TRIBUNA VISITANTE: Los otros

Palermo Soho.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires

7 de febrero de 2013

Estimados otros:

Ayer cuando sumí la vista en la primera plana del diario La Nación me saltó a la lectura la siguiente cita: “El otro es el enemigo. El enemigo no merece piedad. Tal dinámica es obra de los que tienen el poder, creadores de una lógica que ha hecho de la palabra violenta un método.” Con esas palabras resumió atinadamente un factor del cotidiano argentino Joaquín Morales Solá en su columna de opinión: Detrás de los escraches, el hartazgo social. Grosso modo, Morales Solá refiere al descontento de los argentinos con dos ejemplos que se suscitaron el fin de semana pasado contra el vicepresidente, Amado Boudou y el viceministro de Economía, Axel Kicillof. El primero tuvo una respuesta negativa en un acto político. El segundo la tuvo en un contexto más íntimo: mientras regresaba de la provincia de Colonia, Uruguay, en el Buquebus (un ferry que tarda no más de hora y media en cruzar fronteras internacionales) el viceministro de Economía recibió frente a su familia abucheos e insultos por su desempeño no satisfactorio para el pueblo argentino.

La política en cualquier punto de nuestro universo (la galáctica también) se caracteriza por cumplir expectativas al cincuenta por ciento, siempre deja una media en el lado oscuro. El problema no es que haya inconformes. Los sueños del ciudadano se transforman en pesadillas cada que se les atraviesa la agenda de un tercero. La problemática tampoco implica entender el problema de raíz pues la política pues más abstracta que la filosofía y la lingüística, requiere décadas de observación para arrojar sufijos a apellidos y personajes con el fin de obtener nombres de laboratorio a partir de una emocionalidad oblicua.

La problemática aquí y, lo que menciona Morales Solá, es la violencia implícita como medio comunicativo. En Argentina, el statu quo es como una cerveza a la que se le ha formado un hielo después de olvidarla en el congelador. Al igual que la bebida de cebada hipercongelada, hace falta acercarle el destapador, encendedor, dientes, ojo o cualquier cosa que le bote la corcholata para que la espuma de argumentos se le meta a uno hasta en las pestañas y le manche la ropa. No es exageración. La verborrea viene ante la más ligera provocación y, dentro de todo, cinco minutos de letanía al día ayudan a entender el contexto. El personaje más violento y más argumentativo de todo el país es el taxista. Mientras que en México las pláticas de asiento trasero por lo regular involucran risas y quejas con un tinte de rendición ante el ‘éste es mi país y ésta es mi gente’; en Argentina, las estrategias para burlar el debate político deben ensayarse. La improvisación no ayuda cuando no se quiere discutir. De vez en cuando, ni los libros a manera de distractor ni las respuestas telegráficas engañan al otro: las opiniones son interminables y todo está mal, otros lo podrían hacer mejor y definitivamente este país no es lo que era. Aunque todavía no me queda claro cuándo fue lo que se supone que tenía que ser, pero esa es harina de otro costal.

Volviendo al tema de la violencia implícita, para muchos podrá ser costumbre levantarse en armas contra la contra. Para mí ha sido una sorpresa genuina encontrarme con una sociedad que se levanta en armas argumentadas ante la más ligera e inexistente provocación. En México he presenciado y participado en debates interminables, pero no me alejo de la realidad describiendo cómo estos casi siempre se dan en el contexto de la sobremesa. Con una fila de vasitos, copas y tazas, el mexicano se descontractura sobre manteles blancos, que a su vez están sobre otro mantel, por si se mancha. La mayoría de nosotros somos parte de una clase media, probablemente jodida, sí, pero carente de esa mecha política existencial lo suficientemente corta como para gritarle al funcionario en un barco. Al igual que lo que sucede con el futbol, en esta parte del Cono Sur hay que estar consciente de lo que implica debatir contra una ráfaga de argumentos pseudo fundamentados.

La realidad es que más allá del discurso político y la defensa de causas ajenas, el debate interminable me ha generado un silencio que se sazona con una mirada al cielo de los desesperados cada que alguien se empieza a quejar. No es que no me importe, pero algo que enseña este país de quejosos es que todos somos ajenos al otro y al final del día, lo que a mí me convenga eso tiene que ser. Un poco parecido a la premisa del ‘cada quien sus cubas’, que se perfila lentamente como la mejor candidata a la enseñanza de vida, en caso de que se abra la categoría. Así como a los turistas que viajan a México les piden que eviten tomar agua aunque su vida dependa de ello, a los turistas que viajan a Argentina nos aconsejan ignorar el activismo olvidado de los taxistas, sólo porque sí.

Mi consejo: caminar, subirse al Subte o ir a un partido de futbol. Cualquiera de las anteriores, además de ser experiencias que contribuyen a la definición monográfica del porteño, también son oportunidades (como la del Buquebus) de ver la reacción ante la presencia de algún personaje que destape sin querer la cerveza hipercongelada. A diferencia de México, en Buenos Aires casi todos caminan o ruedan como mortales. Independientemente de que el único helicóptero que se ve por los aires es el de Cristi K, dado que tiene los cielos monopolizados, definitivamente la presencia política es mucho menos abstracta que en mi país. Lejos de los intelectuales y periodistas que uno se encuentra sobremeseando en toda la Ciudad de México, hay que formar parte de círculos que se reúnen en los departamentos de doble techo en Polanco para encontrarse con algún tiburón político. Por mucho que circulen fotos de candidatos en quesadillerías, combis y pueblos, no sé realmente cómo espera la vida que me genere un discurso contestatario contra el otro si en la vida lo he visto.

Besos,
Denisse, la otra.~