Cuentito de flores

Un cuento de Melissa Tarabay

Para Choi

SIEMPRE QUISO TENER su propio jardín. Cuidar el polen de flores ajenas la envolvía en un anhelo       nostálgico de añorar aquello que aún no podía estar en sus manos. Choi era así; con la sabiduría colgada en su nariz y las canciones de cuna guardadas desde la raíz, andaba con su paso calmado, regalando miradas de ternura a las nuevas flores de la vida. Muchos años atrás, conoció a una de la cual se enamoró perdidamente, la encontró en un jardín que frecuentaba casi diario. Era una pequeña gardenia lila con aroma de recién nacida. Quiso adueñarse de ella por el amor infinito que le ocasionaba esa esencia de ser nuevo; y fue así como paulatinamente se volvió rutina ir a verla dormir por las noches y cantarle todas las melodías que conocía. Sus caricias y cuidados, como el musgo, se sentían escurridizos y húmedos, pues la piel de aquella risueña gardenia no llevaba consigo ninguna arruga. Siempre que podía la mecía entre sus brazos, y rociaba delicadamente sus cabellos. Le tocó verla crecer del tallo y el color de sus pétalos intensificarse, la infanta gardenia lila estaba creciendo. Pasó el tiempo, y la flor ya no necesitaba de los arrullos cotidianos de Choi pues esta había llegado a la siguiente etapa de su vida. Así que la dejó de ver durante algunos otoños, pues la gardenia se cansó de quedarse quieta en aquella maceta y quiso emigrar por un par de meses que se convirtieron en años a campos silvestres; al final resultó que no mantuvieron tanto contacto durante aquella década. Choi lo terminó por entender, pues sabía perfectamente que el ser vivo siempre estará ubicado en un vaivén donde a veces vuelve a necesitar de alguien e incluso puede volver a querer lo que sea que alguna vez haya desplazado. Pensó que el distanciamiento de la gardenia se justificaba debido a que por naturaleza cualquiera es oscilante, se va y viene entre ruidos, imágenes y sensaciones. No le dolió tanto el desapego de ella, pero sí le dejó un hueco que con el tiempo corriendo, iba in crescendo.

Seguían las nubes el ciclo del agua, y ella maduraba por dentro. Viajó por varios territorios fértiles, consiguió un trabajo y se enamoró de un compañero que se le interpuso en el camino. Tenían planes de llenar su hueco y construir un jardín estando juntos. Así fue como después de tantas tardes de lluvia, llegó la noche que esperó durante tanto tiempo. Su corazón latía despacito; Choi estaba pendiente del último hilo que le quedaba antes de comenzar su transformación. Había vuelta atrás, pero era una situación que deseaba desde que conoció a la gardenia y ahora buscaba concretarlo. Empezó por destilar aromas florales matutinos, el sudor de sus axilas se perfilaba como la textura de la baba de sábila y olía a tulipanes recién cortados; pasaron un par de meses y sus pies ya no podían sostenerla sin sentir ligeros punzantes en los pies, como si tuviera espinas enterradas en sus metatarsos; finalmente llegó el noveno mes y ya se podía admirar de lejos, la por ahora, delgada raíz que parecía crecer de sus tobillos. Una tarde en los finales de su noviembre, sucedió. Choi se levantó bruscamente de la silla en la que estaba sentada alrededor de la mesa de su sala, sintió un ligero cosquilleo en su vientre que después se convirtió en una presión retadora y, de repente, comenzaron a caer chiquitos pétalos amarillos de su vagina. Se empezaba a asomar una pequeña corona de flores hasta que aquella extensión de su corporalidad maternal se fue transformando en un hermoso girasol que intentaba plantarse. Se desprendió de su raíz el primer tallo, y Choi se dedicó a admirar la belleza de la primera semilla plantada que florecía gracias a su vida.~