Tartas de frambuesa

Un cuento de Chris Aguilar

 

1

AYER FUE UN día malo. Éramos la banqueta y yo. No competíamos, aunque mis suelas rasgaran quedamente su regazo de vez en cuando. Un día de eso raros donde parece que nada pasa y al final todo se acomoda; de esa forma de vivir que por inesperada, no se lleva con la sorpresa la angustia.

Hoy la calma volvió, si ayer la idea de muerte pasó por mi cabeza, azotando mi rostro contra la carretera al arrojarme de un puente; hoy, a ese puente le pondría collares de flores.

En eso estaba, reflexionando sobre los días radicales cuando la vi. Claro, inmediatamente pensé que se sentiría recorrer su piel desnuda con mis manos. Claro…, si la hubiera conocido una década atrás, lo primero que sentiría seria repulsión. Pero hoy no. Además, no es la primera vez que la veo, he podido familiarízame con la idea.

2

Gabriela llegó al nivel 4. Terminada la primer faena, me levanté desnudo y puse Folk en la computadora. Volví a su lado, fumamos un cigarro cada quien y dejé que se recostara sobre mi pecho. Cuando comenzábamos a quedarme dormidos me preguntó, ¿Nos vamos a dormir?, y aunque tenía sueño, sabía que eso era la antesala de un romance o de otro round. Entonces respiré profundo. Le acaricié el cabello y tomando su mano, dejé que me acariciara los huevos.

Cuando terminamos la segunda vuelta compartimos un cigarro que ella encendió, lo ponía en mi boca  y me pasaba los dedos por la frente. Me abrazó con fuerza, se fue a la computadora  y me preguntó, ¿cómo dices que se llama esa canción?, yo tome la cámara y fotografié sus nalgas que brillaban con los rayos de la luna.

Es extraño pero es la primera vez que cogemos en una cama. Aunque nos conocemos desde hace 7 años, llevamos 2 cogiendo. Cuando comenzábamos lo hacíamos en mi carro, pero como hicimos una pausa y yo choqué el auto, ahora nos escapábamos entrada la madrugada a los terrenos que están detrás del hospital.

Esa noche me escribió cerca de las 12 “Ey, tú, ¿nos vemos?”. Y aunque es romántico ver la ciudad mientras gastas las rodillas, los tiempos son otros y no deja de estar presente la angustia de que aparezca un maniático, por eso le dije, “Esta vez tiene que ser en tu apartamento, quiero coger tranquilo.” “Está muy lejos”, respondió “y a esta hora ya no hay taxis.”

Como Gabriela no tiene empleo, no puede comprar muebles, y como no tiene muebles, no deja la casa de sus padres. Lo único que hay en ese lugar son cosméticos en las escaleras desnudas, un par de zapatos en el rincón, una computadora sobre un bote de pintura y 5 cobijas en el suelo que suplantan un colchón.

Desde que llegamos los perros no dejaron de ladrar. Nada parecía adecuado, los gemidos se magnificaban por el eco de los cuartos vacíos y los dos estábamos cansados. Sin embargo, cuando tomábamos aire, la luna teñía de plata sus caderas desnudas y la música guiaba las corrientes de viento sobre los vellos en nuestros cuerpos.

De vuelta a su casa, Gabriela apretaba mi mano cada vez que un perro ladraba a la distancia o un auto aceleraba. Yo le dije “No me di cuenta en que momento el pueblo se trasformó en esta jungla férrea”, y con esa pregunta me fui a casa, con dos cobijas en una bolsa y la sensación de que nada encajaba.

3

Ya no entiendo nada. Cuando me desperté el sol abatía las cortinas del cuarto y como esos tonos sobre las paredes los reconozco, sabia que eran más de las 2. Tenía los huevos limpios, pero la saliva seca sobre el cuerpo despide un olor espantoso. De cualquier forma sonreí y me fui al baño.

