Debo ser pseudolectora

Recuerdo perfectamente el día en que mi profesor de Teoría de la Literatura nos preguntó quién decidía lo que era o no era literario. Inocentemente pensaba que esa decisión venía intrínseca al libro, es decir, algo había en los libros que los erigía literatura sin que nadie tuviese que interceder por ellos. El debate estuvo servido y todos nos sentimos debidamente defraudados al imaginar a un grupo de viejos sabios señalando con sus dedos huesudos lo que debía salvarse para las estanterías y lo que debía quemarse como en aquella famosa hoguera de la caballería.

Está claro que, de un tiempo a esta parte, han sido las editoriales las que han decidido lo que era y lo que no era digno de ser publicado, es decir, literario. El mayor o menor prestigio de la editorial hacía que los lectores –o quizá el público-, concibiesen una obra como producto artístico o simplemente como producto. Es decir, el elemento que definía como arte era el prestigio social del sello bajo el que el libro aparecía. No gozamos a día de hoy de la perspectiva que ofrece el paso del tiempo y debemos sentirnos satisfechos con la opinión más o menos objetiva que los medios sostienen ante nosotros. Por supuesto, justo a esta visión práctica en la que son las grandes empresas del mundo del libro las que seleccionan lo literario, nos encontramos también con el contrapunto de los índices de venta.

No es raro que se considere a lo más vendido como lo pseudoliterario. Los conocidos best-seller son catalogados como literatura de segunda o de tercera, carentes de valor en el selecto círculo de los que dominan los pormenores del arte, leídos en secreto por el gran público en vagones de metro y playas superpobladas. Y es aquí donde nos encontramos frente a la tesitura que me inquieta, frente a esa doble moral literaria: lo que publican los grandes sellos –adalides del arte- es lo mismo que se vende como lechuga en los centros comerciales –contrarios absoluto de lo literario. Es llamativo que las nuevas y jóvenes editoriales se cuelguen el cartel de las salvadoras de la buena literatura, de la genial y secreta literatura que no llega a las grandes firmas. Literatura de calidad, escuchamos en muchas ocasiones.

Pero, entonces, ¿qué hay en la obra de arte que la caracterice como tal frente a lo demás? ¿Cómo medir la literariedad del texto para afirmar que algo es literario o pseudoliterario? ¿Cómo decidir qué historia merece jugar en primera división y cuál debe ser forrada de papel de periódico para que el resto de viajeros no descubran mi debilidad por los géneros menores? ¿A quién confiamos esta decisión?

El buen gusto o el gusto, en general, muda con las épocas. Lo que antes era considerado como brillante, hoy puede resultar aburrido. El tiempo, como ya hemos dicho, es el que coloca en su justo lugar la expresión artística. Esta semana era yo la que hablaba de literatura con mi clase, era yo la que recordaba el famoso “enseñar y deleitar”, la que hablaba de hacer magia con las palabras, de buscar la belleza a través del lenguaje. Términos todos tan abstractos que hacían que mis alumnos me mirasen frunciendo el ceño. Por eso me vi abocada a preguntarles cuál pensaban ellos que era el truco de la literatura, en qué consistía esta ciencia. “En que me lo pase bien leyendo”, respondía uno de ellos.

Quizá por lo que me recordaron en aquella clase y aún a riesgo de que los expertos se me tiren al cuello, me declaro amante de la pseudoliteratura, me defiendo como la más pueril de las ignorantes de las grandes expectativas del arte y me sumo a las líneas de mis alumnos que, frente a un mundo en que cada vez es más difícil disfrutar del placer de un libro, deciden “pasárselo bien leyendo”.~