Lote 23
Por Jeanette Realpe
PARA ENCONTRAR UNA explicación a lo que ocurrió a mi familia entre 1987 y 1994, me permitiré hacer referencia a las murmuraciones que, según mi madre, se formaban en los corros de la asamblea de vecinos de la ciudadela Sabag III, luego de cada reunión. En ellos se especulaba sobre los oscuros orígenes de la riqueza del hacendado cuyo apellido le daba el nombre al barrio, a quien se le acusaba de haberse hecho, a la usanza colonial, con el territorio que ahora ponía en venta; esto es, estableciéndose por la fuerza. Al no poder demostrar los habitantes ancestrales de estas tierras la legítima posesión del valle por carecer de títulos de propiedad, pasaron a formar parte del inventario del millonario extranjero, que fragmentó el enorme suelo en lotizaciones urbanizadas para vendérselas a la pequeña burguesía emergente de la que mi familia formaba parte en ese entonces. A manera de dádiva o compensación, relegó a los habitantes originarios a cuartillas de doscientos metros cuadrados en el bloque inferior de la enorme parcela, junto a una quebrada sin nombre ni acceso fácil, para que estorbaran menos y los terrenos mejor ubicados cotizaran más.
Mi padre nunca dio oídos a lo que él calificó de calumnias. Ése fue su primer error. Compró uno de los solares mejor ubicados en el pasaje No. 2 de la ciudadela: el lote 23. Contaba que al preparar el suelo volcánico para construir los cimientos encontró, junto con el maestro mayor, osamentas de animales tan yermas que parecían llevar décadas bajo la tierra. Eran tantas que fueron removidas únicamente las calaveras, para no estropear la excavadora. El resto de esqueletos fueron sepultados bajo quintales de cemento armado y arena.
Nos mudamos en 1987. La nuestra fue la primera casa en levantarse en el pasaje, y no tardaron en llegar a saludar, uno a uno, los vecinos que habitaban en construcciones hacinadas de piso de tierra y paredes de ladrillo desnudo, la porción de ciudadela cercana a la quebrada. Trajeron regalos: un pato blanco, el retoño de una hermosa hiedra que enseguida fue plantada en la esquina del jardín que daba a la habitación de mis padres y una mata de ruda, para evitar la infestación de plagas.
Me extrañaba de los vecinos, anónimos para mí, vestidos todos de forma en la que coincidían su poncho y sombrero de ala corta para los hombres, faldón y chal para mujeres, su forma selectiva de examinar la propiedad: miraban con atención cada esquina, sordos ante las invitaciones de mi madre para apreciar la palma de coco cumbi recién nacida o el limonero que ocupaban el centro de las dos parcelas principales del jardín. Se preocupaban más de esculcar, con el tacto, olfato y oído, la blancura de las paredes de estuco, el helado piso de cemento. Murmuraban lo que parecía ser un canto u oración en su lengua ancestral, con la cabeza agachada y en monótono ritmo andino, y lo que se presumió una bendición fue agradecida por mis padres antes de despedir a los vecinos sin invitación de por medio a almuerzo o cena alguna. Ése fue su segundo error.
Madre se ocupaba en atender el jardín con mayor celeridad que la casa misma. El único elemento que cubrió la pared de la entrada fue un brote de sábila atado a una cinta roja que se colocaba en las puertas de las casas para espantar a los malos espíritus, según las costumbres de mi país. Para entonces había regalado ya el pato blanco a los Díaz, vecinos de la casa esquinera ubicada detrás de la nuestra, que disponían de espacio suficiente para criarlos. Tercer error.
Las señales fueron sutiles pero sostenidas a lo largo de los siete años que sobrevivimos en aquella casa. La primera manifestación fue una inusual plaga de cochinilla en el limonero que atraía a mosquitos de toda índole. Nos divertía aventar piedras a las matas para dispersar la nube de insectos que se formaba por el golpe. No hubo agua de ruda ni pesticida que pudiera con la infestación. Mamá nos prohibió acercarnos al arbusto que jamás creció. Pasó igual con el coco cumbi. Éste no se contaminó, pero tampoco llegó a desarrollarse. Un palmero que en su madurez alcanzaría los diez metros de altura no logró despegarse del suelo; al contrario, permaneció enano y falto de un tronco sobre el qué desarrollarse. Así subsistieron ambos por años.
La hoja de sábila que cuidaba la entrada de la vivienda se secó de a poco, hasta quedar bajo la forma de un hilo marrón de materia viscosa que acabó por desprenderse de la pared a causa de la podredumbre. Permaneció, eso sí, la cinta roja, manchada por el limo de la savia descompuesta que mi madre no llegó a quitar, hasta unos años después.
