Umbral

Por Mariela Castañeda

 

AL PRINCIPIO PENSÉ que había sido un gasto inútil, una caja idiota para un retrasado. Cuando finalmente la trajeron no llamó su atención; el empaque le causó más gracia que el objeto. Así duró varios días.Le tomó quizás una semana o dos notar la presencia de aquella caja, un tanto más pequeña, un poco más brillante. La contempló por horas. Luego se atrevió a tocarla; un dedo, luego dos, después la acercó a sus oídos, a su boca, la agitó suavemente y volvió a dejarla en el suelo. Fue la primera vez que me percaté de aquella tensión extraña en su acostumbrada fijeza.Una especie de incomodidad, rayana en la repulsión,comenzó a germinar.

La sensación se producía cada vez que yo cruzaba el umbral de su cuarto. Al verme entrar, el idiota, que antes ignoraba mi presencia la mayoría de las veces, me escudriñaba con una mirada que no estaba vacía como de costumbre. Casi podía decirse que me observaba, que la opacidad era ahora reconocimiento, de no ser por la delgada línea de saliva que colgaba, delatándolo, dela comisura de su labio. Todo esto no duraba más que unos segundos. Luego la mirada volvía a ser la misma;glauca, desenfocada. El idiota retornaba a su pose ascética, frente a la caja.

Después de algunos meses me convencí de que la compra había sido una buena inversión; el idiota parecía encantado con la máquina y cada vez tenía menos arranques eufóricos o violentos. Se le podía ver casi diario frente a ella, callado y solemne, una sola mano acariciándola con mesura. El funcionamiento del artefacto era simple, lo suficientemente atractivo como para interesar a un idiota. Todo esto representaba una ventaja para mí. De todos los hermanos había sido yo quien quedara en posesión de la antigua casona y, por lo tanto, según lo estipulado en el testamento, tenía que cuidar al hermano menor. La caja, entonces, había sido un obsequio por mi sacrificio, una manera de aligerar mi carga y sus culpas.

Cuando la guerra comenzó, no hubo gran cambio. La casona estaba a las afueras de la ciudad, en un pueblo solitario desde hace mucho. Nuestras vidas transcurrían normalmente, diluidas con lentitud en el tiempo, un poco más limitadas, quizás. Dejé de ir a la ciudad por provisiones; regresé a cultivar las hortalizas, a pasar más tiempo en casa. Cuando la situación se complicó sólo incrementé las medidas de seguridad. Cuando empezaron las bombas habilité el sótano. Cuando los soldados y las máquinas entraron, abandonamos el suelo y pasamos a vivir únicamente en el sótano. Cuando asesinaron a todos, nosotros seguíamos escondidos.

Después de semanas de reclusión, me atreví a salir a la superficie. Todo estaba seco, silencioso. La bomba estaba diseñada para arrasar con todo aquello que fuera orgánico en la superficie. El químico empleado retrasaba la putrefacción —todo se hallaba en un estado latente, en ruina perpetua—, era inodoro. Entre tanta quietud, la única prueba de que aún había aire era que yo respiraba, que la sensación de asfixia no surgía por la falta de este elemento. Regresé, temblando, al sótano. No me atrevía a procesar lo visto, suspensa entre el estupor y el desconocimiento. Descendí los dos pisos y llegué al cuarto del idiota.Cuando entré, mi pasmo fue en aumento: el idiota sonreía, y no sólo eso, se desternillaba en carcajadas cristalinas. Le hablaba al artefacto. Le susurraba. Me acerqué.Su excitación me pareció repulsiva, grotesca. De golpe, el idiota se calló y me miró fijamente, lúcido. Le pedí que me repitiera aquello que había dicho. No lo hizo. Miró por un segundo a la máquina. Lo entendí todo. Tenía que hablarle a ella. Cuando me acerqué, el idiota me impidió tocarla; la llevó a su pecho y, con una fuerza inimaginable para aquel cuerpo ralo y seco, me empujó lejos.

Embestí. Trataba de tomar el objeto, pero sus manos, transformadas en garras, no lo permitían. Tomé su cuello. Sólo buscaba hacerlo soltar el artefacto, pero cuando mi piel entró en contacto con aquel cuello tibio, no pude detenerme, seguí presionando.Ahora podía sentir las venas dilatadas, podía casi imaginar aquella sangre turgente, incapaz de romper el dique que eran mis dedos, mis manos enteras. No supe cuándo dejó de moverse, me parecieron horas antes de que escuchara el ruido del metal contra el suelo.

Me acerqué a la máquina, la acaricié; un dedo, luego dos.Descubríunatibieza parecida a la del cuello del idiota. Traté de hablarle, pero no podía, mis cuerdas vocales se habían cristalizado. Quizás había sido el químico de la superficie. Nunca podré saberlo. La caja quedó ahí, inmóvil, absurda. Miré alrededor. Estaba completa y abismalmente sola.~