Mientras me bañaba, recordé unas tartas de frambuesa que hacia mucho tiempo no probaba, entonces, hice de su búsqueda el objeto de mi día. Apagué la regadera y me salí del baño secándome el pene con la toalla. De pronto el día era maravilloso. Cogí unos tenis cómodos, unos pantalones limpios, una camisa y mi reloj que me regaló mi padre y que solo uso cuando hay fiesta.

Tuve uno más de esos viajes terapéuticos. Recorriendo la carretera, estaba emocionado por leer por fin a Carver. Creí perderlo, pero estaba debajo de una empaque de cerveza en el refrigerador. Sin prisa, los escenarios que dibuja fueron tan amables para mí. Pero, como todo era paz, cerré el libro y acaricié las ideas con jazz francés. Adormecido cerré los ojos también y soñé fugazmente.

Cuando llegué a la ciudad, entré al centro comercial y me perdí en los pasillos. De pronto una rubia, de pronto unos niños gritando y en cada pasillo la indiferencia me fue tan placentera, que no me importó perder un par de horas sin encontrar lo que buscaba; los tenis rechinaban contra los pisos lustrados y la ventisca de los refrigeradores fusionada con la música de ambiente fue tan agradable que me permití pensar que estaba en otro país.

Cuando las encontré tomé la caja y fui a pagar. Aunque me sentí tentado para abrirla y comer mientras caminaba por el estacionamiento del centro comercial, el placer me pareció tan tierno que sentí deseo de esperar hasta volver a casa y compartir las tartas con alguien más.

Como estoy entrando a la crisis de los 30 que están a poco de convertirse en 31, decidí volver al ejercicio. Y con el ejercicio, para que todo encaje, comencé una dieta. Pero como las nubes escupían fuego sobre el horizonte y el jazz francés seguía en mis orejas, decidí terminar la tarde devorando una hamburguesa.

Era el tercero en la fila. Como no veo bien, no estaba seguro. Cuando la punta se marchó, fui el segundo que esperaba y entonces lo supe de cierto. Recuerdo la primera vez que vi a una persona con vitíligo: fue una enfermera que vivía a la vuelta de mi casa. Yo no sabia como reaccionar, por eso cambiaba de acera y la miraba fijamente.

Mi turno llegó. Ordené lo de siempre y no dejé de mirarla con ternura. Por la dieta me ausenté, y no supe que los menús habían cambiado y ordené sin poner atención, lo supe hasta que me dijo “139, por favor”. Reaccioné y le dije “¿perdón?”. “Son 139, por favor”. “Disculpa, lo que pasa es que quiero el paquete sencillo”. Como si tratara de un verdadero monstruo, gruño y torció la boca azotando la registradora. Se alejó de la caja y gritó a la parrilla “La triple que salió es sencilla”, llamó al gerente, y a manera de protección me echó a mi la culpa.

De la registradora a la mesa pensé en aquella enfermera, y lo mucho que habría sufrido cuando yo la miraba o cambiaba de banqueta. Tomé con una mano la hamburguesa y volví a un cuento de Carver. Iba y venia de la primera línea, la cajera que me había despachado no dejaba de reír desde su puesto. Bajé el libro y me tomé el rostro, comenzaba a enfadarme. En la esquina superior del restaurante, una pantalla gigante brillaba en HD y silencio, y en el super, con letras rojas, daban la noticia: La guerra en el oriente había estallado.

Con el libro en la mano y la hamburguesa mordida, las risas de la cajera con la flotilla de parrilleros me sacaron del asombro. Sin quitarle la vista de encima ladee la cabeza y me puse de pie. Sonriendo vilmente me acerque nuevamente a la registradora. Cuando estuve ahí, uno de los parrilleros la advirtió de mi presencia, y cuando esta me atendió, la invite con el índice a que se acercara: le dije al oído “Vengo todos los martes, si me vuelves a tratar así, te juro que traeré un revolver y te daré un tiro en la puta cabeza.” Fui por un par de discos y una revista.~