Montamos, junto con mi amigo de la carrera de Comunicación, Leonardo Frías, una obra cuyo contenido era revolucionario aun cuando había sido escrita casi dos décadas antes de esa improvisada representación. Se trataba de «Hacer la calle» de Tomás Espinosa. La historia giraba alrededor de los encuentros y desencuentros de una pareja de homosexuales en el México machista de finales de los años setenta. De hecho, la obra estaba incluida en un volumen que compiló Emilio Carballido (Nueve obras jóvenes). En realidad, ni Leo ni yo sabíamos en la que nos estábamos metiendo hasta que los ensayos de algunas escenas en donde se reflejaba cierta tensión sexual nos confrontó con lo que ese montaje representaba. Sin embargo, cabe señalar la capacidad autoral de Espinosa al plantear un tema tan espinoso (como su apellido) para la sociedad en la cual se generó la propuesta; era evidente el tema que trataba, pero lo hacía con suma sutileza. La montamos lo mejor que pudimos. De hecho, lo que nos llamó la atención del texto dramático fueron tres cosas: primero, que era una obra para dos actores y nosotros éramos sólo dos; luego, que no requería gran presupuesto de escenografía; finalmente, que nos dimos gusto poniendo la música que en esos días nos gustaba. La puesta en escena fue en un teatro de la FES Acatlán ante un público constituido, según recuerdo, solamente por los tres miembros del jurado y algunos actores de la otra obra que se presentaba ese día. La otra compañía (la nuestra no alcanzaba para llamarla así, éramos los dos actores, una chica que se comprometió a ponerle play a la música; y otro amigo que le decía al iluminador cuándo prender y apagar la luz) era de estudiantes de teatro de último año, por lo que se pueden imaginar el resultado: miramos con la boca abierta el despliegue de posibilidades que el conocimiento de los elementos teatrales implicaba: manejo de la iluminación como un factor dirigido a reflejar las emociones de los personajes, acrobacias que sólo eran posibles con la disciplina del ensayo constante y la ejercitación cotidiana, manejo de instrumentos musicales en escena, etcétera. Nuestro premio de consolación fue que algunos de los chavos de la otra compañía se acercaron a nosotros para felicitarnos por haber montado nuestra obra con tan pocos recursos y demostrar que se podía hacer teatro con elementos mínimos. De más está decir que nada de eso fue planeado y que nuestra representación fue un accidente feliz de los que pocas veces se dan sobre las tablas. Hoy no concibo cómo fue que nos expusimos a ese, a la distancia comprendido, ridículo; sin embargo, atesoro ese recuerdo como uno de los más entrañables de mi paso por la universidad. Espero que los demás involucrados también.
Segundo acto
Fue en el interior de un salón de clases. Una de las cátedras del tronco común de la carrera de comunicación era Teoría social. La clase se impartía de ocho a diez de la noche. Los estudiantes estábamos, sobra decirlos, hechos polvo. El efecto se multiplicaba para aquellos que debíamos cumplir, además, con nuestra jornada laboral antes de acudir a las aulas. Y, sin embargo, la clase era esperada con la expectativa que sólo los buenos profesores podían despertar. Fue uno de los mejores cursos que estuvo aderezado con la lectura, de a escena por clase, de El mercader de Venecia de William Shakespeare. A través de la disputa entre Sylock y Antonio, el profe nos explicó cómo el Renacimiento dio paso al capitalismo y la manera en cómo el crédito y la idea de la Bolsa transformaría de manera radical el mundo conocido hasta entonces. Mundo que ya incluía a México, puesto que era mencionado como uno de los destinos de los barcos de Antonio (Escena 3 del Primer Acto). Años después pude ver la obra en escena y la versión cinematográfica que Michael Radford dirigió en 2004 con los más que solventes Al Pacino y Jeremy Irons. Ninguna de esas experiencias pudo superar el recuerdo y el efecto que tuvieron esas lecturas en voz alta de la obra (en la edición maravillosa de Nuestros Clásicos dirigida por Augusto Monterroso para la UNAM) en aquel salón de clases ya en plena noche. Fue la revelación acerca de cómo la literatura está hecha de vida y de historia. Al mismo tiempo.
Tercer Acto
Fue en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. Se presentaba el grupo argentino Les Luthiers con su espectáculo Las obras de ayer (El refrito). ¿Qué hace Les Luthiers? ¿Teatro, música, literatura? Creo sinceramente que este grupo de ¿actores, músicos, artistas en suma?, es uno de los grandes tesoros artísticos del mundo. El extenso repertorio que presumen abarca un sinnúmero de tradiciones musicales, teatrales, literarias, poéticas… En la aparente parodia se mezclan críticas ácidas hacia cuestiones polémicas como el papel de las iglesias, la vocación autoritaria de los gobiernos latinoamericanos, la pretensión que incluye el ambicionar ser parte de la «alta cultura» [aunque el público de este grupo forme parte, en parte, de este apartado; esto es material de otra discusión], el juego de los estereotipos que los nacionalismos y los medios de comunicación impulsan, el recorrido por la historia de la música, la posibilidad armónica que guardan objetos tan lejos de esa concepción como los retretes o las latas de conservas. Y, ante todo eso, el humor. No creo exagerar cuando, a pesar de pertenecer a tradiciones culturales distintas, me atrevo a afirmar que Les Luthiers son la respuesta latinoamericana a esa troupé maravillosa que es Monty Python. La gran diferencia es que mientras los británicos se hayan separados y cada uno explorando sus campos de interés personal o artístico, los argentinos siguen ofreciendo ¿conciertos, funciones, recitales? alrededor del mundo. Que duren así mucho tiempo.
Telón
Aquí van las flores, los flashes y el comienzo verdadero de la noche.~
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