Sin decir infancia
Un texto de Antoine Mouton / traducción de Sebastián García Barrera
CAMINAMOS POR LA CARRETERA. Casi no hay nadie. Casi nunca hay nadie en esta carretera. Entre nosotros la llamamos el desierto. Algunos autos nos rozan, siempre en dirección contraria. Nosotros los llamamos los leones. Leones del desierto. Nunca hemos encontrado el oasis. Arena, más arena. Pastizales que se acercan, con vacas que se aburren, aburrimiento que también se acerca, aunque hayamos intentado escapar de él yéndonos a caminar en el desierto. En la carretera no hay nada salvo la carretera.
Caminamos de aquí a allá, y luego desandamos el camino. El allá está siempre un poco más lejos cada día. La esperanza es madre del esfuerzo. Ver otra cosa, quizás. Algo que no sea lo que vemos todos los días. Nos empeñamos en ir un poco más lejos cada vez, pero siempre es la carretera, siempre el desierto, y el rostro inmenso y repugnante del aburrimiento, mirándonos de frente, sonriéndonos.
¿A dónde van los leones? ¿Qué es lo que buscan? ¿Qué buscamos nosotros, que fijamos el allá cada vez más lejos, nosotros que vamos agotando la esperanza con cada nuevo intento? Algo, un signo, una fuente, un allá que nos atrape, que nos haga perder el camino del aquí. Quisiéramos olvidar el aquí. Quisiéramos dejar de tener miedo, pero es difícil. Nos gustaría querer menos el calor y la sopa, la cama y las cortinas. No es un querer, de hecho. Porque querer es querer siempre. Y no siempre queremos dormir, andar siempre abriendo y cerrando las cortinas, sentir siempre que nuestro rostro se enrojece al asomarnos a los platos humeantes. Por eso nos vamos a caminar al desierto. Algún día lograremos traspasar el rostro del aburrimiento.
Caminamos por la carretera, rumbo al allá, y a menudo miramos hacia atrás para saber si todavía vemos el aquí. Al regreso miramos también hacia atrás, hacia el allá alcanzado. Miramos hacia atrás por si algo inesperado sucede. Esperamos que algo suceda. Y a pesar de eso decimos: lo inesperado.
Caminamos por el desierto. Los leones mordisquean las líneas. Tienen territorios más vastos que el nuestro. No están sometidos al imperativo del regreso. Donde quiera que estén están en su lugar, pasan en un zumbido, me gustan. Y nosotros seguimos nuestra línea, la estiramos hasta que se deshace. ¿A quién le gustaremos?
El aburrimiento nos sonríe. Sus labios se entreabren. Una encía rosada como la alcoba de mi hermana. Un muro, un ideal. Golpearse la cabeza contra algo. Aturdirse hasta poder decir: algo me esperaba. Quizás nada nos espere.
Nos tomamos de la mano. Me avergüenza ir de la mano de mi hermana. Su cuerpo es demasiado pequeño, sus piernas demasiado cortas. Siente siempre miedo antes que yo. Regresemos, dice. En verdad siento miedo mucho antes de que ella lo diga, pero yo no lo digo. No digo que el camino me agota, que el aburrimiento me devora, que espero estar pronto frente al plato de sopa. Porque soy el hermano mayor y el hermano mayor calla. Juega a ser otro. Espera convertirse en ese otro que juega a ser, pero conservará por siempre en su mano el recuerdo de la mano de su hermana. Aun cuando mi hermana ya no camine a mi lado, la gente con la que me cruzaré le sonreirá. Por eso me avergüenzo. La ternura que inspiro no me está destinada. Hay cosas que nunca se nos quitan del cuerpo. Incluso cuando hayamos olvidado quiénes éramos habrá un recuerdo más grande que nosotros, que nos arropará y que la gente notará. Podrían no vernos, ver tan sólo el recuerdo y nada más allá. Les haremos señas, llamaremos su atención.
A veces me pregunto si mi hermana menor se avergüenza también de tomarme la mano. ¿Con qué derecho podría avergonzarse de mí? Siento que me retiene, que me frena. Regresemos. Me dan ganas de golpearla cuando me lo dice. Tengo la impresión de que por entre nuestras manos anudadas deja que hable aquel que ya no quiero ser.
Quisiera tener la fuerza de abandonarla, algún día, en medio del desierto. De decirle yo sigo, regresa tú sola. Que importa que el zumbido de los leones te haga temblar, que importa que tengas miedo, yo no tengo miedo, diles que no sé cuando regresaré. No les digas que no voy a regresar, de lo contrario llorarán y me será imposible no escucharlos.
