El mapa

Un mapa y un marino destinados a encontrarse. Un cuento de Carlos Prieto /Ilustración de Rubén Prieto

El anciano miró el mapa de nuevo. Sobre la mesa de roble, con la luz del atardecer entrando por la sucia y quebrada vidriera, parecía más antiguo de lo que era. Inclinado hacia delante en una desvencijada silla de madera, la postura encorvada del viejo remarcaba aún más su aspecto decrépito. Miraba el mapa con melancolía, solitario, acariciando su desastrada barba blanca. Suspiró con pesadez, inhalando el aire rancio de la tasca, y dio un largo trago a la jarra. Su excesivo amargor provocó en el anciano un gesto de asco que le arrugó aún más toda la cara. En los tres meses que llevaba en Lisboa no había conseguido encontrar ni un solo bar en el que sirvieran una cerveza decente. Volvió a dejar la bebida sobre la mesa y observando los posos gritó en un mal portugués con acento italiano: «¡Posadero, otro asqueroso brebaje de estos!»

El silencio de la taberna se desgarró con su voz grave, quebrada y potente. El único cliente del antro junto con el anciano, un joven marinero sentado en un taburete de la barra, se giró para mirarlo, cayéndose al hacerlo el gorro marinero que tenía en su regazo. Tanto él como el gorro estaban tan sucios y ajados como el suelo del bar, así que no pareció importarle la nube de polvo que levantó al caer. Agacharse a recogerlo sí le molestó. La operación le costó, unos minutos sufriendo con cada movimiento, como si tuviese las articulaciones soldadas. Cuando volvió a sentarse vio a trasluz el mapa del anciano, que lo sujetaba vertical para evitar que el tabernero lo mojase al dejar la jarra sobre la mesa. El marinero, intrigado, no lo dudó, con andares más propios de un viejo y expresión de dolor a cada paso, se acercó a la mesa del anciano con su vino en una mano y su gorro en la otra.

―Disculpe ―dijo el joven, de pie frente al viejo, al otro lado de su mesa―. No he podido evitar fijarme en el mapa. Soy marinero, pero nunca había visto algo así. ¿Lo ha dibujado usted?
―Por desgracia no ―contestó, con la mirada perdida en la vidriera. Volvió a dejarlo en la mesa y descansó sobre él su brazo derecho, tapando gran parte del pergamino.
―¿Le importa que me siente con usted? Acabo de llegar de un viaje algo movido y estoy agotado.

Después de unos segundos sin respuesta en los que el anciano ni siquiera parpadeó, el joven se sentó torpemente en la silla frente a él, dejando el gorro sobre la mesa. Miró el mapa mientras echaba un largo trago al vino, pero no pudo ver nada. Lo que sí consiguió fue sacar al anciano de su hipnosis al deslumbrarlo con el reflejo del sol en la copa.

―El mar ―dijo el viejo, mirando al pequeño trozo de costa que se veía a través de uno de los agujeros de la vidriera―. Siempre me ha gustado el mar.
―Uno se vuelve adicto a él ―contestó el joven―. Pero usted no es marinero, ¿verdad?
―¿Tanto se me nota? ―dijo sin apartar la vista del agujero.
―Un marinero habría dicho «la mar».
―Soy demasiado cobarde para navegar ―contestó el anciano con la mirada aún perdida―. Pero siempre he envidiado a los marineros. No por su valentía, sino por sus viajes y aventuras.
―Esas aventuras pueden matarte. Mi último viaje, sin ir más lejos, terminó en un naufragio que me ha traído hasta aquí.

El anciano miró por primera vez al joven, escrutándolo.

―Hasta aquí me ha traído a mí también mi última aventura que, a mis 79 años ha sido la primera.
―Lisboa es un muy buen sitio para una primera aventura ―dijo el joven mirando a través de un agujero de la vidriera desde el que se veía el puerto―. ¿Es ese mapa el causante de su viaje?
―Así es ―contestó mirando la parte del pergamino que no tapaba su brazo―. Pero a un viejo como yo de poco le sirve. Un marinero joven y aventurero como usted, sin embargo, podría sacarle buen provecho.

El joven miró con interés el trozo de mapa a la vista.

―Tiene curiosidad, ¿verdad?

El anciano esbozó lo que parecía una sonrisa bajo su tupida barba.

―¿Y quién no la tendría?
―Le hablaré del mapa. Pero antes quiero conocer algo de sus viajes y aventuras. Ya que no he tenido el valor suficiente cuando era joven y ahora ya soy demasiado viejo para intentarlo, al menos podré imaginarme viviendo los suyos.

El joven marinero miró con ternura al viejo y, sin pensarlo, comenzó a contarle anécdotas de viajes. Unas las había vivido él personalmente, otras las conocía de compañeros de navío, y algunas se las inventó sobre la marcha a medida que el anciano, emocionado, le hacía preguntas.

Tranquilas travesías por el Mediterráneo transportando mercancías y haciendo lujuriosos desembarcos en los puertos de Cartagena, Barcelona, Génova, Túnez, Nápoles, Creta, Trípoli… Tormentas en el Cantábrico. Largas y calurosas jornadas recorriendo la costa africana. Exóticos viajes por Asia. El anciano quería saber todo tipo de detalles. Desde qué transportaban en las rutas comerciales hasta cómo mataban el tiempo en los barcos las pocas veces que no tenían nada que hacer. Disfrutó especialmente cuando le habló de los viajes a la India, y quiso saber si había podido ver cómo se obtienen las especias y la seda. Después de saciar su curiosidad con seis rondas de bebida cada uno, el anciano quedó satisfecho. Su expresión de melancolía había desaparecido y un brillo distinto se adueñó de sus ojos. Incluso parecía más joven.

―Para su corta edad ―dijo el viejo recostándose en la silla―, ha visto mucho mundo. Estoy seguro que, aunque no es el primero al que enseño este mapa, será quien más partido le saque.

Se incorporó en el asiento y puso el mapa en el centro de la mesa.

―Por cierto ―dijo el anciano señalando el centro del pergamino con un tembloroso dedo índice―. No nos hemos presentado. Me llamo Paolo dal Pozzo Toscanelli.
―Yo ―contestó el marinero ofreciéndole la mano― soy Cristoforo Colombo.~