Por contraste, la hiedra parecía prosperar inhóspita, canibalizando el muro adyacente que marcaba el cerramiento oriental de la propiedad. Como empezaba a tapar el ventanal de la habitación de mis padres, se decidió su inmediata poda para intentar domesticar las ramas hambrientas de superficies verticales. Al remover el terreno, madre encontró enterrada, en la misma esquina en la que fue sembrada la enredadera, una funda de sal en grano, que soltó como si le quemara las manos. Al parecer, el ingrediente se utilizaba para trabajos de brujería.
Teníamos dos perros que guardaban la casa: Dama, la doberman que había sido regalada a la familia en edad adulta y Mac, el perrito amarillo mestizo al que mi abuela, en la única visita que hizo a la casa, señaló como portador de mala suerte debido al color de su pelaje, de acuerdo con la tradición. Mi padre encontró, una mañana de sábado en la que se disponía a ir al mercado con madre a primera hora del día, un ave muerta en la puerta de calle. Parecía ser un gallo joven y negro de pescuezo virado. Menos supersticioso que madre y tras suponer que se trataba de la presa extraviada de algún perro callejero, lo arrojó al terreno baldío junto a nuestra casa, para olvidarse de él hasta el almuerzo, cuando mencionó a mi madre la anécdota. –¿Lo tomaste con las manos? –preguntó ella, con exaltación. Así, la extensa sucesión de equívocos señaló el destino que correría mi familia.
Las manifestaciones continuaron in crescendo. Luego de un primer robo, además de apresar con cubre-ventanas de hierro forjado la casa entera, se destinó a Dama, que vivía con Mac en la terraza, al jardín principal como perra guardiana. Se dedicaba, sin embargo, a ladrar con furia a las esquinas vacías del jardín, a la nada. En un estado de desesperación, escapaba toda vez que alguien abría la puerta principal para retornar, al cabo de minutos, jadeante y desorientada, como si la carrera sin curso le hubiese desahogado de un sentimiento que era incapaz de contener ni comunicar.
Una noche, Dama regresó de una de sus fugas con una cabeza de pato ensangrentada en el hocico. La depositó al pie del brote del coco cumbi, como si se tratase de una ofrenda. Debido a que el ave había sido un regalo de mi familia, los vecinos no reclamaron. Los días siguientes, el comportamiento de la perra se tornó cada vez más agresivo. Dejé de salir al jardín por temor a que me hiriera. Tan sólo podía verla a través de los enormes ventanales de vidrio ahumado, mientras ladraba a la esquina desnuda del jardín, en donde se ubicaba el pozo ciego.
Se la regresó a la terraza. Golpeaba con rabia a Mac y llegó a herirle en el lomo un par de veces. Madre atribuyó su violencia a un celo especialmente violento. Llegó a preñarse. Luego de parir, se comió a los cachorros, de modo que se decidió encadenarla para evitar que lastimara a alguien más. Una noche de domingo, tras llegar a la casa, mi padre la encontró colgando desde la azotea, en el patio interior, sin vida. Se había ahorcado por accidente tras saltar, quizás, para espantar a algún transeúnte que pasaba cerca de la casa. Tres días después, volvieron a robarnos.
A inicio de los años noventa, padre se vio obligado a hipotecar la casa para adquirir un préstamo e invertir en algún negocio que fracasó. Para entonces, una creciente paranoia se había contagiado ya a toda la familia. El infame ambiente se hundía como un hacha sobre nuestras espaldas. Parecía que la melancolía había poseído, con igual ímpetu, a la casa y sus habitantes. Cuando padre la puso en venta, las paredes comenzaron a cuartearse, dejaban escapar una especie de moho de cáustico aroma y oscuro verdor. Era como si la casa llorase y sus lágrimas, incapaces de ser vertidas por canal alguno, rompieran los bloques de cemento para poblar el yeso blanqueado a manera de serpientes de humedad.
–La casa está maldita –repetía madre–. Jamás nos desharemos de ella.
Tuvo que pasar un año hasta que apareciera la familia que adquirió la que pudo haber sido mi heredad y la de mis hermanos. Con certeza puedo decir que su venta supuso para mí un enorme alivio e incluso un cierto grado de regocijo. La mudanza se hizo en total hermetismo. Padre se encargó personalmente de empacarlo todo con nuestra exclusiva colaboración. Mientras embarcábamos el menaje, apareció don Vicente, uno de los vecinos de la quebrada que nos había visitado hace tantos años. Quería hablar con padre. Le dijo que fue la tierra y no la casa la que había tomado venganza por la usurpación de los terrenos. Él había enterrado la funda de sal en grano en la esquina donde la hiedra prosperaba, con el fin de contrarrestar la ira de la llacta. La magia del mineral no alcanzó para toda la casa; tan sólo la enredadera logró beneficiarse de su potencia. No era intención de los vecinos maldecir a los compradores. Ya habían tomado revancha, a su manera, del viejo Sabag, de quien no se volvió a saber pues se dijo que había huido con una joven amante hacia la costa. Pero no. Sus cuerpos yacen abandonados en la quebrada.
