Desaparecidos en combate

 Many that live deserve death. And some that die deserve life.
—J.R.R. Tolkien, “Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring”

 

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MIENTRAS SE LIBRABA una batalla entre humanos y boggarts en la ciudad de Bandoter, Sarlan y Odron estaban escondidos, tomando vino destilado por los elfos.

—Que se maten entre ellos, a nosotros que no nos jodan —dijo Sarlan, que cogió la botella con sus afiladísimas uñas y dio el último trago. En ocasiones, su mano era una garra. Otras podía ser un tentáculo o la pata de una cabra o una ramita seca. Era la gran ventaja de ser un boggart y cambiar de apariencia a cuanta cosa repugnante se le ocurriera.

Odron miró el reflejo del cristal mágico: la guerra, con ira efervescente, había destruido toda la ciudad y dejaba cientos de muertos, que no eran únicamente soldados sino gente de la aldea y uno que otro goblin. En poco tiempo llegarían los dragones de los alpes, verdaderamente furiosos porque en la batalla anterior habían destruido su reino… y cuando eso sucediera, todo se iría a la mierda convertido en ceniza.

—Lo mejor que pude hacer fue robarme este cristal mágico, así tenemos asiento de primera fila en el espectáculo de esos idiotas —comentó Odron. Él era humano y gracias a su madre, una bruja autodidacta, corría por su sangre el don de los conjuros y los hechizos. En ocasiones invocaba demonios y lanzaba rayos, pero de todos sus hechizos, el favorito –y el más efectivo- eran las brumas. Oh, sí. Las benditas y maravillosas brumas. Con tan solo unas palabras creaba confusión en la persona hechizada, de tal forma que durante unas horas estaba imposibilitado de verlo. Podías desnudarte delante de él, llevarte a la cama a su pareja y quemar la casa y jamás te vería.

El hechizo le sirvió mucho cuando planeó desertar del ejército junto con Sarlan y mandar al carajo su puta guerra estúpida. Ahora los consideraban «desaparecidos en combate», que en la terminología militar tiene un significado tan amplio como el de víctimas. Un desaparecido en combate podía haber muerto, sido capturado… o simplemente se había hartado de la guerra y desertaba. La deserción, por su parte, era tan multifactorial como los tamaños y filos de las espadas, desde por retirada hasta por cobardía. En el caso de Odron y Sarlan, era porque querían conservar sus cabezas… y eso que la de Sarlan podía modificarse.

El boggart y el humano caminaron por el bosque de los elfos. Aquellas criaturas fueron muy claras cuando la guerra estalló: se mantendrían neutrales. Todo desertor era bienvenido en sus territorios y cualquiera que pusiera un pie en el territorio con el objetivo de convertirlo en un campo de batalla, un asedio o para saquear los tesoros del Rey Elfo recibiría un baño de flechas que dejaría su cuerpo como un alfiletero agonizante.

Una elfa como todas las de su especie (alta, delgadísima, con orejas puntiagudas y cabello dorado largo y lacio, que llegaba hasta sus tobillos) los saludó. Los elfos eran seres muy amables y carismáticos: se llevaban bien con todo mundo, cantaban canciones y tocaban instrumentos musicales, bailaban, componían poemas, narraban historias, pintaban, esculpían y como algunos vivían hasta trescientos años, la paciencia era su principal talento, además de su dominio en todas las artes, ciencias y disciplinas mágicas. Un elfo podía, con envidiable naturalidad, tocar una flauta, lanzar un hechizo o diseñar planos para construir un fuerte.

Eran todo lo opuesto a los humanos y los boggarts… por desgracia.

Los humanos… pues bueno, eran humanos. Con todo lo bueno y malo, lo positivo y lo negativo, las filias y las fobias, sus colores de piel, sus preferencias sexuales, la luz y la oscuridad que eso conllevaba. Los boggarts, por su parte, eran unos seres repulsivos, desde su nombre, que significaba «arte inmundo». Por lo general, se trata de espíritus que han tomado forma humana y han sido maltratados, por lo que sienten un inmenso rencor a los seres humanos, por eso pueden modificar su cuerpo a formas a cual más de repugnantes. A los boggarts les gusta esconderse en lugares oscuros y apestosos, y les gusta arruinar la vida de los humanos infiltrándose en sus casas y destruyendo cosas… en casos extremos, empujan personas de las escaleras para matarlas o asfixian bebés en sus cunas. Por fortuna, eso lo hacían en la antigüedad.

