Mosquito

Un cuento de Alaíde Ventura

 

LOS DEDOS DE Mosquito buscan su celular por debajo de la mesa. La pantalla no responde como debería. Desesperada, Mosquito se talla las manos en el pantalón para secarse el sudor que le brota por todos lados. Las luces apuntan a su rostro, los flashes de las cámaras la aturden. Se deja envolver por un sopor suave y tibio, una breve siesta de ojos abiertos.

El codazo de Rogelio la trae de vuelta al presente. Alguien se dirige a ella.

«Alejandra, te preguntábamos, ¿de dónde viene el sobrenombre Mosquito?»

A Mosquito le desagrada la voz del reportero, su ronquera hosca. Es la voz sedienta de un hombre fastidiado, que preferiría estar en otro lugar. Lo detesta, y a la vez se identifica: también quisiera salir corriendo, escapar del hotel Charleston. Le parecen espantosas esas exhibiciones públicas, preguntas y respuestas, micrófonos, alfombras, botellas de agua. Una ceremonia cuidada y fastuosa donde ella ostenta el rol principal. Es la estrella del espectáculo, igual que el león en el circo.

«Me dicen Mosquito porque soy rápida«, contesta, con una amabilidad impostada que deja a todos en duda. «Y porque mido 1.53».

No soporta esa pregunta, repetida millones de veces. Ha llegado a odiar su apodo y todo lo que encarna. Es cierto que nació como un elogio a su velocidad, a la agilidad inaudita con la que devolvía los rebotes, y porque el sonido de su raqueta semejaba un zumbido. Pero escucharlo en voz de desconocidos le provoca arcadas. Fotógrafos que le piden una sonrisita, modistos que comentan lo problemático de su estatura. La llaman Mosquito, Mosquita, Mosquito nena, amiga Mosquita, señorita Mosquito.

Gustavo fue quien le enseñó a jugar. Él había aprendido desde niño: su papá lo llevaba al club y lo obligaba a ponerse unos lentes de protección que le impedían seguir la trayectoria de la pelota. Perdía todos los juegos, y por esa razón su padre siempre pensó que él no tenía cualidades atléticas, que era un chico más bien del tipo sensible, intelectual.

Gustavo le regaló a Mosquito su primera raqueta. Ella dominó el juego rápidamente y muy pronto comenzó a derrotarlo en todos los partidos. Él solía gritar: «¡Picó el mosquito!» cada vez que ella ganaba un punto complicado. El juego era un ejemplo perfecto de cómo se desenvolvía cada ámbito de su relación. Eran sets cortos, intensos, con muchas devoluciones. Igual que sus peleas, que duraban poco y en las que ambos se decían cosas muy hirientes. Igual que el sexo, que era húmedo y divertido, como niños en un verano de playa. Como un verano que acaba en tormenta.

Gustavo eligió ese apodo, y fue también él quien lo arruinó. Estropeó el nombre y ensució la casa: se despidió un día llevándose solo sus camisas y una maleta rota. No quiso ni tocar las raquetas. «Te puse Mosquito porque eres chiquita y porque sabes chingar».

Después de la ronda de preguntas abiertas, vienen las entrevistas con medios internacionales. Rogelio pide a la maquillista que le limpie a Mosquito el sudor de la frente. Se refiere a ella igual que como se refiere a sus autos: «Te encargo esta manchita, y menos brillo por acá».

Mosquito mira por la ventana, hacia la calzada de Tlalpan. El embotellamiento se antoja infernal. Con los ojos bien abiertos, delinea los posibles ángulos en los que una pelota invisible rebotaría entre tantos autos. Pum, pum, a la izquierda, en la ventana del Tsuru rojo. Pum, a la derecha, contra el parabrisas del pesero.

Mosquito inventó ese juego tonto, el rebote de una pelota imaginaria, en la época en la que andaba con Lolo. Cuando no estaban practicando en el deportivo, convertían la ciudad entera en una cancha. Los partidos con Lolo eran de larga resistencia y muy demandantes. Todo en él lo era. Siempre con preguntas raras, creando escenarios tan improbables como los ángulos que inventaba con sus devoluciones mágicas. Lolo era el único que lograba vencerla, y fue también el primero en animarla a entrar a campeonatos, a tomarse el deporte en serio.

De nuevo es la voz de Rogelio quien la aleja de sus pensamientos.

«Ale, ahorita en la entrevista procura mencionar a los patrocinadores».

Mosquito nunca soñó con ser famosa. Sus ilusiones eran más pedestres: soñaba con poder comprar una casa en alguna zona arbolada, tener un par de hijos y un par de perros, y pasar las tardes en el parque, bajo la sombra de fresnos viejos. Cuando Lolo le propuso inscribirla en el torneo local, no encontró excusas para negarse. Después de todo, le encantaba jugar, disfrutaba la sensación de ser buena en algo, de dominar un deporte difícil. Poco a poco se hizo adicta a la satisfacción de impresionar al público con su gran talento.

A ratos desearía que hubiera sido Lolo, y no ella, quien ganara los torneos locales y los nacionales y las eliminatorias de la Conade.

