Un deportista debe usar revólver

«NO HAY DEPORTISTA heroico que no desee sin fin, a muerte, por encima de sus fuerzas. A degüello. Ése tendrá la admiración del mundo sin ningún tipo de condición. Los deportistas nunca dejan de aspirar a lo máximo que puede ofrecer cada minuto de la contienda. Lo importante es no tanto imponerse, como el deseo desquiciado de hacerlo. Por eso el deporte es una fábrica de ídolos, porque sus hijos saltan al vacío, y arrastran con él a cientos, miles de admiradores, deseosos de seguir el mismo camino y sentir el fresco viento en la cara.» El autor nos cuenta como los deportistas son personas que desearon algo con tanta pasión, que son capaces de dar un salto al vacío.

Desconfío de la gente que, cuando le ofreces algo de beber, declina la copa con un gesto discreto, pero en el fondo horrorizado. Como si beber equivaliese a violar o leer a Sánchez Dragó. Dice que está bien así. «Así» es sentada y quieta, con las manos libres, seca. No quiere nada. Ni siquiera, cuando le propones una alternativa al alcohol, un mísero vaso de agua. Nunca desconfío tanto como cuando la gente no quiere ni un vaso de agua de mierda. En cualquier relato, decía Kurt Vonnegut, todo personaje debe desear algo, aunque sea un vaso de agua, precisamente. Porque de otro modo no atraerá nunca el interés del lector. Incluso Bartleby, que no quería nada salvo que lo dejasen en paz, en una esquina de la oficina, deseaba algo. Oblomov quería algo, coño.

La realidad es sólo un relato, de los muchos posibles. De modo que sigue la misma pauta: cada individuo debe desear algo. Ya sea meter las manos en los bolsillos, o escribir un drama en cinco actos, o masturbarse en la oficina. Acaso el deporte represente la sublimación del deseo, la persecución desesperada de la victoria, incluso de la derrota. Pero sólo después de una lucha interna en la que el hambre te acorrala en la azotea y has de saltar. Un deportista es, en esencia, un individuo que se precipita. En principio hacia el triunfo, pero cuando enfrente emerge otro individuo que desea el éxito incluso con mayor afán, y proponiendo una estrategia mejor, hacia la derrota. En el fondo, la derrota es una táctica –un plan b– para en la siguiente ocasión desear más, mejor, y tal vez ganar.

No hay deportista heroico que no desee sin fin, a muerte, por encima de sus fuerzas. A degüello. Ése tendrá la admiración del mundo sin ningún tipo de condición. Los deportistas nunca dejan de aspirar a lo máximo que puede ofrecer cada minuto de la contienda. Lo importante es no tanto imponerse, como el deseo desquiciado de hacerlo. Por eso el deporte es una fábrica de ídolos, porque sus hijos saltan al vacío, y arrastran con él a cientos, miles de admiradores, deseosos de seguir el mismo camino y sentir el fresco viento en la cara. Lo hacen porque desean volar, y si no vuelan, siguen precipitándose, porque desean caer y expandirse en un relato periodístico o literario. He ahí, sino, el Viejo Casale, que Roberto Fontanarrosa inmortalizó en «19 de diciembre de 1971», un cuento que habla sobre la vida y la muerte a partir del partido que enfrentó ese día a Rosario Central contra Newell´Old Boys.

A finales de la década de los años veinte, en medio de la confusión de una jugada en un partido de la primera división argentina, a Renato Cesarini, futbolista en ese momento de Chacarita Juniors, se le cayó un revólver de la cintura. Según explicó, ingresó armado en el terreno de juego porque tenía el dato fiable de que el árbitro iba a perjudicar a su equipo a sabiendas. Y Cesarini quería evitar esa circunstancia a toda costa. A esto me refiero. El deportista es un tipo ávido, con aspiraciones, a veces incluso peligrosas. Por eso lo amamos. Esa fuerza y ceguera con las que se entrega al deseo permiten que los éxitos más grandes a veces sean los fracasos. Yo pondría el caso de las dos finales que perdió la selección de Holanda en Alemania 74 y en Argentina 78. Aquella Holanda lanzada al ataque con bayonetas y fuego de artillería, en pos de una sinfonía futbolística perfecta dirigida por Rinus Michels, y que a la postre creó una corriente de pensamiento, pasó a la historia con mayor ahínco que si hubiese ganado algún Mundial. ¿Qué nos queda de la Argentina de Kempes, sino algunas sospechas de tongo, una explosión de alegría nacional apagada y los papelillos de colores que cubrían las áreas? ¿Qué inspiración nos legó? ¿Qué lección sacamos de aquel triunfo? Y Alemania, ¿qué? Allí estaban Georg Schwarzenbeck, Berti Vogts, Franz Beckenbauer, Gerd Müller, sí. Una generación de ensueño. No lo bastante heroica como para que cuando se habla de la final del 74 no se cite antes al equipo perdedor que al ganador. Por otra parte, también entonces se verificó aquella enfermedad que años más tarde Jorge Valdano diagnosticó en relación al futbol teutón: «Al tercer bostezo, gol de Alemania». Incluso si retrocedemos al Mundial del 70, mitificado por el triunfo final de Brasil, podemos hablar del gol desde medio campo que Pelé no marcó, mucho más célebre que si hubiese entrado en la portería. Por no hablar de que fue la semifinal entre Italia y Alemania, y no el partido definitivo, el que acabó recibiendo el nombre de Partita del Secolo. La historia es archiconocida: Italia toma ventana temprano, en el minuto 8, con gol de Boninsegna. Dominan el partido. Pero en el minuto 90, gol de Karl-Heinz Schnellinger. Prórroga. Empieza la locura. Gerd Müller marca el 2-1 en el minuto 94. Cuatro después, iguala la contienda Burgnich, y Luigi Riva en el 104 coloca a los azurra 3-2. La locura no se detiene. No son los alemanes gente que baje los brazos, o que no se apunte a un bombardeo. Empata otra vez Müller en el minuto 110. Pero sólo un minuto después, en el 111, el gran Gianni Rivera anota el definitivo 4-3. Lo que vino después, es decir, la final y la victoria abultada de la selección de los Pelé, Jairzinho, Gérson, Tostão o Rivellino, sólo formó parte de lo previsible. Lo magia se concentró toda en la eliminatoria anterior.