Ese nosiemprequerer que nos une, ¿soñará ella con dejarlo atrás, tal como yo? Sé que no buscamos lo mismo cuando caminamos por el desierto. No sabemos qué buscamos, pero no buscamos lo mismo, es un hecho. Su allá no es el mío. ¿Entonces por qué caminamos juntos?
A veces me pregunto si realmente busca algo, o si viene conmigo sólo para decirme: regresemos. Emisaria del hogar en que vivimos.
¿Por qué entonces me parezco tanto a esta muchachita cuya mano aprieto? Mis brazos parecen estar hechos para tranquilizarla. Quisiera que le dieran miedo. Que la aterrorizaran tanto como los leones.
Los leones pasan en un zumbido por la carretera. Las vacas nos observan desde los pastizales, siempre rumiando algo. Yo también estoy siempre rumiando algo: una furia. Tu fuego, dice mi hermanita. Tu fuego que abrasaría todos estos pastizales si te lo permitiera, que los incendiaría.
Lo que diré, lo que incendiaré.
Los leones no tienen nada que rumiar. No quiero ser una vaca, quiero pasar en un zumbido. No quiero andar rumiando tentaciones incendiarias en mis cuatro estómagos, quiero atravesar las llamas, dejar surcos en donde todo arde. Con o sin esta niña que arrastro de la mano, qué importa.
Mi fuego lo albergo dentro de la boca, y soplo la sopa. Por eso nunca se enfría, por eso siempre me quema la garganta, por más que espere. La sopa se parece a mi vida: siempre hay que esperar.
¿Qué esperas para irte a dormir?, me dicen. Que algo inesperado ocurra. Que mis pasos me lleven a otra parte, que otro sea yo. Y que en mi mano crispada de tanto retener el fuego que cobijo no haya más que el carbón del recuerdo, mi hermanita con su cara de chimenea. Una braza quizás, cuya luz pálida y rojiza me tranquilizará cuando apague la luz y me acueste. Porque temo que me haga falta. La falta es el demonio.
Mi hermanita habla mucho. Me gusta escucharla, me tranquiliza, pero no quiero que nadie me tranquilice. ¿Cómo es posible que se pueda querer y a la vez no querer? A veces pienso que la lengua es una trampa, que las palabras nos mueven con sus hilos, que las frases nos aprisionan con sus clavos. De tanto hablar, quedarse. Atrapados en las redes de las paradojas.
En el desierto, nuestras sombras nos siguen a veces y a veces se nos adelantan. Nunca mezclo mi sombra con la de una vaca. A mi hermanita le encanta la historia del chico que quería saltar por encima de su sombra. Me gusta cuando la cuenta, porque sabe contar historias, pero no me gusta esa historia. Habría que dejar de sentir. Simplemente ser. Y entonces llegar a ser, saltar por sobre su sombra para liberarse del sol y perderse en los pasadizos equívocos de lo que se siente.
Sopesar los pros y los contras, dice ella. Eso ni pesa ni se sopesa. Ni el pro ni el contra. Kilogramo es una palabra, y mientras sopeso no voy a ningún lado.
Todo lo que dice mi hermana me molesta. Me gustaría deshacerme de ella, pero quisiera no tener que hacerlo. Cuando caminamos por el desierto, a lo largo de la carretera interminable, me ubico de tal manera que sus zapatitos mordisqueen la línea. No consigo evitarlo. En ese riesgo se esconde mi esperanza. Ella lo sabe, se queja, yo digo que no quiero mezclar mi sombra con la de las vacas, ella me sigue de todos modos.
Nos queremos mucho, ¿es eso el amor? ¿Acaso habrá siempre una sombra o un pasadizo equivocado, alguien para decir sopesa o regresa? Ese conjunto que formamos ella y yo en el desierto, ¿formaré algún día otro, uno diferente? Esa forma embrionaria del amor que siento por ella y que me impide conocer otras más intensas.
Lo que temo: que nunca sea tan fuerte como esto que quizás no es amor pero que me sostiene. ¿Por qué aquello que nos sostiene nos retiene? Las cortinas se cierran encima de la sopa. La paciencia es la gran lección triste.
Sebastián García Barrera es traductor de la Universidad de Antioquia (Colombia) y doctor en literatura francesa y comparada (Université de Rouen), con una tesis en historia de la traducción en el Renacimiento. Actualmente trabaja como docente investigador en traducción y traductología en el Departamento de Español de la Universidad Paris 8.
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