Madame Rocheteau

Un texto de Manuela della Fontana /fotografía Vivien Maier

 

A MARLENE ROCHETEAU, la conocí hace unos años en uno de mis cursos de arte. Desde el principio me pareció una mujer poco convencional, más bien particular en su modo de aceptar las cosas, incluso las más pequeñas, las que desapercibidas dejan de tener sentido para cualquiera, menos para ella. Sentada junto a la ventana parecía mirar el mundo desde sus gafas de metal. Despreocupada en apariencia, se mostraba interesada por las lecciones con un gesto teatral, como si también ella formara parte de la lección.

Intervenía con vehemencia, discutía, le gustaba imponer sus opiniones sin apenas alzar la voz.

En la distancia, yo la observaba. Me gustaba imaginar la clase de vida que una mujer como aquella, tan apasionada, podía haber llevado en su juventud. La adivinaba como una vieja institutriz de película antigua, eso cuando mi imaginación no se encendía y la suponía protagonista de una vida disipada, con algún amante, un hombre de traje azul y ojos de zorro escapado de un cuadro de Otto Dix. Mis ensoñaciones terminaban en cuanto el fin de la clase llegaba y, envuelta en su bufanda de cuadros, la veía desaparecer escaleras abajo con su andar rápido, enfilando la calle Mayor cada vez más diminuta en la distancia, hasta la semana siguiente que, puntual, volvía a la clase de arte, para sentarse otra vez junto a la ventana.

No sé por qué, pero sin darme cuenta empecé a escribir sobre ella. Escribía sin mayores pretensiones, una especie de terapia literaria. Me lo había recomendado un psicólogo cuando perdí mi trabajo en la editorial. Escribe me dijo, te vendrá bien. Y le hice caso, empecé a escribir. En un cuaderno perfilaba el personaje, quería que cobrase vida en uno de mis cuentos. Escribía sin rumbo, me gustaba hacerlo así, quería que fuera su voz la que hablara, no la mía. La veía pasear por entre los párrafos como una chiquilla, a saltitos una veces, otras se imponía pisando fuerte, misteriosa con una desenvoltura que me desarmaba, dueña como siempre, no solo de la situación, también de mi cuento.

En la clase de arte, unos días después el azar me llevó a sentarme a su lado. Pude observarla mejor, sus manos cuidadas, los labios pintados. Su letra menuda parecía escaparse del cuaderno, los apuntes estaban primorosamente subrayados, parecía una estudiante aplicada. Ni rastro de alianza, solo un anillo coronado por una piedra, verde, que brillaba cada vez que sus manos se movían. Fue aquel día al terminar la lectura sobre Caravaggio cuando hablamos un instante, lo justo para despertar más aún mi curiosidad. Me dijo que había nacido en Paris, pero que llevaba media vida aquí. Tan reservada como yo, apenas hizo mención a nada que pudiera indicarme como era su vida una vez que las clases terminaban. Esa misma tarde, con su bufanda al cuello, volví a verla enfilar la calle Mayor deprisa, para desaparecer diminuta como era ya costumbre en el metro.

A partir de entonces, empecé a buscar cada viernes su compañía. Me gustaba sentarme a su lado, tenía la impresión de que también ella me buscaba. Entre lectura y lectura, empecé a descubrir nuevos detalles, como que había sido secretaria de dirección, y mantenía una tertulia de arte con sus amigas, que padecía insomnio y detestaba la mala educación. Nunca me habló de un marido, sí de sus sobrinos y de su casa en Paris. No se perdía una exposición y le gustaba el chocolate.

Al llegar a casa, yo seguía escribiendo, tachaba, reescribía. Nunca pensé que un personaje como aquel tan anodino en apariencia, luchara por cobrar más vida en mi imaginación. Conforme conocía más cosas de ella, más desconocida me parecía. La personalidad de la protagonista cambiaba como lo hacían las percepciones que de ella tenía. Ya nada quedaba de aquella mujer de mundo del principio, no había atisbo de amante de ojos de zorro. Iba tomando ante mis ojos el aspecto de una bibliotecaria, una especie de Viven Maier, amante del arte que escondida entre las líneas de mi cuento, parecía espiarme con sus gafas de metal a medida que la historia avanzaba.

Uno de esos viernes, al salir de clase me decidí a seguirla. Necesitaba un gesto, algún detalle que por nuevo me vapuleara como escritora. Mi cuento se estancaba, me sentía una marioneta en sus manos, no podía permitirlo. Tenía que hacer algo. Como de costumbre andaba deprisa, su bufanda a cuadros parecía volar conforme corría calle abajo. A unos metros de distancia yo sorteaba la muchedumbre callejera intentando no perderla de vista. Hubiera jurado que también ella se divertía con aquel juego. La vi detenerse frente a un escaparate, lo justo para que nuestra distancia se acortara por un instante, me pareció incluso que miró hacia atrás, y que encendió un cigarrillo, para proseguir después acelerando el paso una vez que atravesó las puertas del metro. Durante un tiempo que se me hizo eterno, compartimos vagón. La observaba desde la otra punta, tratando de esconderme tras la mochila de un turista, ella leía distraída. Su cara se reflejaba en la ventana, parecía cansada; una mujer solitaria hubiera pensado de no conocerla. No sé qué esperaba con aquello, pero mientras la observaba también yo me sentía observada. Una rara sensación. Dejé que descendiera, ni siquiera recuerdo en que estación nos encontrábamos. Sí que me miró, que me miró largamente con cara suplicante mientras el tren continuó su curso para perderse en la oscuridad del túnel. Todavía tengo clavada su mirada.

Una vez en casa, sentada ante el ordenador, decepcionada, las palabras se atragantaban, como si ella, desde el papel, me pidiera explicaciones sobre el rumbo de la historia, explicaciones que como narradora debía de dar y sin embargo no podía. Sus pasos parecían resonar tras de mí otra vez, ya no era esa señora inocente del principio, la que como una niña daba saltitos entre las líneas de cuanto escribía; ahora pisaba fuerte, frente a mí me reclamaba la oportunidad de una vida nueva, distinta. Un halo de negrura y de mentira en mi imaginación, la realidad de una vida, la suya, tan poco excitante como lo era la mía. Si conseguía poner orden en la vida de esta mujer que ya no se conformaba con menos que con callarme, tendría que esperar al próximo viernes para continuar el relato, para ser ella de una vez por todas y no yo, la protagonista.~