La tía Eulalia
Por Mónica Marchesky
DESCOLGUÉ EL VAQUERO que mi madre había dejado tendido en el patio. Tenía la costumbre de colgarlos al revés y eso me fastidiaba. Mi madre, adicta a las dietas mágicas, tenía en la heladera cosas tan desagradables como verduras y alimentos de bajas calorías. Éramos en casa tres varones hambrientos y deseosos de un buen churrasco con papas fritas. O comida chatarra, bien salada que se podía bajar con una cerveza. Era un martirio oír a mamá tratando de educarnos en el “buen comer”.
Un día, cansado de las discusiones entre mis padres, abandoné la casa con mis veinte años y no miré atrás a la hora de dejar mi fastidiosa vida. No he vuelto desde entonces.
—Ha muerto —me dijo uno de mis hermanos—, Luis, el mayor, el que finalmente había llegado a ser médico, siguiendo la tradición familiar.
—Imposible —le grité por el manos libres mientras observaba la bahía que se desplegaba ante mi ventana. Era una hermosa mañana de otoño y el sonido palpitante de la ciudad se colaba por las mamparas térmicas.
—Te digo que ya no está más en casa —repitió.
—¿Qué sabés de Lautaro? —le pregunté.
—Está con papá de vacaciones.
—¡Qué divertido! —agregué sonriendo— Lautaro, el menor, siempre había estado al lado de papá.
—¿No preguntás por mamá? —me increpó Luis.
—¿Qué tiene mamá?
—Está cada día más gorda, esas dietas de mierda que sigue la van a matar.
—Vos sos el médico, indícale que debe comer “sano” como dice y dejarse de estupideces con dietas, que ya sabemos cuál es el resultado en ella.
—Preguntó por vos, Humberto —recriminándome— deberías llamarla.
—¿Cómo sabés que ha muerto y no se fue de vacaciones con Lautaro? —cambiando de tema.
—Porque… porque sí…porque mamá ya no la ve más y entró en un estado depresivo; me llamó llorando ayer… debo colgar, llamála,no seas boludo…
Y la comunicación se cortó.
En realidad, no creía que el fantasma de la Tía Eulalia se hubiera muerto. Eso era como decir que mi madre había dejado de hacer dietas. No debía ocurrir; el fantasma de la tía era propiedad de la casa. Si había pasado eso, era señal de que algo andaba mal. Debería llamar a mamá–me dije.
De hecho no la llamé. Bajé los trece pisos que me separaban del hormiguero de la ciudad, me subí al coche, marqué el mapa de destino y me dejé conducir. Mientras recorría la autopista, me repetíaque había hecho una promesa de no regresar a la casa.
Más de una vez intentécancelar la orden dada al coche y volver a la tranquilidad de mi piso, donde tenía todo lo que necesitaba sin moverme, desde donde trabajaba y tenía diversión ysexosi quería y estaba además al tanto de todo lo que pasaba en el mundo. La red transmitía de continuo en las pantallas, a través de la infinidad de cámaras y drones espías que recorrían las calles y husmeaban nuestra vida. Mi trabajo de periodista asociado a una de las grandes cadenas de noticias me permitía tener acceso a toda esa tecnología. Me había vuelto un MAR,ManAddictedRoom, la nueva dolencia del siglo XXII. Pero la desaparición de la Tía Eulalia era todo un problema para mamá, la cual en estos años se había vuelto totalmente dependiente de ella.
Claro que quinientos kilómetros desde Montevideo a Salto son algunas horas. Pero las recorrí como un zombie que es atraído por el olor a la carne.
La ruta estaba silenciosa. Algunas granjas hortícolas, encerradas en burbujas de cristal translúcido, se sucedían como hongos en el campo. Los animales aún seguían libres, amparados en cuadrículas fabricadas para alimentarlos, bañarlos, vacunarlos. Era todo un spa vacuno y ovino en el cual paseaban y se mantenían en forma hasta que les llegarala hora.
A ambos lados de la ruta se deslizaban parques eléctricos de tres compañías distintas. Luego que el monopolio estatal había dejado de existir, las otras dos compañías extranjeras habían desarrollado monstruos electrónicos para captar el viento y las tormentas, dando así una visión del campo, sumado a las burbujas y a las cuadrículas, un espacio ocupado por elementos futuristas.
Para algo sirvió la tierra, después de todo —pensé.
La computadora del coche me indicó que necesitaba un escaneo del sistema. Me detuve en una estación de servicio junto a la ruta 3 ydejé que el autómata hiciera su trabajo mientras yo, en un acto de valentía, abandonaba por unos minutos el útero electrónico. Decididamente me había vuelto adicto a los ambientes cómodos.
Entré en la ciudad como el hijo pródigo que regresa al hogar. Me asombró reconocer los lugares; era como si el pueblo se hubiera detenido en el tiempo durante veinte años. Todo seguía igual, sólo las costaneras sur y norte que bordean el río Uruguayhabían contemplado un desarrollo arquitectónico fuera de lo común para la zona. Allá enfrente, Concordia, como una postal, interrumpida por el paso de unAliscafo que silenciosamente se deslizaba sobre el río.Nada ha cambiado –pensé.
Incluso el boliche nocturno “La Bámbola” que frecuentara en mis años de estudiante continuaba abierto, pero se había trasladado un poco más abajo, frente a lo que en sus buenos tiempos fue el mayor frigorífico de la zona, “El Siglo”, y del que hoy sólo se conservan algunos servicios que lo sostienen en pie.
El coche se detuvo en la entrada de la casa. Un perro desconocido salió a ladrarme, lo corrí con un gesto y empujé la puerta. El desorden era evidente; un olor indescifrable era dueño del lugar.
