Mi Ángel

«El pequeño Ángel, un niño de seis años con hoyuelos en las mejillas, dientes de conejo y cara de pícaro, se encontraba en su cuarto, jugando a la guerra». Su vida y la de sus padres. Un cuento de Gabriel Vázquez G. /Ilustración de Laura Trisot

Ilustración | Laura Trisot

BLANCA SE DESPERTÓ temprano esa mañana con un grito de angustia… Benjamín dejó el libro y corrió hacia el cuarto cuando escuchó aquel terrible alarido. Blanca estaba en la cama, ahogándose en un mar de sudor, con el rostro pálido, atormentado y desencajado, temblaba sin control. Benjamín la observó un instante y se abalanzó hacia ella con los brazos abiertos. Los dos se fundieron en un abrazo protector.

Entre sollozos que no le permitían hablar con calma, Blanca contó lo que había pasado: todo era un sueño, un terrible sueño en el que el pequeño Ángel, hijo del anterior matrimonio de Benjamín, se convertía en un horrendo y monstruoso anticristo que la perseguía, con los ojos rojos como la sangre, violento, hablando en una lengua extraña, gritando palabras incomprensibles, intentando matarla, después de que ella, por un descuido, hubiera descubierto su verdadera y diabólica identidad.

Benjamín primero sonrió, pero al ver el rostro turbado y asustado de su esposa, que no paraba de temblar, intentó tranquilizarla, con voz pausada, le explicó con calma que todo era una consecuencia de la mala película de terror que habían visto la noche anterior, que eso se había quedado grabado en ella y que lo trasladó inconscientemente a su realidad, pero que era un sueño, solo eso y, por lo tanto, resultaba absurdo que ella se acongojara por eso, por un sueño.

El pequeño Ángel, un niño de seis años con hoyuelos en las mejillas, dientes de conejo y cara de pícaro, se encontraba en su cuarto, jugando a la guerra. Ángel hablaba con sus juguetes, les explicaba los movimientos que harían y la forma en la que atacarían el castillo enemigo, cómo entrarían los tanques por el puente levadizo y el dragón se encargaría de llenar de fuego las torres, mientras que los stormtroppers avanzarían en bloque tomando el control del castillo, derrocando a He-Man y a Max Steel.

En la otra habitación, lejos de esa guerra de juguete, su padre y la segunda esposa de éste estaban encerrados, intentando serenarse sin conseguirlo.

Blanca se resistía a las respuestas lógicas que Benjamín le daba para explicar su sueño y ponerlo en esos términos, en los de un sueño. A ella le parecía tan verosímil, tan real aquello, que continuaba aterrorizada, con los nervios a flor de piel, además se sentía enormemente cansada, parecía que realmente había corrido, como en el sueño, que de verdad había evitado las garras enormes del pequeño Ángel, que sí había entrado a la cocina y sí lo había golpeado, que el niño de los hoyuelos y fleco rebelde había tomado un cuchillo, que ella realmente había huido hacia la sala, que sí se había tropezado con un sillón, y que esa voz de ultratumba que venía detrás de ella la hizo levantarse a toda velocidad para lograr escapar, huir por toda la casa, por todos los rincones, buscando ayuda, buscando su salvación. Lo que más le dolía a Blanca era que, por más que le gritaba por ayuda, Benjamín no estaba, no la había ayudado.

Benjamín escuchaba atento, intentando no reírse ante la ridícula historia que su esposa contaba, movía la cabeza, asintiendo, observaba las manos temblorosas de Blanca, las acariciaba, para calmar el movimiento incontrolado, intentaba acercarse a ella, pero Blanca estaba demasiado asustada e inconscientemente lo rechazaba, de alguna manera pensaba que, parte de lo que había sufrido en su sueño, era culpa de su esposo.

Benjamín decidió darle un respiro, salió de la habitación con la esperanza de que ella se tranquilizara, fue a la cocina y preparó un té de tila, el sol de la mañana se reflejaba en el piso blanco y reluciente de la cocina. En la calle no había ruido, el silencio matinal debía servir para calmar a su esposa, pensó.

Dentro de la habitación, encerrada con llave, Blanca esperaba, temblando y con espasmos. Sus ojos no podían separarse del seguro de la puerta, puesto, temiendo que en cualquier momento se moviera el pomo de la puerta. Abrazaba una almohada que, de tanto llanto, estaba empapada. Por más que lo intentaba, Blanca no podía parar de temblar.

Ese horrendo sueño continuaba en su cabeza, las imágenes eran tan vívidas como los recuerdos del día anterior, recordaba los gritos obscenos, la lengua incomprensible, el calor que asfixiaba la casa y hacía menguar las paredes, los pasos agigantados y con pezuñas del pequeño Ángel, que parecía que volaba, persiguiéndola, el fuego voraz en la mirada, el odio convertido en voz, con una amenaza de muerte en las manos, que se habían deformado hasta convertirse en garras.

Benjamín volvió y la abrazó pero ella volvió a rechazarlo, con miedo y un reproche vedado. Él se enojó:

—Estos estúpidos sueños recurrentes son los que están destrozando esta familia.

Blanca volvió a llorar, mientras Benjamín abandonaba la habitación con el rostro enardecido, dejando tras de sí el eco de la puerta que se azotaba en el marco de madera.

Lo dicho por Benjamín tenía algo de verdad, ese sueño se había repetido durante semanas, con distintas variantes, pero siempre tenía algo en común, Blanca despertaba sollozando, en medio de un grito, agitando los brazos, dando patadas, llorando porque Ángel era el anticristo, un ser monstruoso, un demonio que, por alguna extraña razón, intentaba matarla.

Blanca se quedó encerrada, a piedra y lodo. Pensaba en esas pesadillas que la atormentaban y que estaban acabando con la vida que ella tenía; pensaba en la realidad, en lo confuso que resultaba todo para ella, en lo poco que dormía, en la falta de descanso, en la falta de alegría, en la carencia de felicidad, en el fracaso en el que se estaba convirtiendo su matrimonio.

Benjamín, se dirigió al cuarto del pequeño Ángel.

Blanca lloró, solitaria, abandonada. Por un momento se sintió más sola que nunca, se sintió una isla, se sintió rechazada, incomprendida, al menos eso era lo que pensaba, sentía que a Benjamín le importaba más el pequeño hijo que tuvo con su anterior esposa. A Blanca le molestaba que su esposo siempre pusiera como pretexto que el pequeño Ángel hubiera perdido a su madre siendo tan niño. Que el chico necesitaba protección, cuidados, atención.

Pensando, Blanca recordó que la mujer hubiera muerto en un trágico accidente doméstico que terminó con un incendio en el que el único sobreviviente fue el pequeño Ángel.

Benjamín observó tranquilamente a su pequeño, sonrió sin que éste lo viera. Se acercó, le acarició la cabeza despeinándolo, Ángel lo miró y los hoyuelos en las mejillas crecieron con la sonrisa infantil. El pequeño dejó los juguetes a un lado cuando vio que la sonrisa de su padre se transformaba y su rostro adquiría una seriedad que sólo una vez antes le había visto.

—Ángel, hijo. Es hora de enviudar.~