Los boggarts firmaron hace cien años un tratado de paz con los humanos, que les permitía vivir entre ellos y pasear por las ciudades libremente durante la noche. El problema empezó cuando los humanos comenzaron a invadir territorios de boggarts. La respuesta de los humanos fue matar a la raza enemiga, y la raza enemiga en cuestión los mató a ellos.

En menos de una semana la guerra había estallado.

Como toda guerra, empezó por una auténtica estupidez. Los respectivos gobernantes de ambas razas declararon una batalla sin tregua que ya duraba diez años. Era normal ver humanos enterrando sus espadas en los pechos de los boggarts, y sacándolas, manchadas con su sangre azul oscuro. Los boggarts, por su parte, no necesitaban armas blancas, porque sus filosas garras podían rebanar las armaduras humanas. Durante los primeros años muchos soldados lucharon con ímpetu, pero con el tiempo ya estaban hartos… dos de ellos eran Sarlan y Odron.

—Esta guerra de mierda nunca va a concluir —dijo el humano.
—Tienes razón —confirmó el boggart—, y creo que solo nosotros lo percibimos.
—¿Sabes algo? Es muy gracioso… un bando piensa que está ganando, y el otro piensa exactamente lo mismo. Lo cierto es que no hay ganadores. En ninguna guerra los hay.

En el campo de batalla, Odron y Sarlan se dedicaban a escapar y fingir que se odiaban, pero entre los dos surgió una fuerte amistad. Pareciera como si la enemistad de ambas razas los volvía excelentes amigos. Con el paso del tiempo idearon un plan: desaparecer durante la batalla en la ciudad de Bandoter. Mientras las columnas, torres y murallas se venían abajo, mientras los humanos con poderes mágicos lanzaban conjuros a cuadrillas de boggarts, mientras las catapultas lanzaban piedras que aplastaban a ambos bandos y mientras los boggarts rasgaban piel humana como si fuera papel húmedo y se convertían en tigres que devoraban sus cabezas de un bocado, ellos escaparían al bosque de los elfos y se olvidarían de toda esa guerra estúpida.

Antes de irse, robaron el cristal mágico a una bruja que dos soldados humanos violaron, mataron y saquearon.

—No me gusta robarle cosas a los muertos —dijo Sarlan—. No es ético. El saqueo no es ético.
—Ya está muerta, carajo. ¿Qué más da? Además ella hubiera querido que nos quedáramos con su cristal… bueno, yo creo.

Pasaron semanas enteras en el bosque de los elfos, durmiendo sobre la hierba y descansando recargados en los fuertes y milenarios árboles. En ocasiones, usaban el cristal mágico para sintonizar la batalla.

—¡Sarlan, ven! ¡Ya va a empezar la batalla! Ya agarré la señal y está bien divertido ver cómo se matan estos babosos… ni cuenta se dan que ellos están perdiendo y nosotros somos los únicos ganadores.

Odron sabía que el cristal mágico le permitía ver claramente la batalla: las dos razas marchando uno contra otro, destruyendo vidas que sin duda tenían familia, porque muchos boggarts tenía hijos, y cada humano una madre y un padre.

Pero eso no era todo lo que veía.

En ocasiones podía ver a un muchacho de no más de diecisiete años, escribiendo sobre la batalla, sobre ellos, sobre el bosque de los elfos, sobre los alpes de los dragones y sobre la batalla de Bandoter. El muchacho escribía a veces frente a una extraña pantalla y una caja rectangular con letras, y a veces en un cuaderno. El muchacho controlaba todo. Lo que escribía, en el reino se cumplía. Lo que trazaba, en el campo de batalla se volvía una realidad. ¿Él era dios? Jamás lo sabrían. Lo cierto es que hasta que él no lo decidiera, la guerra no terminaría.

