Hasta la victoria, nunca

Hasta la victoria, nunca. Un texto de Ira Franco.

 

CADA QUE VOY a ganar algo siento que un enorme perro negro vendrá a morderme. Es un perro ciego, que huele a tres kilómetros de distancia ese laboratorio de ideas que se ordenan de pronto en algo que al mundo parece agradarle. Puede ser un chiste, un artículo, un cuento, incluso una dulce combinación de ropa o de ingredientes en el guiso del día. ¿De qué tengo miedo? No lo sé. Es el perro: el perro soy yo pero también una parte de mí que no puedo ver,  un recuerdo tan viejo que no ocurre en mi memoria  sino en el esqueleto. Es la sensación de que volaré por un momento, pero el resto será caída libre. Es vértigo, un absoluto vértigo. Cuando algo va muy bien suelo incluso engañarme pensando que el mundo es un lugar triste y que nada tiene sentido. Pongo a Nick Cave, «People Ain’t no Good» por ejemplo, y me convenzo con la letra de este australiano: «te pueden tratar de hacer sentir mejor, algunos lo intentan, pero no está en sus corazones. La gente no es buena y punto». ¿De qué tengo miedo? No lo sé. Antes de poder gritar ¡victoria! suelo escuchar ese feroz aullido que se acerca con velocidad. El perro me morderá y no se parecerá nada a las películas donde es posible patear al animal o correr para ponerse a salvo: tengo la certeza de que ese perro negro (a veces también se me aparece como un gigante blanco) me hará pedacitos, me hundirá los caninos en los ojos, tratará de zafar mi mandíbula de un brinco feroz, destrozará mi fémur como si perteneciera a un maldito pollo, hincando su hocico en la sangre y lamiendo frenéticamente hasta que de mí sólo quede un hedor. ¿Es el sueño de fracaso? ¿Una advertencia del futuro? ¿Una premonición? ¿Un deseo? No lo sé.  Por eso me detengo cada vez. Cuando acabo de escribir una frase prometedora, suelo distraerme, me conecto al tuiter, al facebook −el perro−, al chat. Hablo por teléfono −auuuu− con un amigo y diluyo todas mis ganas de escribir en una conversación vaga, de la que nunca puedo acordarme. Me masturbo, claro. Cómo olvidar esa genial salida. Nadie te puede culpar de masturbarte. O mejor: pienso en ese hombre imposible. El que se me escapó. El que no quiso o no pudo. Recuerdo un beso. Luego otro. Suficiente para olvidar que estaba a punto de hacer algo bueno, un buen texto, un buen guiso, una buena decisión o una caminata de la que pudiera enorgullecerme. Y de pronto la esperanza de recuperar ese momento y esa inspiración ¡puf! se ha ido. El día se ha ido −adiós maldito animal−; se fue la noche, el día, la noche y de nuevo el día sin que yo pueda regresar a esa golondrina idea que me arriesga a un galardón en el pecho. La tenía, casi la tenía.

El perro se ha ido, pues. Algo dentro de mí sonríe.

Otra buena salida es buscar desesperadamente algo que comer en la cocina o inventar un problema doméstico. He llegado a zafar una llave de agua para avisar al plomero y perder toda la tarde y estoy próxima a descomponer las manijas del gas para inventar que hay una fuga. Esa es una salida muy avanzada, cuando algo es realmente muy muy bueno: las tengo apiladas por grado de desesperación. Pero no voy a ponerme pesada: una buena pila de trastes sucios o el inconmensurable apoyo que requiere de mí una amiga o una hermana es suficiente para el tipo de victorias que suelo esquivar. El aullido se va. Algo dentro de mí sonríe.

¿Qué me da miedo? No voy a contestar esa pregunta. Eso sería como poner comida caliente allá afuera, donde el perro estará dormido aunque alerta. Se despertará y vendrá por mí. ¿De qué tengo miedo? −Auuuuu−. No puedo decirlo, no puedo explicarlo, no quiero seguir escribiendo… −auuuu− ya se acerca. Aventuro lo último antes de que sea demasiado tarde y me muerda, destroce mi carne, me haga pedazos. […] De pronto me ha dado tanto sueño. Posponer es ahora un asunto vital. Aplazar, postergar todo este recuento de las pequeñas victorias castradas. Tengo que irme. Ya.~