EL CASTILLO DE IF: La odisea de un ronin indiano

Un texto de Édgar Adrián Mora

 

HACE UNOS DÍAS, en un coloquio sobre narrativa gráfica, una de las ponentes explicaba cuestiones asociadas con un manga japonés, X del colectivo de artistas japonesas CLAMP, y la manera en cómo las autoras se la habían arreglado para combinar las tradiciones mitológicas del budismo zen con la iconografía del cristianismo. Esta fascinación de muchos mexicanos con respecto de los productos culturales de Japón es extendida a manifestaciones que tienen una huella profunda no sólo en nuestro país, sino en buena parte del mundo occidental. El manga, el anime y los videojuegos, amén de la renovación del cine de género que animaron diversas producciones de aquel país hace algunos años, son cuestiones con las cuales convivimos de manera natural y que asumimos como parte de nuestra identidad contemporánea. La parte final de la anécdota que contaba al inicio del párrafo concluye con una información que yo desconocía: en México se hace manga con historias, guionistas, ilustradores y producción nacional. Es decir, ya no solamente consumimos los productos que el país oriental exporta como grandes éxitos de ventas a nivel global, sino que algunas editoriales se han lanzado a la aventura de producir desde cero sus propias historias.

Esa fascinación por lo oriental no se refiere solamente a la narrativa gráfica. En la literatura nacional hay muestras fehacientes de la manera en cómo lo asiático tiene presencia en el imaginario de algunos autores. Y no, como en el caso del manga, como reproducción, sino como asimilación de estos al contexto local. Baste mencionar el título, hoy de culto, que se considera pionero del género negro en nuestro país y que ha merecido incluso recientemente una reedición, El complot mongol de Ricardo Bernal (Planeta, 2011), que mezcla con audacia y de manera muy eficaz el relato policiaco al estilo del cine negro norteamericano, con la descripción entretenida de la vida cotidiana de la ciudad de México en la primera mitad del siglo XX, además de la presencia “misteriosa” de los inmigrantes chinos en el barrio que lleva su nombre. O mencionar también Asesinato en una lavandería china (FETA, 1996) del sinaloense Juan José Rodríguez, una novela exótica y atrevida en donde se mezclan crímenes, reencarnación, historias de la migración china a finales del XIX y una trama donde el tema vampírico es abordado de manera inédita dentro de la literatura fantástica nacional; tal combinación de elementos, le valió incluso una adaptación cinematográfica: Reencarnación. Una historia de amor (México, Eduardo Rossof, 2012). Acá podemos mencionar también Ojos de lagarto (Planeta, 2012) de Bernardo Fernández, BEF, quien elabora una novela en donde imagina una ciudad subterránea cercana a la frontera con los Estados Unidos y en donde incluso los legendarios dragones asiáticos hacen acto de presencia. Incluso José Emilio Pacheco en ese clásico que es Las batallas en el desierto (Era, 1999), incluye un personaje japonés sobre el cual recaen las burlas y la xenofobia que a los mexicanos se nos da hacer pero que nos ofenden en extremo cuando se nos hacen.

En esa tradición de diálogo, reelaboración y ejercicios imaginativos se inserta el trabajo que el joven escritor Héctor Palacios (Guadalajara, 1981) realiza en su más reciente novela Lejanos guerreros (Paraíso Perdido, 2016). La apuesta de Palacios le da la vuelta a los tratamientos que acerca del hombre asiático se habían hecho, al menos en nuestro país y de lo que he podido leer: más allá de expresar la manera en cómo percibimos a los extraños, al otro, el narrador utilizado por el autor decide contar su historia en primera persona (un poco a la manera, pero en otro contexto, de lo que hace el argentino Maximiliano Matayoshi en Gaijin [UNAM/Alfaguara, 2003]). Una primera persona que responde a la identidad de Fukuchi Soemón, samurai al servicio de Date Masamune, que cuenta en un poco más de un centenar de páginas sus aventuras tanto en la isla que Colón denominó Cipango, y que nosotros ubicamos como Japón, como en la travesía por el Océano Pacífico del siglo XVII y su llegada al virreinato de la Nueva España, en específico al Reino de la Nueva Galicia cuya capital es lo que hoy conocemos como Guadalajara.

La historia de Fukuchi se desarrolla desde la descripción de su formación como samurai por influencia directa de su padre; pasa por el desempeño que tiene en las guerras internas que los señores (shogun) de los territorios japoneses tienen durante la época y en donde se refleja de manera tangencial la influencia que el contacto con Occidente, a través de los mercaderes británicos, tendrá en los destinos del país; avanza hacia a misión que le es encomendada para acompañar a una comitiva diplomática de monjes cristianos en retorno hacia América tras el fallido establecimiento de relaciones comerciales con esas lejanas tierras; llega hasta el momento cuando la tierra de América se le revela como un territorio inhóspito y lleno de peligros pero que, al mismo tiempo, lo hace cuestionarse el lugar que tiene en el mundo, lo que se espera de él y lo que él mismo pretende construir; finaliza con la decisión de permanecer en tierras americanas y asimilarse a la nueva cultura en la cual el primer atisbo de su conversión en “otro” es la imposición del nombre: Fukuchi Soemón termina llamándose Luis de Encío.

Hay en esta novela de Palacios una intención de hacer accesible el mundo colonial al lector común y corriente, una especie de misión pedagógica que deja entrever la formación historiadora del autor. Es algo que logra con suficiencia, pero la sensación que sobrevive al final de la lectura es más parecida a la que despiertan las novelas de aventura que el romanticismo llevó a convertir en clásicos. Hay más de Salgari, Verne y hasta un poco de Conrad en este libro, de lo que podríamos esperar de largas descripciones historiográficas. Se impone la aventura sobre la erudición, lo cual hace que el libro sea una lectura eficaz que cumple con su tarea de mantener la atención de su lector hasta la última página.

Al final, uno reconoce la curiosidad por saber qué fue lo que pasó más allá de la decisión vital de Fukuchi. Las interrogantes se abren de variadas formas: ¿a qué se dedicó un guerrero medieval japonés en tierras coloniales de España? ¿Se casó? ¿Con quién? ¿Sobrevivió la estirpe y la memoria de sus ancestros, de su cultura? En alguna parte Yajiro, uno de sus compañeros de aventuras en tierra de Indias le dice: “Suerte, amigo. Sé de los ronin que se han ido a Macao o Manila, pero en esos lugares hay miles de japoneses… Y por acá me parece que somos los únicos y no creo que vengan más. Tengo la impresión de que no sólo dejarás de ser samurái sino también japonés”. A esa premonición de Yajiro se une la manera en cómo los mexicanos de todos los tiempos tienden a generalizar vía el estereotipo a aquellos que son en evidencia distintos: “Luis, el chino”, le llaman. Ante todo eso, la declaración final del samurái devenido ronin indiano es clara: “No saben que, a pesar de todo, en el fondo de mi alma, siempre seré Fukuchi Soemón, un samurái del lejano Japón”. Y el lector que conoce la historia detrás de ese particular inmigrante sabe que lo dicho es cierto.~