Por lo pronto, el lote 23 sería el primero de todos los terrenos que regresarían, con el tiempo, a las manos de sus dueños. En la época precolombina había sido un asentamiento de animales de sacrificio con fin ceremonial. La cangagua –que se mezcló con la arena y el concreto– es una roca volcánica y pronta a la filtración del agua, e hizo a la vivienda propensa a la humedad. No importaba ya. La casa había sido comprada por familiares de don Vicente, como fueron, con el tiempo, adquiridos el resto de tierras y residencias que se llegaron a construir hasta la última década del siglo XX.
El gallo negro de pescuezo virado había sido, sin duda, la reparación de alguna vecina de la quebrada por no invitarles a la comida luego de la bendición ancestral de la vivienda, del huasipichay. Supe que padre se había disculpado con el sincero arrepentimiento de quien no tenía idea de que había cometido un acto de reprobable educación. Don Vicente y su comuna habían perdonado hacía tiempo. La llacta, no.
No habíamos sido los únicos en caer. Los Torreón, vecinos de la casa de la esquina, perdieron su hogar años después, luego de la crisis bancaria de inicios del siglo XXI. A doña Ligia, propietaria de un edificio vecino, se le suicidó su hija adolescente un año antes de que nos fuésemos de ahí. Lo mismo le ocurrió al hijo intermedio de la familia Díaz, dueña de la propiedad múltiple que se construyó en un terreno esquinero detrás de nuestra casa y a quienes regalamos el pato. Todos vendieron sus predios, devaluados por las razones ya relatadas. Puede adivinarse quiénes se hicieron con la ganga inmobiliaria.
Nos mudamos a un barrio que tenía todos los servicios, calles asfaltadas y con alcantarillado. Llegamos a un confortable departamento que mi padre logró rentar con parte del dinero de la venta, que posteriormente invertiría en otro negocio que tampoco prosperó. Nuestra suerte continuó igual: jamás pudimos recuperar la casa ni construir ninguna otra. La vida para nosotros ha sido algo menos que sencilla. No se volvió a hablar de la propiedad perdida, ni del comienzo y auge de nuestra mala racha mientras vivimos en ella. Con el tiempo, cada uno de nosotros tomó su propio camino. Nunca supe si alguien de mi familia regresó a visitarla en algún momento, ni siquiera por curiosidad. Yo misma me negué a hacerlo durante décadas.
En alguna ocasión reciente decidí, presa de la nostalgia, dirigirme hacia el pasaje 2, lote 23. Tomé un autobús hasta una distancia que me permitiera recorrer a pie la ciudadela para poder reconstruir los detalles que había almacenado en mi recuerdo. Con los años, el barrio había terminado de poblarse. Las calles de tierra, por donde se vertían las aguas no tratadas en riachuelos malolientes, se habían transformado en un armatoste más de pavimento y concreto, hacinado por construcciones de la era moderna: cajas de cemento armado, ladrillo y bloque, apenas diferenciadas por sus dimensiones y alguna variación de color. Me tomó trabajo ubicar las calles, las señas particulares. Al fin encontré la avenida principal: De los Castaños, y no tardé mucho en hallar la secundaria.
Estaba a unos pasos del pasaje 2. Parecía que la casa de los Díaz se había remodelado, la de los Torreón ya no existía; un edificio de apartamentos ocupaba su terreno. Algunos lotes permanecían vacíos. No los adyacentes a la que fuera mi casa, que habían sido ocupados por viviendas de gusto cuestionable. El edificio de doña Ligia también se había rediseñado. En medio de todos ellos aparecía intacto el cerramiento de piedra, que impedía ver el interior del lote 23. Las puertas de madera y hierro que cercaban mi antiguo hogar no se habían reemplazado, ennegrecidas por los años.
Era imposible echarle siquiera un vistazo a la vivienda, y menos al jardín. Eso sí, sobresalían de los límites de la casa –que ahora, con tantos años encima se veía minúscula en comparación con las construcciones que la flanqueaban– un opulento limonero, el cual desprendía una fragancia cítrica que contrastaba con la incipiente podredumbre amaderada del portón, y en el centro del terreno, un soberbio coco cumbi de doce metros de altura que multiplicaba la ilusión de empequeñecimiento del que fuera nuestro hogar, y de paso, de mi presencia.~
Muy buen cuento. Lo disfruté,
salvo una o dos fragmentos que me confundieron in poco.