Avatares de la lectura y el libro
«Es necesario que los maestros y las instituciones educativas […] emprendan una verdadera estrategia de inmersión en la tecnología digital y, sobre todo, en la incorporación del libro electrónico como herramienta didáctica.» Un texto que descubre la realidad de un país de no-lectores y propuestas para promover la lectura.
A VECES SE nos olvida —a nosotros, ciudadanos del siglo XXI acostumbrados a que las maravillas de la tecnología estén al alcance de la mano— que no todas las cosas han sido siempre como las conocemos. Pensemos, por ejemplo, en cómo debieron haberse maravillado y sorprendido aquellos que escucharon por primera vez la voz de una persona a miles de kilómetros gracias a la radio o al teléfono. O cuando vieron las imágenes en movimiento en las pantallas de cine y luego en la televisión. Y si nos transportamos aún más en el pasado, cuando sólo unos cuantos sabían leer y escribir y atestiguaban el hecho de que una persona pudiera desentrañar una serie de garabatos y afirmar que tenían un significado. La lectura era casi un acto de magia, al cual no todos tenían acceso, a menos que pertenecieran a algún grupo de privilegiados, fundamentalmente gobernantes, nobles, sacerdotes o militares.
La alfabetización casi universal es un hecho recientísimo. En México, los esfuerzos verdaderamente masivos para lograr que todas personas supieran leer y escribir los emprendió José Vasconcelos, primero al frente de la Universidad Nacional y luego como secretario de Educación en la segunda década del siglo XX. Y en ese entonces el mejor —y único— vehículo para lograrlo era el libro. A través de la distribución de los famosos «Clásicos verdes» (por el color de sus portadas) de autores como Goethe, Platón, Eurípides, Esquilo, Plutarco, Dante, Plotino, Tagore, Homero, Tolstoi, entre otros, en ciudades, pueblos y rancherías, Vasconcelos esperaba que casi como un acto milagroso, nada más por el contacto con dichas obras, los mexicanos adquirieran el hábito de la lectura y, lo más ambicioso, se convirtieran en mejores personas, lejos de la barbarie de la miseria y la ignorancia. Cómo habrá sido de importante y trascendente la labor del autor de Ulises criollo que los gobiernos posteriores han querido replicar de alguna u otra manera dicha campaña, incluso reditando tal cuales los mismos libros verdes.
A lo largo de la historia, la comunicación y la palabra escritas, que han desembocado en lo que conocemos como libro, han habitado en diversos recintos para cumplir con su cometido: comunicar, transmitir pensamiento y conocimiento; en suma: ser leídos. Un libro cerrado, sin ojos que se posen en su contenido, es un simple objeto inanimado. Un libro abierto, en el que el lector posa su mirada atenta, es una ventana a mundos y realidades insospechados.
Recordemos, primero, que en la antigüedad la forma de transmitir conocimiento era fundamentalmente oral. De una generación a otra, la historia y experiencia de los pueblos pasaba de abuelos a padres y a nietos, en una larga cadena de transmisión, que terminaba perdiéndose en la noche de los tiempos. Hasta que surge el lenguaje escrito, primero en forma de figuras e imágenes que con el tiempo se convierten en letras y palabras, primero talladas en piedra, en tabletas de arcilla y en los muros de los edificios públicos —como en las pirámides de Egipto— para que todo el pueblo pudiera mirarlas, aunque pocos las entendieran. Pero ahí estaban los jeroglíficos, a la vista de todos, para recordar la grandeza de los faraones y de los dioses, la historia y la identidad de los pueblos, que durarían años y años, que trascenderían generación tras generación. La escritura es la victoria de la memoria humana frente a la muerte y el olvido.
Entonces, como se puede ver, el primer espacio de la lectura era público, estaba a la vista de todos. Sin embargo, era totalmente impráctico andar por la vida cargando tabletas de arcilla o andar construyendo muros y muros para contar el legado de los reyes. Se fueron probando materiales más manejables hasta la invención del papiro y luego del papel, que se almacenaban en forma de rollo de papiro o pergamino. Fue Alejandro Magno el primero en considerar la importancia de las obras escritas y por ello a cada lugar que llegaban sus tropas, una comisión se encargaba de buscar las obras escritas en los rollos y hacer un incipiente «préstamo interbibliotecario»: se las llevaban para copiarlas y regresarlas, y enviar la copia a la Biblioteca de Alejandría. Así llegó a albergar más de 900 mil manuscritos, convirtiéndose en el recinto que albergaba la mayor concentración de conocimiento del mundo antiguo. Hasta ahí llegaban sabios de todo el mundo a consultar las obras de los grandes pensadores de su tiempo. Su destrucción sigue siendo unos de los grandes enigmas históricos.