Odron y Sarlan pasaron el resto del día en el bosque. Los rayos de sol que anunciaban el atardecer se filtraban entre las hojas de los árboles. Caminaron hasta el lago, donde una pareja de elfos se bañaba, mostrando un escultural cuerpo desnudo. Todo era idílico, sublime…

…incluso el dragón que aterrizó para beber agua. El lagarto mediría al menos veinte metros. Era de un verde esmeralda, una barriga amarillo neón y unos ojos rojo rubí. Agachó su cabeza y sorbió el líquido, sin atacar a los elfos: sabía que el bosque era zona neutral. Después de unos minutos, el dragón abrió sus alas. Eran colosales y ocultaban la luz. Rugió y voló rumbo a la ciudad de Bandoter.

Horas después, boggart y hombre sintonizaron el cristal mágico. Con el paso del tiempo, se sentaban a comer bayas mientras contemplaban la batalla… sería divertida, de no ser que en otro plano de realidad se trataría de una «transmisión en vivo». Lo cierto era que se la pasaban muy bien.

Pudieron ver como un dragón furioso convertía en cenizas a ambos bandos.

-2-

Simón Ordoñez terminó de escribir el más reciente capítulo de su novela titulada El miedo de los boggarts, primera parte de la trilogía que tenía contemplada. A sus diecisiete años, soñaba con convertirse en un escritor de fantasía de la talla de Tolkien, Martin o Ende.

—Pero C.S. Lewis no, para nada —advertía a sus amigos—. Ese pinche mojigato adoctrinador no escribía novelas sino panfletos pro-católicos.

Simón apagó la computadora y salió a caminar por las calles de la Colonia Roma, en la Ciudad de México. Sus padres le decían que consiguiera un trabajo, que era un nini inútil más, que más le valía ponerse a hacer algo de provecho… pero a él no le importaba. Estaba absorto en su novela, en sus personajes, en el mundo que poco a poco iba creando en su cabeza y plasmando en el papel.

Fue a una librería de segunda mano y encontró un ejemplar de El caldero mágico, de Lloyd Alexander, a cincuenta pesos. No lo pensó dos veces y lo compró. Después, caminó hasta el Parque México y se sentó frente a una fuente a leer. Estuvo absorto en la historia hasta que dieron las seis de la tarde, después, siguió caminando, sin dejar de pensar en el próximo capítulo de su novela, si es que algún día llegaba a terminarla. Como Tolkien dijo una vez, «la historia crecía mientras se contaba».

Le parecía frustrante que él, al igual que tantos muchachos en el mundo, había leído El señor de los Anillos y como era obvio, se había fascinado, queriendo escribir una saga de fantasía en el mismo estilo. El Señor de los Anillos lo llevó a leer a Ende, a Goodkind, a Pratchett, a Leiber y todos los autores de la llamada Epic Fantasy.

Por más que se esforzaba, no encontraba editores para su novela. Le decían que aún estaba demasiado joven («muy verde», era el término favorito), y que su novela –la primera parte, aclaraban– era un conjunto de clichés y lugares comunes del género. Simón quería describir una de esas grandes batallas de las sagas de literatura fantástica: La batalla de Aguasnegras en «Choque de Reyes» de George R.R. Martin, La Batalla de las Lágrimas Innumerables en «El Silmarillion» de Tolkien, y La batalla de Camlaan de los mitos artúricos. Por más que se esforzaba no conseguía tener un estilo propio, aunque llevara alrededor de trescientas cuartillas.

De vuelta a su casa, se preguntaba si en algún lugar de su cabeza, o en algún otro plano de realidad, sus personajes tenían vida propia y esperaban que la Batalla de Bandoter terminara.

¿Acaso ellos sabían que perder o ganar dependía de un muchacho que se consideraba a sí mismo un perdedor?

De todos modos, perdieran o ganaran, él seguiría escribiendo y ellos luchando.

Al igual que la novela de Michael Ende, todas las historias eran interminables.~