El castillo de If: La insoportable soledad del ser

Un texto de Édgar Adrián Mora

He dicho en otras ocasiones que para mí un libro de cuentos funciona como un puente de piedras que comunica un lado del río con otro. Y en ese pasaje las hay fijas, frágiles, resbaladizas y perfectamente asidas. La metáfora es incluso sonsa. En el caso de esta colección de cuentos es importante pensar también en el río sobre el que está construido nuestro puente. El río es la literatura de principios del siglo XXI. Un río que se acalambra, palpita y menea. Un río sonámbulo.

Gabriel Rodríguez Liceaga, “Introducción”

LA ANTOLOGÍA DE cuentos es una forma de compilación de relatos que tiene, en sí misma, una caracterización variada, múltiple. Responde a motivaciones diversas: el tema, las afinidades generacionales, las concepciones poéticas, el ejercicio del presupuesto, la visibilización de los autores de determinado grupo-institución, etcétera.

La metodología de selección también varía: se pide a los autores que escriban sobre determinado tema y que cumplan con una fecha límite; se echa mano de lo que la investigación académica arrojó después de años de revisar textos olvidados, inéditos, desconocidos; se pide a un grupo de cuates que manden algo para formar un libro chévere.

Uno de los métodos que a mí me parece más honesto, es el de armar antologías a partir de textos que ya se han leído y valorado por parte del antologador. Sobre todo si es un conjunto que busca reflejar aspectos de quien los selecciona, es decir, el gusto por elegir lo mejor entre un corpus amplio de posibilidades. Todos, en algún momento de la vida hemos hecho ese ejercicio de imaginación: reunir en un solo volumen aquellos que consideraríamos los mejores cuentos que hemos leído. Es una antología quizá imposible de publicar, debido a los múltiples requisitos de derechos de autor y demás impedimentos. Pero, a veces, parte de esas antologías imaginarias pueden hacerse posibles.

Es, en apariencia, el caso de El hambre heroica. Antología de cuento mexicano (Paraíso Perdido, 2018), un conjunto de relatos compilados por Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980) y de los cuales declara en la introducción al volumen que son cuentos que “defendería enfrente del diablo”. Reflejan por tanto una especie de intereses lectores (que en el caso de un escritor muchas veces también lo son de escritura, de poética más allá de los textos propios). La colección busca convertirse en una serie de volúmenes compilados por autores variados.

En esta primera entrega nos enfrentamos a una serie de relatos de escritores coetáneos al compilador que, en apariencia, muestran diversos intereses temáticos y de abordaje de la ficción. Hay, sin embargo, algo que alcanzamos a detectar en la mayoría de los cuentos: la soledad como condición, tema o aspiración. El volumen construye un tono que oscila entre la melancolía y el nihilismo; entre el abandono y la desesperación. No hay cuentos alegres, aunque en algunos existan chispazos humorísticos. Hay el ejercicio de una soledad heroica, por usar un término paralelo al título de la propuesta.

Así, “Desagüe” de Paulette Jonguitud nos enfrenta a la vivencia en primera persona de un aborto y las reflexiones que en la protagonista despierta tal hecho; “El hambre y la tristeza” de Jorge Comensal plantea una farsa satírica en donde la muerte de una solitaria niña lectora desata una serie de investigaciones disparatadas, al más puro estilo del aparato de justicia mexicano; “Y, sin embargo, es un pañuelo” de Jaime Muñoz de Baena recupera la imagen de Galileo y hace una alegoría pastiche de su resistencia a la institución eclesiástica; “Héroes como nosotros” de Alfonso López Corral construye una trama acerca de la manera en cómo un solitario hombre realiza un largo viaje para visitar a un héroe de la cotidianidad encumbrado a esa condición por una revista miscelánea, el giro sorpresivo del desenlace lo ubica entre las mejores piezas del conjunto.

“Orquídea” de Ave Barrera recurre al tópico de la metamorfosis para narrar la manera en cómo una anciana se transforma en una flor ante la mirada comprensiva de sus familiares cercanos; “Los que sobreviven” de Joel Flores reconstruye una de las historias múltiples de las víctimas de la guerra contra el narco en una sociedad que no puede ser más que la mexicana, en donde la Compañía es una alegoría que iguala al crimen organizado con el gobierno; “Una palabra” de Alejandro Badillo realiza un intrincado y barroco ejercicio estilístico en donde la imagen de una sombra ante un cadáver se convierte en pretexto para contar una historia en donde las pasiones se comprenden en su hiperbólica expresión; “Acrotomofilia” de Herson Barona es un relato telegráfico sobre una chica sin una pierna que publica un anuncio en un medio público y recibe una serie de respuestas variadas, la sorpresa del último “comentario” es lo que valida el resto del relato; “Cáscaras” de Leonardo Teja elabora una historia fantástica alrededor de la lucha libre y de los significados múltiples que la idea de la máscara tiene para una sociedad como la nuestra.

La minificción “La cara de Ángel” de Úrsula Fuentesberain recrea de manera telegráfica la tragedia ocasionada por un triángulo amoroso tejido a lo largo de varios años; “Té” de Eduardo Sabugal dibuja de manera efectiva los dilemas que la vida en pareja inspira en los habitantes jóvenes de la generación que ha concluido su vida escolar y se encuentra (y desencuentra) con la vida; “Rapiña” de Zoe Castell, uno de los mejores relatos del libro, narra la vida cotidiana de un chofer de camiones de carga que repasa su vida entre la carretera y su hogar, momentos antes de sufrir un accidente; “Los dioses momentáneos” de Aniela Rodríguez retoma la parte más cruda de la realidad actual para contar la historia de un halcón del narcotráfico y su decisión de desobedecer al patrón en un momento álgido; “Cuando Dios tocó a mi puerta” de Liliana Blum es un efectivo y tristísimo cuento acerca de cómo una desgracia puede romper la felicidad y las expectativas de las parejas; “Soñar el sol” de Julián Herbert es un cuento vampírico (un tanto fuera del tono del resto del volumen) que retoma el mito y lo ubica en una ciudad en donde la vida nocturna, en apariencia, brinda todo tipo de facilidades para cobrar víctimas; “El ruido del vidrio roto” de Roberto Wong es un relato que describe la amistad insólita entre dos medios hermanos que se ven unidos, en su reencuentro, por una mujer que parece tener el poder de reconstruir la realidad y la memoria a través del sexo.

Una antología, lo dice el lugar común, nunca es definitiva. Esta se muestra equilibrada en lo que respecta a su selección y a la calidad de las historias que incluye. Habrá que esperar lo que nos depara la continuación de esta colección, que se asume proyecto, en un futuro. Porque las antologías son también, me parece, una forma de darle forma al espíritu de época de aquellos que participan de su diseño y construcción.~