El gran acontecimiento para la historia del libro y la lectura es la invención de la imprenta de tipos móviles. Hay que recordar que antes de Gutenberg, cada libro tenía que copiarse a mano. El libro, a pesar de su movilidad, seguía siendo restringido en su circulación: sólo unos cuantos sabían leer y escribir y muy pocos contaban con lo que pudiera llamarse una biblioteca personal. La de Michel de Montaigne, uno de los hombres más cultos del Renacimiento, tenía apenas mil 500 volúmenes y era considerada una «gran» colección (esa misma cantidad de libros, y muchos más, se pueden almacenar hoy en una memoria USB del tamaño de un llavero, o traerlos en un lector de libros electrónicos).
La imprenta posibilitó la circulación cada vez más amplia de libros. Algunos dicen que su aparición provocó la Reforma protestante. Cada vez más personas tuvieron la oportunidad de aprender a leer y, sobre todo, tener a su alcance algo que leer. El libro se convirtió en el instrumento de transmisión de conocimiento por excelencia. Invadió todos los espacios: la casa, la iglesia, la escuela, los palacios de gobierno. A tal grado ha sido su importancia que se instituyeron las bibliotecas públicas, para que todo mundo, sin restricción pudiera tener acceso a la lectura, que la falta de dinero o de recursos no fuera una barrera para no leer. En Inglaterra se crearon las primeras bibliotecas públicas y en Estados Unidos se perfeccionó el actual modelo que conocemos.
Desde siempre al libro lo rodea un aura de veneración y respetabilidad. Es el símbolo de educación y conocimiento por excelencia. Al que lee y tiene muchos libros se le admira y hasta envidia. «Ah, si yo tuviera tiempo para leer…», piensan muchas personas. Pero no lo hacen, aunque tengan tiempo. ¿Por qué?
La triste realidad es que en la sociedad actual al libro se le ha restringido sólo al ámbito escolar. Se piensa que sólo tiene que leer aquel que está en la escuela, y lo hace por obligación, para cumplir con las tareas impuestas y obtener una calificación. En cuanto cumple el engorroso trámite de obtener un diploma, certificado o título, se desentiende por completo de los libros. Craso error. La lectura y los libros son una de las pocas actividades que, aprendiendo y adquiriendo el hábito, se puede ejercer y disfrutar durante toda la vida.
En la actualidad, el libro compite con notable desventaja con otras formas de adquisición de conocimiento y entretenimiento: la radio, el cine, la televisión, la música, los juegos de video, la Internet. Hoy tenemos muchas cosas en qué ocupar nuestro tiempo. Y es cierto: la lectura exige un tipo especial de disciplina y concentración. No se puede leer, por ejemplo, mientras se hace ejercicio, pero sí se puede escuchar música o ver la televisión. Por ello es necesario que el hábito de la lectura y la afición a los libros se inculquen desde pequeños, primero en la familia y luego en la escuela. Y la mejor forma de inculcarlo es a través del ejemplo.
Por ello, cualquier campaña de promoción de la lectura que no incluya a padres de familia y profesores es un despropósito. Podría entenderse y hasta justificarse que muchos paterfamilias no tengan las ganas ni el tiempo de leer y menos inculcarles el hábito a los hijos, pero que muchos maestros de todos los niveles (no sólo básico o medio superior) no lean más allá de lo que les exige el programa de estudios, y a veces ni eso, es verdaderamente reprobable y preocupante. Otros maestros quieren inculcar la lectora conviertiéndola en un castigo más que en un gozo, sin vincular lo que se lee al entorno y la realidad que viven los estudiantes. Por ejemplo, obligar a los chicos de secundaria a leer El Quijote sin una glosa adecuada no puede hacer sino que los jóvenes terminen odiando una de las obras más grandes de la literatura y fundadora del español moderno (que por otra parte es interesantísma y entretenidísima, claro, si la lectura se acompaña con una guía adecuada).
