Diario de un borracho

Un cuento de Marcos Pico Renteria

 

LO CONOCÍ POR eventos sociales. En realidad, Reno es una ciudad muy pequeña, ‘la pequeña gran ciudad’. Conocerlo solo era cuestión de tiempo. Su nombre era lo de menos, la fama que había fabricado era más que suficiente para saber quién era el Cabrón de El Rafa, borracho empedernido y socialite por empresas mal habidas y un excelente estudiante de economía global. Sabía lo contradictorio de él, no respetaba mucho de reglas, a pesar de conocer las reglas del juego del mundo; si las había, correspondía ir, naturalmente, en su contra.

Mi trabajo era simple, encontrarlo. Saber a qué se dedicaba con quién se reuniría, y, reportarlo al gordo de la FBI. Si no lo hacía, corría el riesgo de perderlo todo.

Esa noche llegué a la fiesta pseudouniversitaria donde sabía que estaría. El apartamento estaba lleno de muebles que todavía vestían los logotipos de la Universidad de Nevada, clamando su propiedad. Noté, casi de inmediato, que las chicas que rodeaban a El Rafa no lo hacían realmente por su caricaturizado físico de un alto de esquelético caribeño sino por su personalidad que opacaba su cara negra que intimidaba, y eso, las atraía. Él saludaba a todo el mundo como si realmente los conociera a todos. A mí me saludó elevando su quijada plana mientras levantaba una gigantesca botella de vodka francés.

­—¿Qué onda Mejicou?­­

El muy cabrón. Yo sonreí y fui en busca de una cerveza. Intenté conversar con una rubia que me ofrecía un churro de mota, pretendí fumarlo y seguí explorando. Escuché una botella que se quebró en el traspatio y fui a ver lo que sucedía. Encontré una lata de una cerveza en el camino. Mi curiosidad se dirigía a la bulla que seguía en aumento. Bebí la cerveza como si no lo hubiese hecho en años.

Ya sin cerveza, me dirigí a ver qué había pasado con la botella en el patio. Crucé todo el duplex y sondeé cada rincón. El lugar estaba sucio, descuidado. Recuerdo un par de huellas de zapato en el techo que alguna vez quizá fue blanco. No quise preguntar quién había sido puesto de cabeza ahí; decidí ignorarlo.

Al llegar al traspatio me encontré con un tipo que intentaba salir de la casa brincando el cercado mientras otros le tiraban basura. Aparentemente había dicho algo racista en contra de los negros, aunque casi todos eran gringos, se identificaban con El Rafa, un dominican-riqueño con el piel tan oscura como su ser. El tipo que corría era alto y fornido. Le faltaron huevos para seguirle el ritmo a la fiesta.

Vi un tumulto de gente en una esquina del patio. Me acerqué. Dentro del apartamento comenzó la música de un dj; era una mezcla entre tecno y rap. La gente en la esquina servía cerveza de barril que estaba en un bote de basura repleto de hielo. Me sirvieron Bud-Light en un vaso de plástico. Seguí bebiendo.

Ya para las cuatro de la mañana todo seguía tal cual empezó. Pasó una botella del vodka francés y tomé una sola copa. Llegaron unos tipos que nadie supo de dónde pero empezaron un pleito con el dj que empezó a poner música tropical y al parecer no les simpatizaba escuchar bachata a esa hora.

Las vecinas salieron de sus casas y empezaron a insultarnos. Muchos de los que estaban ahí se pusieron a destrozar el apartamento. No quise intervenir, todavía no. Me hice a un lado. Hubo un disparo que puso a todos en alerta. Estaban aturdidos y con el susto de verse todos correr. Yo intentaba seguír en lo mismo, ver a qué asuntos se dedicaba El Rafa.

Uno de sus compinches sugirió ir al casino y seguir bebiendo. Estaba por irme y darme por vencido cuando una chica rubia dijo que quería bailar y ver bailar a su amiga. Se descartó el casino, El Rafa agregó que fuéramos a un stripbar. En Reno había muchos. Yo dije que no quería pero la chica me miraba con una cara incrédula. Pensé que le atraía y decidí seguirle el juego.

