BEBER POR NO LLORAR | Un bocadillo de angulas
Un bocadillo de angulas… y el huevo frito.
LO PRIMERO QUE aprendí a cocinar fue un huevo frito. Lo recuerdo perfectamente. Al principio, cada vez que me ponía manos a la obra, pringaba todo de aceite y la yema siempre se me rompía. Era un desastre. Pero no desistí en mi empeño y, a costa de quemaduras y rayar sartenes, fui depurando mi técnica hasta volverme un experto en el delicado arte de freír huevos. Llegué a disfrutar el cocinarlo tanto como el saborearlo. Muchas veces, cuando volvía del instituto a comer a casa, antes del postre me freía uno. Entre la merluza rebozada y el yogur. Mis padres no andaban por allí para controlarme, así que daba rienda suelta a mi vicio sin ningún tipo de pudor. En ocasiones, incluso llegaba a tirar a la basura el segundo plato para sustituirlo por un huevo frito. Sí, alcancé niveles enfermizos. No dejé de consumirlos en abundancia ni cuando a la gente le dio por decir que subían el colesterol. Y es que a la gente le encanta hablar. Sobre todo cuando no tiene ni idea de lo que habla. No es que yo supiera más, simplemente estaba dispuesto a sacrificar mi salud.
Hoy en día me controlo un poco, por eso de mantener una dieta equilibrada, pero es un plato que siempre está presente en mi cabeza. El otro día concretamente, cuando me paré enfrente de una pescadería y vi que un kilo de percebes podía llegar a costar doscientos noventa euros, pensé en lo rico que está un huevo frito. Y la de huevos que podría comprar por ese dinero. «Me vas a comprar un huevo frito con unos percebes, o unas angulas» me dijo más tarde un amigo con el que compartí mis reflexiones. Que son cosas distintas ya lo sabía yo, pero de la misma forma que un plato de macarrones no es lo mismo que uno de lentejas, o un melocotón se diferencia de una pera. Ahora bien, lo mires por donde lo mires, que una cosa esté más rica que la otra es discutible. Lo sé, muchos diréis que no tengo ni idea de lo que hablo. Y no os falta razón. Pero personalmente, si me regalasen un kilo de angulas, las vendería y me compraría una docena de huevos camperos, e invertiría los más de seiscientos euros que me sobran en algo más productivo. Como bajar al bar y sacar rondas hasta emborrachar a todos los tertulianos que tuviesen la suerte de encontrarse allí.
[pullquote]Igual de respetable es disfrutar de medio kilo de angulas que de un huevo frito. Simplemente es más caro[/pullquote]
Ojo, que igual de respetable es disfrutar de medio kilo de angulas que de un huevo frito. Simplemente es más caro. Pero no siempre ha sido así. De hecho, antes era todo lo contrario. Mi padre creció en la época en la que un huevo era algo tan codiciado que cuando un niño pedía uno, le decían eso de: «cuando seas padre, comerás huevos». Y punto. No hay nada más contundente como zanjar una discusión con una frase hecha. Las angulas, en cambio, nadie las quería por aquel entonces. Y había tantas que mi padre y sus amigos las cogían con las manos. A puñados, nada menos. Me ha contado que, a falta de algo mejor, a veces hasta le preparaban para merendar un bocadillo de angulas. Imagínate si hoy en día un niño se tuviese que conformar con un bocadillo de angulas. Pobrecillo. Por otro lado, me pregunto si en aquellos años me habrían considerado un morro fino. Desde luego, sería la envidia de los demás chicos. Me señalarían por la calle y dirían «mira, ese come huevos todos los días», y entonces me lanzarían su bocadillo repleto de asquerosas angulas. Los muy cabrones.
Haya o no angulas, lo que está claro es que lo de las comidas y cenas navideñas se nos va un poco de las manos. Se sirve tanta comida que lo normal es estar lleno antes de retirar los entrantes. Si hasta lo de las sobras navideñas se está volviendo en una tradición. Y al final, con tanto exceso, se nos acaba olvidando lo más importante de la navidad: hace mucho tiempo nació un tipo que podía convertir el agua en vino. Respeto.~
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