En mi caso, por ejemplo, le debo a mi maestro de cuarto año de primaria, Miguel Ángel Alfonseca Cambre, el haberme convertido en lector empedernido. Tenía una manera sencilla de engatusarnos: en lugar de presentárnosla como un castigo, hacía pasar a la lectura como un premio. Durante la semana, nos dejaba montones de tarea, pero para el fin de semana nos dejaba leer un libro, de esos de la colección Joyas Literarias Juveniles de Bruguera, que de un lado traían el texto y del otro una ilustración, tipo historieta. Uno podía escoger el que quisiera del amplio librero que había en el salón (estoy hablando de siglos antes de las inútiles y onerosas «Bibliotecas de aula»). El lunes siguiente, la primera actividad en clase era contar lo que habíamos leído. Tan simple como eso: compartir lo que habíamos disfrutado. La pedagogía de la lectura no tiene por qué estar sustentada en complicadas teorías. Tan fácil como decir: lean y luego me platican qué les gustó de lo que leyeron. La verdad no se me ocurre una forma más sencilla de inculcar la lectura en el aula, o como lo ha sostenido Juan Domingo Argüelles, uno de los grandes estudiosos del fenómeno del libro y la lectura en nuestro país: «Leer por gusto y por felicidad tendría que ser como nadar por los mismo motivos: no para competir en la alberca olímpica, sino por el disfrute de hacerlo; ni más ni menos».
Finalmente, llegamos a la actualidad. La lectura se ha convertido en algo omnipresente. Aquella profecía de Marshall McLuhan acerca de que en el futuro predominaría la imagen sobre lo escrito resultó fallida. La escritura se ha convertido en una forma fundamental de comunicación en los tiempos de la red mundial cibernética que es la Internet. Y precisamente allí es donde se muestra en forma transparente las deficiencias de la educación pública y el alejamiento de la cultura del libro: los terribles errores de ortografía y de concordancia gramatical que se tienen que soportar al adentrarse, por ejmplo, a las redes sociales, como Facebook y Twitter (pero no sólo ahí: muchos periodistas de los llamados medios de comunicación «respetables» cantan muy mal las rancheras. Sus dislates sintácticos son con frecuencia incomprensible y de risa loca en quienes se supone que tienen como materia de trabajo cotidiano el lenguaje).
La lectura ha pasado de los muros de los templos a los «muros» de las redes sociales. Gracias a la digitalización de casi todo, en nuestra computadora portátil o en nuestro teléfono inteligente podemos traer o tener acceso inmediato a libros de todos los temas y todas las épocas. Sin embargo, el llamado libro electrónico cuenta aún con algunas limitaciones como para convertirse en el estándar dominante. Como lo señalan el historiador Robert Darnton y el semiólogo Umberto Eco, entre muchos otros, el libro de papel no desaparecerá de inmediato. Durante un buen rato convivirá y se complementará con el libro digital. La historia del libro sin papel apenas se está escribiendo, pero es necesario que los maestros y las instituciones educativas de nuestro país emprendan una verdadera estrategia de inmersión en la tecnología digital y, sobre todo, en la incorporación del libro electrónico como herramienta didáctica.
En un artículo reciente, publicado en la revista Letras Libres, el escritor Gabriel Zaid exploró la preocupante situación de las bibliotecas públicas escolares del país. Las llamó «bibliotecas sin libros». En las bilbiotecas públicas, escolares y de aula hay apenas 172.5 millones de volúmenes, apenas 1.5 libros por habitante, 5 mil por biblioteca en promedio, mientras que en Estados Unidos hay 816 millones de libros en las bibliotecas públicas, 8 mil 455 volúmenes en cada una en promedio. Ese es el tamaño de uno de los principales retos para que la política de convertir a México en un «país de lectores» no se quede en pura demagogia burocrática para que se den lustre los gobiernos que siguen soportando la rémora de un sindicato magisterial manejado discresionalemente por su líder, como si fuera propiedad personal, en detrimento del futuro de la educación de todos los mexicanos.~
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