EL CASTILLO DE IF: Libros como drogas

En El castillo de If: Libros como drogas, de Édgar Adrián Mora / Ilustración de Juan Aparicio Belmonte.


 

texto131En mi casa no había libros. Más allá de una copia de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha de principios de siglo XX que el primer, y único, maestro de mi padre le había regalado por considerarlo el más talentoso de sus estudiantes, no había señales de éstos. Otras necesidades acuciaban el día a día. Estaban sólo los libros de texto gratuitos que daban en la escuela y que yo devoraba en un dos por tres; siempre me dejaban con la sensación de que en algún lugar había más de eso que me hacían sentir. Cuando entré a la secundaria, un amigo recién adquirido se dio cuenta de que me gustaba leer y me llevó a la biblioteca pública, que yo no conocía. No lo podía creer, había descubierto un mundo enorme. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la bibliotecaria me dijo que podía llevarme los libros a mi casa, leerlos y después regresar por más. Yo soy, a no dudarlo, un lector producto de la biblioteca pública.

Recordé esto cuando leí un libro de Vicente Quirarte, Merecer un libro, un volumen pequeñito en donde el escritor relata la manera en cómo su familia estaba emparentada con el mundo de los libros. Su padre fue un bibliómano que gastaba parte de sus ingresos en adquirirlos, leerlos y restaurarlos. Esa manía por los libros, por tanto, fue algo que le fue inculcado desde casa; hecho que no pasa desapercibido si tomamos en cuenta que a la postre aquel niño que ya anunciaba como sus libros a los volúmenes que atesoraba y transportaba en cada mudanza se convertiría en director de la Biblioteca Nacional de México. Su texto es, a la par que remembranza de las memorias de su relación con los libros, un elogio del objeto impreso. No hay una descalificación de inicio sobre las posibilidades del mundo digital, de hecho se mencionan las ventajas que ese mundo trae para la extensión de la memoria humana. Pero sí se ve a la versión impresa como un objeto entrañable y actual. En alguna parte del texto, Quirarte cita a José Emilio Pacheco y su elección con respecto de la publicación digital en un poema titulado “Páginas”: “Gracias, mil gracias, todo está muy bien./ Celebro lo que hacen y lo agradezco./ Me gustan mi laptop y mi lasserprinter./ Pero soy como soy y no son para mí/ poemas en pantalla ni a muchas voces/ ni con animaciones electrónicas./ Me quedo (aunque sea el último) con el papel./ La página no es, como se dice ahora, un soporte:/ Es la casa y la carne del poema./ Allí sucede aquel íntimo encuentro/ que hace de otras palabras tu mismo cuerpo/ y te vuelve uno solo con lo que dicen sus letras”.

Esa idea del libro como objeto me parece fundamental cuando se habla de la posibilidad de incrementar el hábito de la lectura entre los mexicanos. Es necesario que los niños estén en contacto con ese conjunto de hojas pegadas, cosidas, engrapadas o unidas de cualquier forma que se vuelve recipiente de historias, conocimiento y entretenimiento casi infinito. En la mayoría de las casas de los niños de México, como en aquella de mi infancia, no hay libros. Siguen representando un gasto superfluo. Se debe comer, vestir, transportarse y, eventualmente, salir a comer a McDonalds. Los libros son un objeto de lujo para los padres de familia que no alcanzan a vislumbrar la “utilidad” de éstos. Entre otras cosas porque ellos mismos no tuvieron acceso a lo que representaba tener contacto material (tocar, oler, mirar) los volúmenes de temas diversos. Mucho menos se acercaron a la posibilidad de ser “tocados” por la “utilidad” metafísica de lo que aquellos libros “decían”.

La economía no debería ser el obstáculo infranqueable para que los niños tengan acceso a los libros. Están las bibliotecas. Muchas de ellas con acervos y catálogos impresionantes. Pero los padres no entran a las bibliotecas. Tienen un aura de templo pagano, de soledad autoimpuesta, de ambiente monacal. Y prefieren pasar de largo, no atreverse a explorar los misterios de la estantería abierta, del peso con que los tomos de pasta dura dan noticia de nuestra levedad y finitud.

El mismo Quirarte apunta en otra página del texto citado: “Un conjunto de libros no hace una biblioteca. Una biblioteca no existe sin visitantes que justifiquen su existencia. Hay algunas que parecen nacidas de la usura, la indiscriminación y la acumulación desmedida. Y hay otras en donde cada libro se encuentra en armonía con el deseo”. Podemos presumir de poseer (y financiar el mantenimiento de) muchas bibliotecas formidables. Nos abruma el silencio cuando también atestiguamos que tenemos, como país, uno de los índices de lectura más bajos del mundo. Dice más adelante Quirarte: “La historia de una biblioteca es la historia de su comunidad”. ¿Qué dice la historia de nuestras bibliotecas de la comunidad a la que debería de servir y de la que ésta tendría que servirse?

Resulta problemático, más allá de retórica apasionada y propia de película “inspiracional”, transmitir el placer por la lectura. Puede uno desgastarse una eternidad en el intento de hacer comprender al otro lo que ese acto tan simple ha conseguido con nuestro pensamiento y nuestro espíritu. Resulta una experiencia similar a la de las drogas. No se sabe qué se siente hasta que se experimenta. Mientras no se haga, la duda sobre la veracidad del testimonio quedará en el aire. Sin embargo, es triste constatar que convencer de lo primero es una empresa destinada generalmente al fracaso, mientras lo segundo tiene mayor probabilidad de éxito. A pesar de que ambas experiencias reditúen sensaciones similares. Pero es algo que no se puede saber si no se prueba primero. Intentarlo no es difícil. En una biblioteca siempre es gratis.~