Rogelio le acomoda el pelo y le avisa que el periodista internacional está listo para entrevistarla. Al otro del cuarto, un gringo alto y canoso mira su celular con parsimonia. Mosquito se acerca a él. Le extiende una mano diminuta, que el gringo estrecha con delicadeza.

«Miss Mosquito, ¿está preparada para competir en Tokio si el comité olímpico determina que el squash ingrese a la lista de deportes para estas olimpiadas?»

«Tan preparada como puedo estar», dice ella, con la mirada puesta en las manos del gringo. Dedos viejos, de piel gastada. A lo lejos, con señas, Rogelio le suplica que abunde en sus respuestas, que sonría, que mencione a los patrocinadores si no es mucha molestia.

«Es curioso su sobrenombre: Mosquito. ¿De dónde viene?»

Mosquito evade las señales de Rogelio, maldice el momento en el que lo contrató como mánager. Fue Lolo quien le sugirió que consiguiera a alguien que viera por sus intereses, que arreglara su agenda, para que ella pudiera concentrarse en jugar. A Mosquito le habría encantado que ese alguien fuera él, Lolo, pero era demasiado pedirle, tan ocupado como estaba en sus propias victorias. Era esquivo con la raqueta y con las palabras, inasible, totalmente ajeno y al mismo tiempo hermoso, limpio, como un juego sin interferencias.

«Me dicen Mosquito porque soy rápida y porque mido 1.53», responde ella. El gringo asiente y garabatea en su libreta.

«Ese apodo me lo puso mi ex novio», añade Mosquito. Rogelio se degüella a sí mismo con la mano, de pie detrás del gringo. «Me decía Mosquito cuando todavía no me odiaba».

El gringo sonríe, parece sentir ternura ante el exabrupto de su entrevistada, a quien debe considerar casi una niña.

«¿Jugaba squash, tu novio?»

«Sí, pero era muy malo. Yo siempre le ganaba y eso no le gustó».

Rogelio interrumpe la entrevista con el pretexto de que Mosquito necesita contestar una llamada. Una vez a solas con ella, la regaña de tantas maneras que Mosquito deja de escucharlo. La voz de Rogelio se convierte en ruido blanco.

Cuando Lolo se alejaba de ella, era solo para volver más tarde, impredeciblemente. Adentro del juego, y afuera también, tomaba descansos, desaparecía, y luego demostraba, con un saque de potencia o con un rebote espectacular, que nunca había estado realmente ausente, que lo único que había hecho era retomar fuerzas.

El juego los mantenía unidos, atados con la cuerda invisible de la rivalidad. Mientras quedara pendiente un enfrentamiento, nada podría separarlos. En la cancha eran enemigos y al mismo tiempo cómplices, centinelas respetuosos de la danza de la pelota. Ambos sabían que la belleza del partido radicaba en un equilibrio frágil que se rompería a la menor provocación. Ese acuerdo tácito Mosquito no volvería a establecerlo con ningún otro rival. Sus competidores en los torneos eran jugadores ambiciosos, aguerridos, ansiosos por someter, por derrumbar. Mosquito a veces se preguntaba si disfrutarían el juego de la misma manera en que lo hacía ella, como una niña pequeña imaginando posibilidades.

Cuando Rogelio ahuyentó a Lolo con el argumento de que Mosquito necesitaba rivales que estuvieran a su altura, que la presionaran, que la obligaran a destacar, ella supo que iba a odiarlo el resto de sus días. A él y a los torneos, a los competidores voraces; quizás incluso al juego que tanto amaba. Iba a odiar también a Lolo y, sobre todo, iba a odiarse a sí misma por ser débil y estúpida, y por dejarse conducir como una tonta. Tan genial en el juego y tan imbécil en todo lo demás.

El gringo se acerca a Mosquito calmadamente. Esta vez es él quien lleva la mano extendida, y ella, quien la estrecha con timidez.

«La entrevista ha terminado, Miss Mosquito, fue un gusto conocerla».

A Mosquito la sorprende la determinación del gringo, pero no alcanza a entender sus palabras.

«Mosquito está nerviosa por la deliberación del comité, pero ya se calmó y la entrevista puede continuar», implora Rogelio en un tono zalamero que a Mosquito le parece que raya en el patetismo.

«A eso me refiero, Míster Rogelio, el comité ya deliberó: el squash no entra como deporte en estas olimpiadas. Lo siento, Miss Mosquito».

Rogelio se enfurece. «Pinche gringo, ¿de dónde saca eso? Espérate, mi Ale, voy a hacer unas llamadas».

Mosquito no escucha las disculpas del gringo. Sonríe débilmente: los estertores de Rogelio le provocan alegría. Mira por la ventana, la calzada sigue repleta de coches. Una nata gris y espesa se cierne sobre la ciudad quemante. Hierve el hotel Charleston, hierven los deportivos públicos, las canchas, todas las duelas. Ella calcula cuántos rebotes hacen falta para que la pelota salga del embotellamiento. Pum pum, sobre el techo de la combi. Pum, a la izquierda del Topaz. Un rebote agudo, con curvita, esa bala no la alcanzaría ni Lolo. Pum, en ángulo recto, eso no te lo esperabas, ¿verdad, pinche Lolo?~