El deseo ciego del deportista lo arrasa todo y nos cautiva, si es que no enajena, cuando somos testigos o simplemente lectores de la crónica, aun cuando hayan pasado muchos años. Existió un instante glorioso de ambición neurótica en una de las vueltas a España que ganó Eddy Merckx, el Caníbal. En una de esas etapas pensadas para que no sucediese nada, salvo el sprint final, la entrega del trofeo al ganador y, por último, el platazo de espaguetis con el que reponerse de la jornada, pasó lo más inexplicable: Merckx abrió la gabardina y sacó una ametralladora al poco de comenzar la etapa. El ataque fue seco, sangriento, y dejó clavado al pelotón, preguntándose a dónde coño iba aquel loco belga. Era el Primero de Mayo y el Caníbal había avistado en el horizonte una pancarta, que interpretó con una meta volante. Merckx no era el Caníbal sino por su voracidad atroz, su deseo irracional de ganarlo todo. Nadie deseó jamás, encima de una bicicleta, tanto como él. Nada en concreto. Simplemente, todo. Cuando pasó el primero bajo la pancarta, descubrió que sólo se trataba de una sábana del Partido Comunista. De todas formas, él se quedó más tranquilo pasando el primero por allí en el Día del Trabajador.

No existe héroe más admirado, por irracional que resulte su discurso, que aquel que avanza arrebatado, sin importar la dirección ni los efectos. El 28 de marzo de 1990, la selección Argentina de fútbol, entonces vigente campeona del mundo, estaba a punto de batir el récord de más minutos sin convertir un gol. En principio, era una de esas conquistas que uno preferiría no alcanzar. Pero Carlos Bilardo, el seleccionador, en la charla previa al partido contra Escocia, dijo a sus jugadores: «No se les ocurra meter un gol antes de los seis minutos porque nos quedamos sin récord. Nosotros tenemos que estar en todas las conversaciones, en las buenas y en las malas. Después de los seis minutos hagan lo que quieran».

La sed irreparable del deportista tiene casi todo que ver con la victoria. Sería idiota negarlo. Pero «casi» no es todo. En ocasiones, «casi todo» es poco o casi nada. Tal vez no exista contraargumento más perfecto para avalar una afirmación así, como Jorge «Mágico» González. Nadie deseó a su modo. Cierto que no deseaba tanto ganar como vivir a cuerpo de rey. Hay un millón de anécdotas que lo acreditan. Me quedo con el día que Manuel de Irigoyen, el presidente del Cádiz Fútbol Club, le ofreció una mejora contractual. «Mágico» había intentado por todos los medios posibles que le aumentasen el sueldo. Incluso había amenazado con regresar a El Salvador y abandonar el equipo. Después de darle muchas vueltas al asunto, Irigoyen se reunió con el futbolista más asombroso que haya existido, y le ofreció un contrato de cincuenta millones de pesetas por partido, a ser abonado al final de la temporada, pero con una cláusula: por cada acto de indisciplina en el que incurriese, González sería multado con un millón. La oferta parecía irresistible, perfectamente asumible por un jugador común, pero «Mágico» la rechazó de plano, en el mismo minuto. Porque él no era nadie común. «Por encima voy a tener que poner dinero de mi bolsillo», admitió en un acto de sinceridad. Jugar al fútbol tenía mucho que ver, para alguien como él, con divertirse por la noche y no acudir a entrenar al día siguiente. Y pese a todo, ofrecer un recital el domingo, el día del partido. La afición lo entendía y aceptaba que su ídolo fuese así y no de otra forma. Héctor «El Bambino» Veira, que durante 1990 fue entrenador del Cádiz, se las veía y se las deseaba para que González se levantase de la cama para entrenar. «Una vez le llevé a la habitación un grupo de flamenco para ver si así se levantaba. Cuando a duras penas lo hizo, me dijo: “Sólo me levanto porque me gustan las sevillanas”». Ese era «Mágico» González, el jugador del deseo desapegado de la victoria, pero comprometido con la «vida total». Nadie la amó como él. Y por eso, cuando pasen los siglos y no exista tal vez el deporte, seguirán existiendo los héroes que un día desearon algo con tanta pasión que llamaban vuelo al salto al vacío.~