El discreto encanto de ser un loser

perro_lluviaES INTERESANTE PENSAR  acerca de la naturaleza de los conceptos que hoy rigen el comportamiento individual y las relaciones humanas. Esos conceptos mudan de significado conforme el ambiente cultural (o el espíritu de época, dirían otros) va imponiendo nuevos parámetros para (re)interpretar el mundo. Una de las cuestiones más frecuentes es que esas apropiaciones novedosas del mundo suelen hacerse a partir de una dicotomía monocromática: lo bueno-lo malo, lo correcto-lo incorrecto, lo blanco-lo negro. Una de las dicotomías que menos me gustan es la de éxito-fracaso.

El mundo de capitalismo exacerbado y mecanicista en el cual nos ha tocado vivir ha establecido que la posibilidad de trascendencia y autosignificado que las personas pueden tener se mide a partir del lugar que ocupamos con respecto de ese tándem éxito-fracaso. En inglés, la palabra incluso ha mudado a un vocablo de uso regular que se utiliza para calificar no a aquel que es menos apto o menos capaz, sino a quien no es igual a los demás, al que no aspira a la homogeneidad. «Loser» se dice con una facilidad pasmosa. Y aquel que lo dice cree, por el sólo hecho de hacerlo, que se encuentra del otro lado. No concibo idea más patética. El receptor de tal adjetivo, por su parte, tiende a creer lo que le han dicho y se convierte en una sombra de sí mismo.

Los años noventa fue el momento en el cual los losers del mundo se rebelaron. Desplazados del auge económico que las guerras y la especulación financiera habían traído consigo, y de las cuales surgió ese símbolo de estatus y éxito temprano, el yuppie, los losers convirtieron su marginalidad en posibilidad de identificación. En la música y el cine, campos en donde la cultura popular se vuelve espejo de la realidad otra, el efecto fue inmediato y escaló al mainstream de manera tal que se desdibujó la definición primera de los perdedores. Mientras Bret Easton Ellis narraba en American Psycho cómo la riqueza económica obtenida de manera temprana convertían a un yuppie aburrido en un asesino despiadado, el metal dejaba atrás la época glamurosa del hair y se introducía a los territorios menos complacientes del speed y, al unirse a los ecos punks, del grunge. Era así como Radiohead, banda icono de la década, coloca en los primeros sitios una canción como «Creep» o como Beck alcanza notoriedad con «Loser». Ni qué hablar de grupos como Nirvana o Metallica para quienes la idea de celebridad, y de construcción de ésta, quedaba en un segundo o tercer plano, cuestión que se reflejaba, incluso y con preponderancia, desde la apariencia.

Pero llegó el siglo XXI y ese cuestionable orgullo de saberse un loser se fue erosionando a la par de las oportunidades laborales, escolares y profesionales. El «éxito» se convirtió en una cuestión que pasaba por la visibilidad. Si eres visto, si eres célebre, eres exitoso. De otra forma estás condenado al ostracismo, que es decir al fracaso. No es coincidencia, por tanto, que fenómenos como los reality shows y los talk shows hayan alcanzado una «diversificación» geométrica que coincidía en un solo punto: cuestionar y confrontar la dignidad de las personas a favor de atestiguar hasta dónde se estaba dispuesto a llegar con tal de convertirse en una celebridad, por tanto en alguien «exitoso». No importaban los medios: la sexualidad irresponsable, la incultura patente, la vulgaridad convertida en seña de identidad, la capacidad de joderse a los demás. El reality revela los mecanismos de los que se vale el binomio éxito-fracaso para convertirse en la directriz de la sociedad contemporánea: todo es una competencia descarnada en donde los no figurantes están condenados a no existir. Los marginales y los silenciosos se convierten en los nuevos perdedores de una era que ya Lipovetsky ha calificado como vacía de significados.

 

Si matizamos un poco lo monocromático de pensar la vida en términos de éxito y fracaso, nos encontramos con un concepto en suma interesante: resiliencia. Este término describe, desde la psicología, la capacidad que tienen los seres humanos para sobreponerse a situaciones conflictivas, traumáticas u obstaculizantes y encontrar la manera de adaptarse para superarlas. Debería ser una cualidad impulsada como valor importante dentro de la escala que la familia o el aparato escolar construye. Es el equivalente a ser un sobreviviente, un ser creativo, un aguantador.

Tengo más de una década dando clases a jóvenes universitarios y a adolescentes de preparatoria. Al mirar sus historias me es imposible calificar a éstas como casos de éxito o de fracaso. Sí puedo reconocer, en cambio, que muchas de esas personas que he conocido tienen una capacidad de resiliencia que muy pocos podrían presumir. Intento un recuento que, seguramente, será injusto, pero que trata de ser descriptivo.