Al salir de la casa alguien se dio cuenta que hacía falta un carro, un BMW de uno de ellos. Según lo describieron no era muy nuevo, pero igual habían robado un vehículo de uno de estos cabrones, los Cabrones.

Alguien dijo que había visto unos cholos llevárselo mientras se escuchó a un tipo correr desde unos matorrales fuera del duplex. El Rafa lo siguió y lo tacleó hasta quedar encima de él. Lo hizo ver como si fuese atrapado a una pequeña presa. Era un cholito.

Lo subieron a una de las camionetas. Parecía un muñeco por la manera que lo meneaban. Me senté al lado de la chica, en una Cherokee que uno de esos Cabrones conducía. El Rafa dijo que iríamos al stripbar y que después nos haríamos cargo del carro.

Parecía que llamar a la policía no era opción. En cuanto llegamos al lugar, se sentaron hasta adelante, con la espalda al escenario. Seguimos bebiendo. No sé de dónde sacaban para pagar tanto, o mejor dicho, opté por ignorarlo.

Hablábamos de finanzas, de teorías de borrachos que nunca llegarían a nada; parecía entretenerles mi visión de fin del mundo capitalista y enajenado por el consumismo. Mañana lo olvidarían todo.

Los tres tipos que siempre acompañaban a El Rafa –apunté el nombre de Chase, Ronnie y Victor– parecían que andaban en un viaje raro todo el tiempo, sonreían de cualquier pendejada que fuera irrisoria a un niño de diez años, no obstante, yo vi a esos mismos bobos aterrorizar al cholito después de salir del stripbar.

Lo patearon hasta que escupió sangre, pidió un receso. Siguieron hasta que al fin hizo una llamada y balbuceó su perdón. Hablaron un poco más, gritaron, amenazaron. Se escuchó una patrulla. Salimos de ahí. Yo parecía camuflarme con ellos. Permanecí inmóvil, sabía que si llegaba a contradecirlos yo sería el próximo en recibir la misma golpiza.

Me di cuenta que debía irme. No pude, me sentí vigilado. Subí a la Cherokee con la rubia. Al parecer les había dado hambre y quedaron de verse con los Cholitos en frente de una Jack in the Box a varias calles arriba.

Bajamos como un pequeño ejército de brabucones. Apenas llegamos al lugar empezaron los puños. Sé que golpeé a uno de ellos. A ese punto estaba entumecido por el alcohol y la adrenalina.

Recibí más golpes de los que pude dar, caí. Después escuché un golpe, los chillidos de una tipa mezclados con un dolor de quijada y un continuo aturdimiento. Alguien me ayudó a levantarme. Los Cholillos se metieron a sus carros y se fueron.

Al parecer fui la burla de todos, decían que me veían tirar golpes a todos lados, que casi golpeo a una doña que salía de trabajar del Jack. Alguien llegó con una bolsa de tacos que eran el premio a la golpiza. No podía mascar muy bien, me empezaba a doler todo. Convulsioné.

Cuando desperté, estaba en una clínica privada. No supe realmente qué me había pasado. Lo que haya sido, me sentía mejor. Le pregunté a una enfermera cómo había llegado ahí. Me dijo que me encontraron tirado al frente de la clínica, drogado.

Me señaló un sobre cerrado. Con letra mayúscula y en plumón rojo decía: «EL RAFA». Tuve la sensación que me pertenecía y lo abrí.

«Rafa,
Gracias por la fiesta y la merca. Ya va en camino a Chicago. La FBI nos perdió la pista. Te debo una.
Busca tu parte en tres días en el mismo lugar de siempre.
P.L.»

Por un instante dudé de quién era yo. Por qué había una carta para El Rafa y yo la estaba leyendo. Quise pensar que yo era El Rafa y pretender que habría un dinero que me correspondía. Que no estaba en esa fiesta buscando información, sino que yo era la información. Eso deseé… pero muy en el fondo sabía que yo sólo seguía las pistas. Esta carta era para él, para El Rafa, era para él. Y yo sólo seguía las pistas.

Todo era como un mal sueño, una cruda. Volteé a ver el suero pálido y sentí unas ganas infinitas de tomarme una cerveza. Me quedé dormido pensando en aquella rubia de la Cherokee y en mis nudillos, adoloridos y arrepentidos de la noche anterior.~