Entré apartando bultos irreconocibles de papeles y bolsas descartables. Mamá estaba sentada frente a su pantalla, como siempre, como desde la última vez que la había visto. En el respaldo del sillón apoyaba una cabeza blanquecina, despeinada. Mi madre dormía con la boca abierta, bandejas de “picadas” a sus pies y el control en sus manos. Me costó reconocerla.
Miré por todos lados buscando a la Tía Eulalia. En la planta baja no estaba, y subí las escaleras hacia las habitaciones. Nuestros cuartos conservaban aún algunos elementos míos y de mis hermanos. La guitarra de Luis, sin una cuerda, como siempre, tirada debajo de la ventana. Algunas fotografías nuestras con amigas del secundario, recortes…
Me tumbé en la cama, miré hacia el techo buscando las proyecciones espaciales que mi padre nos había comprado cuando éramos chicos y con las cuales nos hacía dormir. Recordé que se proyectaban a través de un sapo verde, con una sonrisa estúpida que se enchufaba en la pared entre nuestras camas. Ya no estaba.
Nunca supe dónde había comprado mi padre el software de la Tía Eulalia. Recuerdo que se lo había traído a mamá para que tuviera una compañía, pero la Tía Eulalia era como un fantasma:hablaba con mamá, se desplazaba limpiando virtualmente, haciendo las cosas de la casa.Mientras ella se ocupaba de los quehaceres virtuales, en realidad todo se amontonaba en un basurero increíble. Como el software estaba unido en red a nuestra casa, todos los que entraban en ella la veían hermosa,ordenada y limpia;con semejante empleada, mamá estaba feliz. Ahora que la Tía había desaparecido, mi madre había caído en un estado depresivo, difícil de sostener. Pensé en llamar a mi padre, pero estaba de vacaciones con Lautaro y su nueva mujer.
Mi pensamiento volvió a preguntarse dónde estaría el estúpido sapo verde, y comencé a buscarlo sin demasiado interés. Salí del ámbito luminoso de nuestras habitaciones, bajando los escalones despacio, sumergiéndome de a poco en la oscuridad del comedor, llevándome todo por delante. Llegué al patio y el perro se me adelantó corriendo a buscar un juguete, un trapito azul, un pedazo de botella de plástico, un sapo verde…sonreí al verlo, se lo quité de la boca y volví a subir las escaleras, esta vez, saltando de a dos los escalones, como queriendo atrapar el pasado. Lo enchufé con la esperanza de que funcionara. En la boca del sapo surgió un mensaje que decía: Reiniciar Software. Le apreté la lengua y milagrosamente empezó a mostrar las estrellas y los planetas, las órbitas ya descoloridas se entrelazaban y parpadeaban. Cuando la emisión espacial se detuvo, comenzó a verse, como en una nebulosa, a la Tía Eulalia parada bajo el marco de la puerta de la habitación.
—¡Bienvenido, Señor Humberto! – dijo en un tono seco y mecánico, sin sentimientos.
Me acerqué y la miré a los ojos. Hacía muchos años que no la veía, pero me miró sin verme, o al menos su mirada era helada. Quise preguntarle alguna tontería, de las que le decíamos con mis hermanos, para desencajarla y dejarla en loop, pero me impresionaba que el tiempo no hubiera pasado para ella. Pensé en El retrato de Dorian Grey, de Óscar Wilde, y pedí al Cosmos que si algún día se hacía un software de acompañante con mi imagen, fuera del mismo diseñoprimitivo de la Tía Eulalia, pueslos que se estaban fabricando últimamente seguían una evolución naturalmente humana. Si tenían accidentes o morían, eran reemplazados de inmediato por otro diseño actualizado.
Sin un gesto, la Tía Eulalia dio media vuelta y se retiró hacia el baño a comenzar con la limpieza.
–¡Qué estupidez! –exclamé.¿Cómo es posible que un software tan importante se transmitiera junto a una proyección para niños?
Tenía que hacer algo con el perro que ya estaba ahí, esperando el momento para pescar su juguete. Busqué en el placard y recordé que había una luz permanente de baja intensidad que siempre quedaba encendida. Moví algunas cosas y allí estaba, emitiendo la tenue luz con un led. Lo desenchufé y en su lugar coloqué el sapo verde, lejos de la mirada del perro que no dejaba de saltar mordisqueando mi brazo. Me aseguré con eso que la Tía Eulalia quedarabien protegida y por lo tanto mi madre volvería a sus dietas, sus bandejas de pollo fritoengañosamente ligth, su pantalla y su mundo virtual.
Regresé al comedor, donde una estridente música presentaba un programa de infomerciales de ejercicios y elementos electrónicos que harían ver a las futuras compradoras como hermosas ninfas del siglo XXII. Deposité en la mano de mi madre, apoyada en el regazo, una tarjeta cargada con dinero, sin que el perro estuviera presente. Le di un beso y salí de ese lugar oscuro y lúgubre hacia la calle. Me subí al coche y traté de dejar atrás el pueblo. Las casas iguales, las calles iguales, la gente y mi madre con su mundo virtual junto a la Tía Eulalia y el perro.
Llamé a Luis.
—Luis, ya está la Tía Eulalia nuevamente en casa.
—Ah, qué bueno, mirá vos, ¿y dónde se había escondido…?
—En realidad…
—Dale, ¿ok?¿Todo bien, entonces?
—Sí, pero quiero decirte dónde…
—Ok ok, Humberto… lo más importante es que mamá ya no va a estar más sola.
Cortó.~
Bs As 22 de Julio de 2015
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