Recuerdo a B. Una chica que, después de un tiempo y sobrepasando los límites promedio de edad, llegó a la conclusión de que deseaba concluir su preparatoria. En su historia había un embarazo adolescente, un matrimonio complicado (por decir lo menos) y una situación familiar de necesidades económicas apremiantes. Después de poco menos de un año, B me comentó que su pareja le había condicionado su estabilidad emocional y matrimonial al hecho de que abandonara la escuela para «atenderlo» a él y a su hija. De manera sincrónica su padre cayó enfermo y debió esforzarse más para ayudar con las necesidades de su hogar. En un país en donde los índices de deserción en educación media superior son deprimentes, el pronóstico no era nada favorable. Tomó decisiones muy fuertes e importantes. Sacrificó lo que creía «normal» por aquello que tenía la convicción que era lo correcto. Su vida se adaptó de manera dolorosa pero, al final, consiguió su meta y, más importante, vislumbró nuevos horizontes que no se había planteado.

G, por ejemplo, es otro caso de resiliencia notable. De una niñez complicada por el ambiente de crecimiento a su inmersión en una realidad en donde la ruptura de las leyes es la norma sólo hubo un paso dado con la mayor naturalidad. Pasar de ser el proveedor habitual de los adictos de su barrio a insertarse en un salón de clases en donde lo que sobraban eran, precisamente, reglas implicaba un deporte extremo en el mejor de los casos. En varias ocasiones parecía que la inercia social retornaba por sus fueros. Recuerdo en especial la ocasión en que su padre llegó a avisarme que su hijo no podría asistir a clases en un tiempo porque había tenido un «accidente». Éste había consistido en una pelea callejera en la que un tipo estampó en su rostro y su humanidad varias veces la hebilla de metal sólido de un cinturón diseñado más para las batallas que para sostener los pantalones. Otras veces era la economía y la necesidad de transportarse o de comer. Resistió la tentación de volver a ejercer de dealer al vender dulces y chucherías entre sus compañeros. Terminó la prepa. Ingresó a la universidad. Se dio el lujo de cursar dos carreras de manera simultánea, mismas que está a punto de concluir.

Un último tercer ejemplo, entre otros varios. M es un chico que creció al amparo del desamparo. Desde pequeño fue impulsado por la vida y por los golpes a abrirse camino a fuerza de trabajo infantil y mendicidad. Es una anomalía el hecho de que, a pesar de crecer en un ambiente que adoctrina sobre la conformidad y la resignación, hubiese querido algo más: estudiar. Y el atrevimiento le fue cobrado, en primera instancia, en el seno de su propia familia. Su madre le reclamaba no llevar dinero a la casa para comprar víveres, lo comparaba de manera recurrente con su primo, un ladrón de motocicletas que de manera esporádica llevaba algún regalo a su madre, la tía de M. Antes de todo eso, había un historial de alcoholismo y adicción a inhalantes que había cobrado factura a la capacidad de concentración y despliegue intelectual de M. Lo salvaron en parte las pláticas de AA y su llegada a la escuela. Todo lo resistió y a todo se pudo adaptar. Consiguió un trabajo como acomodador de autos en un deportivo los fines de semana a fin de no abandonar la escuela. Sus hermanas adolescentes fueron embarazadas por algún donjuán de barrio y él se sintió, de nuevo, con la obligación moral de hacerse cargo de la familia. Aún se debate en ese dilema mientras lleva sus cursos en la universidad. Me gusta venir a la escuela, me decía, porque el hecho de que alguien, los maestros en este caso, me digan que he hecho algo bien me hace sentir muy bien, mejor que como me siento la mayor parte del tiempo. Sigue en el camino como pocos que yo pueda conocer o recordar.

Pienso, al escribir estas líneas, que llamar exitosos a estos muchachos es restarles méritos por algo que va más allá de la misma idea de éxito. Lo único que puedo esperar como alguien que los encontró en su camino es que los primeros que hayan reconocido su capacidad de sobreponerse y adaptarse a un entorno hostil hayan sido ellos mismos.

 

La escritura de este textito me trae a mí mismo. Hay una escena de How I Met Your Mother en donde Ted Mosby, el protagonista, al no tener mayores oportunidades laborales, decide entrar a dar clases. Para alguien que no ha estudiado para maestro, cosa que cada vez parece más anacrónica, la idea de terminar su vida profesional como profesor parece una versión del fracaso. No dedicarse a lo que realmente  se está destinado. Al igual que a Ted, algunos de mis amigos me dicen que podría estar haciendo cualquier otra cosa con suma facilidad y siendo exitoso. Que pierdo mi tiempo al dar clases. Que, probablemente, los estudiantes con los que trabajo nunca me agradecerán lo que hago con ellos, o lo olvidarán más pronto que después. Algún tiempo esos comentarios hacían mella en la propia idea que tenía acerca de mi vocación y de mí mismo. Más de una ocasión intenté hacer caso de tales sugerencias. No pasó nada conmigo. No sentí la misma emoción que me embargaba al estar frente a un grupo, corrigiendo tareas o atestiguando el crecimiento de un estudiante. Retorné siempre al lugar que me ha dado las mayores satisfacciones. Todavía hoy, algunos amigos despistados o de nueva adquisición me hacen el mismo comentario. Cuando eso ocurre suelo pensar en las historias de los resilientes de allá arriba. Sonrío y, amablemente, le doy la razón al autor de los comentarios. Elijo la cortesía frente a la incomprensión de la verdad.~